Codigo negro (Identidad desconocida) (27 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

BOOK: Codigo negro (Identidad desconocida)
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Los trazos de barrido sistólico se volvían más bajos y más leves a medida que caminábamos hacia el fondo, y noté que las manchas pequeñas de sangre estaban secas, mientras que cantidades más grandes de sangre comenzaban a coagularse. Seguimos el rastro más allá de los refrigeradores repletos de cerveza y, después, a través de la puerta que daba al depósito, donde Gary Ham, el técnico del operativo, se encontraba de rodillas, mientras que otro agente tomaba fotografías; ambos me daban la espalda y me bloqueaban la vista.

Cuando entré y los rodeé, quedé helada. Le habían bajado a Kim Luong los jeans azules y la bombacha hasta las rodillas, y le habían insertado un termómetro químico en el recto. Ham me miró y se paralizó, como alguien a quien pescan robando. Habíamos trabajado juntos durante años.

—¿Qué demonios haces? —le pregunté con un tono severo que nunca me había oído.

—Le estoy tomando la temperatura, Doc —respondió Ham.

—¿Le tomaste una muestra antes de insertar el termómetro, por si la hubieran sodomizado? —pregunté con la misma voz enojada mientras Marino se me acercaba y contemplaba el cuerpo de la muchacha.

Ham vaciló.

—No, no lo hice.

—¡Qué manera de arruinar las cosas! —se enfureció Marino.

Ham tenía cerca de cuarenta años y era un hombre alto y de aspecto agradable, con pelo oscuro, grandes ojos pardos y largas pestañas. No era difícil que una persona como él llegara a creer que podía realizar la tarea de un científico y médico forense. Pero Ham nunca había cruzado el límite. Siempre se había mostrado respetuoso.

—¿Cómo puedo yo interpretar la presencia de una lesión, ahora que has introducido un objeto duro en uno de sus orificios? —le pregunté.

Él tragó fuerte.

—Si llego a encontrar una contusión en el interior de su recto, ¿podré jurar en la corte que el termómetro no la hizo? Y a menos que de alguna manera puedas garantizar la esterilidad de tu equipo, cualquier ADN recuperado también se pondrá en tela de juicio —dije.

Ham tenía la cara roja.

—¿Tienes alguna idea de cuántos elementos acabas de introducir en esta escena del crimen, Ham? —le pregunté.

—He sido muy cuidadoso.

—Por favor, sal de mi camino. Ahora.

Abrí mi maletín y con furia me puse los guantes, estirando los dedos y tirando del látex en un solo movimiento. Le di a Marino una linterna y antes que nada estudié todo lo que me rodeaba. El cuarto de depósito estaba apenas iluminado; cientos de packs de seis latas de gaseosa y de cerveza ubicados a seis metros del cuerpo estaban salpicados con sangre. A pocos centímetros del cadáver había cajas de tampones y toallas de papel, cuyo fondo estaba húmedo de sangre. Hasta el momento, no había nada que indicara que al asesino le hubiera interesado algo de lo que había allí, fuera de su víctima.

Me puse en cuclillas y estudié con atención el cuerpo; registré mentalmente cada matiz y textura de la carne y la sangre, cada trazo del arte letal del homicida. Al principio no toqué nada.

—Dios, realmente la molió a palos —dijo el policía que estaba tomando las fotografías.

Era como si un animal salvaje hubiera arrastrado ese cuerpo agonizante hacia su guarida y lo hubiera aporreado. El suéter y el corpiño de la mujer estaban desgarrados y abiertos, y le habían sacado los zapatos y las medias, que después arrojaron cerca. Era una mujer pulposa, con pechos y caderas de matrona, y la única manera en que pude tener idea de cuál era su aspecto era la licencia para conducir que me habían mostrado. Kim Luong había sido una muchacha bonita, con sonrisa tímida y pelo negro largo y brillante.

—¿Tenía los pantalones puestos cuando la encontraron? —le pregunté a Ham.

—Sí.

—¿Y los zapatos y las medias?

—Estaban exactamente donde los ve ahora. No los tocamos.

No hizo falta que levantara esos zapatos y medias para comprobar que estaban ensangrentados.

—¿Por qué habría ese tipo de sacarle los zapatos y las medias, pero no los pantalones? —preguntó uno de los policías.

—Es verdad. ¿Por qué haría alguien una cosa tan extraña?

Eché un vistazo. También en la planta de los pies tenía sangre seca.

—Tendré que observarla bajo una luz más intensa cuando esté en la morgue —dije.

La herida de bala de la parte de adelante del cuello era fácil de ver. Le giré la cabeza apenas lo suficiente para ver el orificio de salida, en ángulo hacia la izquierda. Era ese proyectil el que le había seccionado la carótida.

—¿Recuperaron la bala? —le pregunté a Ham.

—Extrajimos una de la pared, detrás del mostrador —hablaba casi sin mirarme—. Hasta ahora no encontramos el casquillo, si es que hay uno.

No podía haberlo si el disparo fue hecho con un revólver. Las pistolas eyectaban los casquillos, que era prácticamente la única parte positiva cuando se las usaba para actos de violencia.

—¿En qué lugar de la pared? —pregunté.

—Mirando el mostrador, a la izquierda de donde habría estado la silla si ella estuviera sentada frente a la caja registradora.

—El orificio de salida también está a la izquierda —agregué—. Si los dos estaban frente a frente cuando le dispararon a ella, podría tratarse de un tirador zurdo.

La cara de Kim Luong estaba severamente lacerada y estrujada, y la piel estaba desgarrada por los golpes propinados con alguna herramienta o herramientas que producían heridas circulares y lineales. Además parecía haber sido golpeada con los puños. Cuando la palpé en busca de fracturas, sentí que trozos de hueso crujían debajo de las yemas de mis dedos. Tenía los dientes rotos y empujados hacia adentro.

—Dirige la luz a este lugar y no la muevas —le pedí a Marino.

Él movió la linterna siguiendo mis instrucciones y yo giré suavemente la cabeza de la mujer hacia la derecha y después hacia la izquierda, le palpé el cuero cabelludo por entre el pelo y le revisé la parte de atrás y los costados del cuello. Estaba cubierta con más magullones por los puñetazos y también había más lesiones circulares y lineales. Encontré, asimismo, algunas abrasiones estriadas aquí y allá.

—Además de bajarle los pantalones para tomarle la temperatura corporal —le dije a Ham, porque tenía que estar segura—, ¿ella estaba exactamente así?

—Fuera de que tenía los jeans con el cierre automático cerrado y abotonado, sí —contestó él—. El suéter y el corpiño estaban exactamente así —aclaró y señaló—, desgarrados por el medio.

—El tipo lo hizo con las manos desnudas —dijo Marino y se puso en cuclillas junto a mí—. Maldición, esa rata es un hombre fuerte, Doc. Ella ya debería estar bien muerta cuando él la dejó aquí atrás, ¿no?

—No del todo. Todavía se advierte respuesta tisular en las lesiones. Vaya magullones que tiene.

—Pero, en la práctica, el tipo molió a palos a un cuerpo muerto —concluyó Marino—. Quiero decir, ella no estaba para nada sentada y discutiendo con él. No luchaba. Basta con mirar en todas direcciones para comprobarlo. No hay nada desplazado ni derribado. Tampoco hay huellas de pisadas ensangrentadas por todas partes.

—Él la conocía —se oyó la voz de Anderson a mis espaldas—. Tiene que haber sido alguien que ella conocía. De lo contrario, lo más probable es que él se hubiera limitado a dispararle, tomar el dinero y huir.

Marino estaba todavía agachado junto a mí, los codos apoyados en sus enormes rodillas, la linterna colgando de una mano. Levantó la vista y miró a Anderson como si ella tuviera la inteligencia de una banana.

—No sabía que usted también era una especialista en perfiles psicológicos —dijo—. ¿Está tomando clases o algo por el estilo?

—Marino, por favor alúmbrame aquí —le pedí—. Me cuesta ver.

La luz iluminó un patrón de sangre en el cuerpo que no había visto antes porque estaba muy pendiente de las lesiones. Virtualmente cada centímetro de la carne expuesta estaba embadurnada con remolinos y trazos de sangre, como si se tratara de dactilopintura. La sangre se estaba secando y comenzaba a resquebrajarse. Y pegados a la sangre había pelos, los mismos pelos largos y claros.

Se lo señalé a Marino y él se agachó más para ver mejor.

—Calla —le advertí cuando sentí su reacción y él supo qué le estaba mostrando.

—Aquí viene el jefe —anunció Eggleston al transponer la puerta.

El cuarto estaba lleno de gente y sin aire. Parecía como si una tormenta salvaje hubiera descargado una lluvia de sangre sobre ella.

—Vamos a acordonar todo esto —me dijo Ham.

—Recuperamos un casquillo —le comentó, muy contento, Eggleston a Marino.

—Si quieres descansar un poco, Marino, yo le sostendré la linterna. —Por lo visto, Ham trataba de reparar su imperdonable pecado.

—Creo que es bastante obvio que ella estaba aquí, tendida e inmóvil, cuando él la golpeó —dije, porque no creí que en este caso fuera necesario ese procedimiento.

—El acordonamiento nos lo dirá con toda seguridad —prometió él.

Era una antigua técnica francesa en la que un extremo de una cuerda se sujetaba a una mancha de sangre y la otra al origen geométricamente computado de la sangre. Esto se hacía una cantidad de veces y traía como resultado un modelo tridimensional de cuerdas que mostraba cuántos golpes se habían propinado y dónde estaba la víctima en cada uno.

—Aquí adentro hay demasiada gente —me quejé en voz alta.

Marino tenía la cara cubierta de sudor. Yo alcanzaba a sentir el calor de su cuerpo y a oler su aliento mientras él trabajaba cerca de mí.

—Envía enseguida esto a Interpol —le dije en voz muy baja para que nadie pudiera oírme.

—Bromeas.

—Speer Gold Dot. ¿Oyeron hablar de esa munición? —le preguntó Eggleston a Marino.

—Sí, una munición importante de alto rendimiento —respondió Marino—. No pega para nada.

Saqué mi termómetro químico y lo puse sobre una caja de platos de papel para obtener la temperatura ambiente.

—Yo puedo decirle ya cuál es, Doc —se apuró Ham—. Veinticuatro grados. Hace calor aquí adentro.

Marino movía la linterna a medida que mis manos y mi vista se desplazaban sobre el cuerpo.

—La gente común y corriente no consigue esa clase de munición —decía él—. Hablamos de diez o doce dólares por una caja de veinte. Para no mencionar que el arma no puede ser de mala calidad porque de lo contrario estallará en las manos.

—Entonces, lo más probable es que el arma proviniera de la calle. —De pronto Anderson estaba junto a mí—. Drogas.

—Caso resuelto —contestó Marino—. Caramba, gracias, Anderson. Bueno, muchachos, ya nos podemos ir a casa.

Percibí el olor dulzón y empalagoso de la sangre de Kim Luong mientras se coagulaba y el suero se separaba de la hemoglobina. Extraje el termómetro químico que Ham le había insertado a la muchacha. La temperatura era de 31.4. Levanté la vista. En la habitación había tres personas, además de Marino y yo. Mi furia e indignación siguieron en aumento.

—Encontramos su billetera y su saco —agregó Anderson—. En la billetera tenía dieciséis dólares, así que no parece que él se la haya revisado. Y, además, había una bolsa de papel cerca, con un recipiente plástico y un tenedor. Parece que ella se traía la cena y se la calentaba en el microondas.

—¿Cómo sabe que se la calentaba? —preguntó Marino.

Anderson no supo qué contestar.

—Sumar dos más dos no siempre da veintidós —agregó.

El livor mortis estaba en su primera fase. Ella tenía la mandíbula rígida, lo mismo que los músculos pequeños del cuello y las manos.

—Está demasiado rígida para estar muerta desde hace sólo un par de horas —dije.

—¿Cuál es la causa? —preguntó Eggleston.

—Es lo que siempre me pregunté.

—Yo tuve una vez un caso igual en Bon Air…

—¿Qué hacías en Bon Air? —preguntó el agente que tomaba fotografías.

—Es una larga historia. Pero ese tipo tuvo un ataque cardíaco mientras tenía relaciones sexuales. La amiga pensó que se había quedado dormido, ¿no? Cuando se despertó a la mañana siguiente, el tipo estaba bien muerto. No quiso que pareciera que se había muerto en la cama, así que trató de sentarlo en una silla. Quedó apoyado contra la silla como una tabla de planchar.

—En serio, Doc. ¿Qué lo causa? —preguntó Ham.

—Yo también siempre tuve curiosidad de saberlo —dijo la voz de Diane Bray desde la puerta.

Estaba allí de pie, sus ojos fijos en mí como dos remaches de acero.

—Cuando morimos, nuestro cuerpo deja de producir ácido adenil-pirofosfórico. Por eso nos ponemos rígidos —expliqué, sin mirarla—. Marino, ¿puedes sostenerla de esta manera para que yo pueda tomarle una fotografía?

Él se acercó más a mí y sus enormes manos enguantadas se deslizaron debajo del lado izquierdo de la muchacha mientras yo tomaba mi cámara. Fotografié una lesión que tenía debajo de la axila izquierda, sobre el lado carnoso de su pecho izquierdo, mientras calculaba la temperatura corporal versus la temperatura ambiente, y hasta qué punto estaban instalados tanto el livor mortis como el rigor mortis. Alcancé a oír pasos, murmullos y que alguien tosía. Yo transpiraba detrás de mi barbijo quirúrgico.

—Necesito más espacio —pedí.

Nadie se movió.

Miré a Bray e interrumpí lo que estaba haciendo.

—Necesito espacio —le dije con severidad—. Saque a esa gente de aquí.

Ella miró a todos, salvo a mí. Los policías dejaron caer los guantes quirúrgicos en una bolsa para residuos biológicos peligrosos mientras iban saliendo por la puerta.

—Tú también —le ordenó Bray a Anderson.

Marino actuó como si Bray no existiera. Y Bray en ningún momento me quitó los ojos de encima.

—No quiero volver nunca a una escena como ésta —le dije a ella y continué con mi tarea—. No quiero que ni sus agentes, ni sus técnicos ni nadie, y quiero decir nadie, toque el cuerpo o lo perturbe de ninguna manera antes de que yo llegue a la escena o lo haga uno de mis médicos forenses.

La miré.

—¿Está claro? —pregunté.

Ella pareció reflexionar sobre lo que yo le decía. Cargué película en mi cámara de treinta y cinco milímetros. Se me estaban cansando los ojos por la mala luz que había allí, y tomé el flash que Marino me pasaba. Lo coloqué en posición oblicua a la zona cercana al pecho izquierdo de la mujer y, después, a otra zona del hombro derecho. Bray se acercó y me rozó para ver lo que yo miraba, y fue extraño y alarmante percibir su perfume que se mezclaba con el olor de la sangre en descomposición.

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