Codigo negro (Identidad desconocida) (42 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

BOOK: Codigo negro (Identidad desconocida)
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»Ésa fue mi vulnerabilidad —continuó—. Creo que los médicos tenemos un complejo de salvador, ¿no le parece? Nos ocupamos de los problemas, no importa cuáles sean, y creo que él contaba con que yo tuviera ese impulso. No había en él nada sospechoso, y él sabía que yo lo dejaría pasar, y lo habría hecho. Pero Paul oyó voces y quiso saber quién era. Y el hombre huyó. En ningún momento pude observarlo bien. Verá, la luz del vestíbulo estaba apagada, porque, como descubrí después, él había aflojado la bombita.

—¿Llamó a la policía?

—Sólo a un detective en quien confío.

—¿Por qué?

—Hay que ser muy cuidadosa.

—¿Cómo supo que era el asesino?

Ella bebió un sorbo de café. A esa altura ya estaba frío, así que agregó un poco a nuestras tazas para que estuvieran un poco más calientes.

—Lo sentí. Recuerdo haber percibido olor a animal mojado, pero ahora creo que debo de haberlo imaginado. Sentí la maldad, la lujuria en sus ojos. Y, además, él procuró no mostrarse. En ningún momento le vi la cara, sólo el brillo de sus ojos cuando la luz de la puerta abierta se los iluminó.

—¿Olor a animal mojado? —pregunté.

—Diferente del olor corporal. Un olor a sucio, como el de un perro que necesita que lo bañen. Eso es lo que recuerdo. Pero todo sucedió tan rápido que no puedo estar segura. Entonces, al día siguiente recibí una nota suya. Aquí. Se la mostraré.

Se puso de pie y abrió con su llave un cajón de un mueble metálico de archivo, donde las carpetas estaban tan apretadas unas contra otras que le costó bastante extraer una. No tenía rótulo y adentro había un trozo de papel marrón con manchas de sangre, protegido por una bolsa plástica transparente para pruebas.


Pas de pólice. Ça va, ça va. Pas de problème, tout va bien. Le Loup-Garou —leyó ella—. Significa Nada de policía. Está bien. Está bien. Todo está bien. El hombre lobo.

Me quedé mirando esas letras de imprenta que conocía tan bien. Eran mecánicas y casi infantiles.

—El papel parece un trozo roto de una bolsa del mercado —dijo ella—. No puedo probar que sea suyo, pero ¿de quién más podría ser? Ignoro a quién pertenece la sangre porque, una vez más, no puedo hacer ninguna prueba y nadie más que mi marido sabe que recibí esto.

—¿Por qué usted? —pregunté—. ¿Por qué la eligió a usted?

—Sólo puedo suponer que es porque me vio en las escenas del crimen. Así que sé que me espía. Cuando mata, está allá afuera en alguna parte en la oscuridad, mirando qué hacemos las personas como nosotros. Es muy inteligente y artero. No tengo ninguna duda de que sabe exactamente qué sucede cuando me traen los cuerpos de sus víctimas.

Incliné la nota a la luz de la lámpara en busca de trazos ocultos que podrían haber presionado el papel por la fuerza de alguien que escribe sobre lo que estaba apoyado. No encontré ninguno.

—Cuando leí la nota, la corrupción se me hizo tan evidente; como si hubiera tenido alguna duda —continuó la doctora Stvan—. El hombre lobo sabía que no serviría de nada que yo le entregara su nota a la policía, a los laboratorios. Me decía, incluso me advertía, que no me preocupara, y es muy raro, pero tengo la sensación de que también me decía que no lo intentaría de nuevo.

—Yo no lo daría por sentado con tanta rapidez —dije.

—Como si él necesitara un amigo. La bestia solitaria necesita un amigo. Supongo que, en sus fantasías, él es importante para mí porque lo vi y no morí. Pero, ¿quién puede saber qué pasa por una mente como ésa?

Se puso de pie y abrió con llave otro cajón de otro mueble de archivo. Sacó una caja de zapatos común y corriente, le quitó la cinta adhesiva y levantó la tapa. Adentro había ocho pequeñas cajas ventiladas de cartón y un número igual de pequeños sobres de papel manila, cada uno con un rótulo en el que figuraba el número de caso y la fecha.

—Es lamentable que no se hayan tomado moldes de las marcas de mordeduras —se quejó ella—. Pero para hacerlo habría que haber llamado a un dentista, y yo sabía que no me lo permitirían. Pero les tomé muestras y quizás eso servirá. O tal vez no.

—Él trató de eliminar las marcas de mordeduras en el homicidio de Kim Luong —le dije—. No pudimos sacarles moldes. Ni siquiera las fotografías servirían.

—No me sorprende. Él sabe que ahora no tiene nadie que lo proteja. Está —¿cómo se dice?— por las suyas. Y le aseguro que no costará mucho identificarlo por la dentadura. Tiene dientes muy raros, puntiagudos y muy espaciados. Como una especie de animal.

Comencé a tener una extraña sensación.

—Recogí pelo en todos los cuerpos —continuó ella—. Como de gato. Me he preguntado si criará gatos de angora o algo semejante.

Me incliné hacia adelante en la silla.

—¿Como de gato? —pregunté—. ¿Lo guardó?

Ella abrió una solapa y sacó una pinza de un cajón del escritorio. La metió en un sobre y extrajo varios pelos. Eran tan finos que flotaron hacia abajo cuando los bajó hacia un papel secante.

—Todos son iguales, ¿ve? De nueve o diez centímetros de largo, de un color rubio claro. Y muy finos, como de bebé.

—Doctora Stvan, esto no es pelo de gato. Es pelo humano. Estaba en la ropa del hombre no identificado que encontramos en el contenedor de carga. Estaba en el cuerpo de Kim Luong.

Los ojos de ella se abrieron de par en par.

—Cuando entregó las pruebas del primer caso, ¿también entregó algunos de estos pelos? —pregunté.

—Sí.

—¿Y no supo más nada de ellos?

—Que yo sepa, los laboratorios nunca analizaron lo que yo mandé.

—Apuesto a que sí lo analizaron —dije—. Apuesto a que saben perfectamente bien que estos pelos son humanos y demasiado largos para ser de bebé. Saben lo que quieren decir las marcas de mordeduras y hasta pueden haber sacado de ellos el ADN.

—Entonces nosotros también deberíamos sacar el ADN de las muestras que le estoy dando —dijo ella, cada vez más inquieta.

A mí no me preocupó. Ya no importaba.

—Desde luego, no es mucho lo que se puede hacer con estos pelos —continuó—. Son hirsutos, sin pigmentación. No nos dirán mucho más…

Yo no la escuchaba. Pensaba en Kaspar Hauser. Él se pasó los primeros dieciséis años de su vida en un calabozo porque el príncipe Charles de Baden quería asegurarse de que Kaspar no presentaría ningún reclamo a la corona.

—… ningún ADN sin raíces, supongo… —proseguía la doctora Stvan.

A los dieciséis años lo encontraron junto a un portón, con una nota prendida en la ropa. Estaba pálido como un pez de las cavernas y, como un animal, no conocía el lenguaje humano. Un monstruo. Ni siquiera era capaz de escribir su nombre sin que alguien le guiara la mano.

—La letra mecánica y de imprenta de un principiante —pensé en voz alta—. Alguien protegido, nunca expuesto a los otros, instruido sólo en casa. Quizás incluso autodidacta.

La doctora Stvan dejó de hablar.

—Solamente una familia podría proteger a alguien desde el día de su nacimiento. Sólo una familia muy poderosa podía evitar el sistema legal y permitir que este anormal siguiera matando sin ser aprehendido. Sin avergonzar a sus integrantes ni atraer la atención sobre ellos.

La doctora Stvan permaneció en silencio mientras cada palabra que yo pronunciaba reforzaba lo que ella creía y producía un miedo nuevo y más penetrante.

—La familia Chandonne sabe exactamente qué significan estos pelos y esos dientes anormales —dije—. Y él lo sabe. Por supuesto que lo sabe, y debería sospechar que también usted lo sabe, aunque los laboratorios no le digan nada, doctora Stvan. Creo que él fue a su casa porque usted vio su reflejo en lo que él les hizo a los cuerpos. Usted vio su vergüenza o, por lo menos, él creyó que había sido así.

—¿Vergüenza… ?

—No creo que el propósito de esa nota haya sido tranquilizarla en el sentido de que no volvería a matar —continué—. Creo que se estaba burlando de usted, que le decía que él podía hacer lo que se le antojara con total impunidad. Que volvería y la próxima vez no fallaría.

—Pero parece que él ya no está aquí —dijo la doctora Stvan.

—Es evidente que algo lo hizo cambiar de planes.

—¿Y la vergüenza que él cree que yo percibí? En ningún momento pude verlo bien.

—Lo que él les hizo a las víctimas es la única imagen de él que necesitamos. El pelo no procedía de su cabeza —dije—. Se le está cayendo del cuerpo.

36

Yo había visto solamente un caso de hipertricosis en mi vida, cuando era médica residente en Miami y roté por la especialidad de pediatría. Una mujer mejicana dio a luz a una bebita y, dos días más tarde, la criatura estaba cubierta de un pelo fino color gris claro de cinco centímetros de largo. Densos penachos le asomaban por las ventanas de la nariz y las orejas, y era fotofóbica, vale decir, exageradamente sensible a la luz.

En la mayoría de las personas hipertricóticas, el hirsutismo va aumentando en forma progresiva hasta que las únicas zonas que quedan sin pelo son las membranas mucosas, las palmas de las manos y las plantas de los pies y, en algunos casos extremos, a menos que la persona en cuestión se afeite con frecuencia, el pelo sobre la cara y la frente puede llegar a ser tan largo que hace falta rizarlo para que la persona pueda ver. Otros síntomas pueden ser anomalías de los dientes, órganos genitales atrofiados, un número mayor que el normal de dedos de las manos y de los pies y pezones, y un rostro asimétrico.

En los siglos anteriores, algunas de estos seres desgraciados eran vendidos como fenómenos a las ferias de diversiones o a las cortes palaciegas. Se creía que algunos eran hombres lobos.

—Pelo mojado y sucio. Como de un animal mojado y sucio —conjeturó la doctora Ruth Stvan—. Me pregunto si la razón por la que sólo le vi los ojos cuando se apareció frente a mi puerta es que toda su cara estaba cubierta de pelo. Y quizá tenía las manos metidas en los bolsillos porque también ellas estaban cubiertas de pelo.

—Por cierto, él no podía presentarse normalmente en sociedad con semejante aspecto —contesté—. A menos que sólo salga cuando está oscuro. Vergüenza, sensibilidad a la luz y, ahora, homicidio. Sea como fuere, es posible que limite sus actividades a la oscuridad.

—Supongo que podría afeitarse —reflexionó Stvan—. Al menos aquellas zonas que la gente podría ver: cara, frente, cuello, el dorso de las manos.

—Parte del pelo que encontramos parece haber sido afeitado —expliqué—. Si él estuviera en un barco, tendría que hacer algo en relación con su aspecto.

—Sin duda se desnuda, al menos parcialmente, cuando mata —dijo ella—. Todo esos pelos largos que deja.

Me pregunté si sus órganos genitales estarían atrofiados y si eso tendría algo que ver con la razón por la que desvestía a sus víctimas sólo de la cintura para arriba. Quizá ver los órganos genitales de una mujer adulta significaba recordarle su propia falta de adecuación como hombre. Sólo podía imaginar su humillación, su rabia. Es típico que los padres rechacen a un bebé hipertricótico desde su nacimiento, en especial si se trata de los poderosos y altaneros Chandonne que viven en la exclusiva y adinerada Île Saint-Louis.

Imaginé a este atormentado hijo suyo, esta
espéce de sale gorille,
que vive en un espacio sombrío de la casa de su familia, de varios siglos de antigüedad, y sale sólo por las noches. Cartel criminal o no, una familia adinerada con un nombre respetable podría no querer que el mundo supiera que ese monstruo era su hijo.

—Siempre nos queda la esperanza de que en Francia se puedan revisar los registros para ver si han habido bebés que nacieron con hipertricosis —dije—. No debería resultar difícil de rastrear, puesto que se trata de una enfermedad tan poco común. Sólo un caso en aproximadamente mil millones.

—No habrá ningún registro —aseguró Stvan con toda naturalidad.

Le creí. La familia Chandonne se habría asegurado de que así fuera. Cerca del mediodía abandoné a la doctora Stvan con miedo en el corazón y pruebas mal habidas en el maletín. Salí por la parte de atrás del edificio, donde furgonetas con cortinas en las ventanillas aguardaban su siguiente viaje macabro. Un hombre y una mujer, de ropa oscura, aguardaban sentados sobre un banco negro contra la vieja pared de ladrillos. Él sostenía su sombrero en la mano y tenía la vista fija en el suelo. Ella me miró y su rostro era la imagen misma de la congoja.

Caminé deprisa por una senda empedrada a lo largo del Sena mientras por mi mente desfilaban imágenes terribles. Imaginé el rostro repugnante de ese hombre que asomaba de la oscuridad cuando una mujer le abría la puerta. Lo imaginé deambulando como una bestia nocturna, mientras seleccionaba y perseguía hasta asestar el golpe y hacerlo una y otra vez. Su venganza en vida era obligar a sus víctimas a que lo miraran. Su fuerza era el terror de las demás personas.

Me detuve y recorrí el lugar con la vista. Los automóviles eran implacables y avanzaban a toda velocidad. Me sentí aturdida cuando el tráfico rugió junto a mí y me lanzó arenisca en la cara. No tenía idea de cómo haría para conseguir un taxi. No había lugar para que ninguno se detuviera. En las calles laterales por las que pasé no había tráfico y perdí toda esperanza de conseguir un taxi en ellas.

Comencé a sentir pánico. Subí a toda velocidad unos escalones de piedra hacia el parque, me senté en un banco y traté de recuperar el aliento mientras el aroma a muerte seguía flotando entre las flores y los árboles. Cerré los ojos, giré la cabeza hacia el sol invernal y esperé a que mi corazón redujera su ritmo mientras gotas gruesas de sudor se deslizaban debajo de la ropa. Tenía las manos y los pies entumecidos y el maletín de aluminio bien sujeto entre las rodillas.

—Tiene el aspecto de alguien que necesita un amigo —dijo de pronto la voz de Jay Talley por encima de mí.

Pegué un salto y jadeé.

—Lo siento —se disculpó él en voz baja y se sentó junto a mí—. No quise sobresaltarla.

—¿Qué hace usted aquí? —pregunté mientras una avalancha de pensamientos chocaban entre sí en mi mente, embarrados y ensangrentados, como soldados de infantería en el campo de batalla.

—¿No le dije que la cuidaríamos?

Se desabrochó el abrigo de cachemira color tabaco y sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo interior. Encendió uno para cada uno.

—También dijo que era demasiado peligroso que cualquiera de ustedes viniera hasta aquí —dije con tono de acusación—. Así que yo fui e hice el trabajo sucio, y aquí lo encuentro, sentado en este maldito parque, justo delante de la puerta principal del maldito Institut.

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