Codigo negro (Identidad desconocida) (38 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

BOOK: Codigo negro (Identidad desconocida)
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—¿ADN, huellas, películas? ¿Tenemos algo para comparar? —pregunté, sabiendo cuál sería la respuesta.

—Los asesinos profesionales saben bien cómo evitar esa clase de cosas —comentó Mirot.

—No encontramos nada —contestó Talley—. Y es allí donde entra a tallar el hombre lobo. Su ADN permitiría identificar el de su hermano.

—¿De modo que se supone que debemos publicar un aviso en el periódico pidiendo al lobo que pase por aquí y nos dé una muestra de su sangre? —El mal humor de Marino aumentaba a medida que transcurría la mañana.

—Esto es lo que pensamos que puede haber sucedido —dijo Talley, sin prestarle atención—. El pasado veinticuatro de noviembre, apenas dos días antes de que el
Sirius
zarpara para Richmond, el individuo que se llama a sí mismo hombre lobo hizo lo que creemos fue su último intento de homicidio en París. Advierta que digo «intento», porque la mujer escapó.

»Esto sucedió a eso de las ocho y media de la noche. Alguien golpeó a la puerta. Cuando ella la abrió encontró a un hombre de pie en el porche. Era cortés y culto; su aspecto era refinado y a ella le pareció recordar que usaba una chaqueta oscura y elegante, tal vez de cuero, y una bufanda oscura metida en el cuello. Él le dijo que acababa de tener un accidente con el automóvil y le preguntó si le permitía usar el teléfono para llamar a la policía. Fue muy convincente. Ella estaba a punto de dejarlo pasar cuando su marido le gritó algo desde otra habitación y de pronto el individuo huyó.

—¿Ella lo vio bien? —preguntó Marino.

—La chaqueta, la bufanda, tal vez un sombrero. Está bastante segura de que tenía las manos metidas en los bolsillos y de que estaba un poco encorvado por el frío —contestó Talley—. Pero no pudo verle bien la cara porque estaba oscuro. En líneas generales, su impresión fue de que se trataba de un caballero cortés y agradable.

Talley hizo una pausa.

—¿Más café? ¿Agua? —les preguntó a todos mientras me miraba. Noté que tenía el lóbulo de la oreja derecha perforado. No vi el diminuto diamante hasta que la luz dio en él cuando se inclinó para llenarme el vaso.

»Dos días después del intento de asesinato, el veinticuatro de noviembre, el
Sirius
debía zarpar de Antwerp, lo mismo que otra embarcación llamada
Exodus,
un barco marroquí que en forma regular trae fosfato a Europa —confirmó Talley y regresó a su silla.

»Pero Thomas Chandonne tenía una linda diversión, y el
Exodus
terminó en Miami con toda clase de armas y explosivos ocultos dentro de bolsas con fosfato. Nosotros sabíamos lo que él hacía, y tal vez usted comienza ahora a ver la conexión ATDAI. El golpe en que su sobrina estuvo envuelta fue sólo una de las muchas ramificaciones de las actividades de Thomas.

—Es obvio que su familia lo supo —dijo Marino.

—Pensamos que se salió con la suya durante un tiempo prolongado con el recurso de utilizar rutas extrañas, alterar los libros, lo que se le ocurra —contestó Talley—. En la calle se lo llama moverse con rapidez. En la familia Chandonne se lo llama suicidio. Y no sabemos con exactitud qué ocurrió, pero sí que pasó algo, porque esperábamos que estuviera a bordo del
Exodus
y no fue así.

»¿Y por qué no? —Talley lo dijo casi como si fuera una pregunta retórica—. Porque supo que estaba perdido. Modificó su tatuaje. Eligió un puerto donde no era probable que nadie buscara un polizón. —Talley me miró—. Richmond fue una buena elección. Quedan muy pocos puertos así en los Estados Unidos, y Richmond tiene un flujo permanente de barcos desde y hacia Antwerp.

—De modo que Thomas, usando un alias… —comencé a decir.

—Uno de muchos —acotó Mirot.

—Ya había firmado contrato como tripulante del
Sirius
. La cuestión es que se suponía que terminaría en el puerto seguro de Richmond, mientras el
Exodus
iba camino a Miami sin él —dijo Talley.

—¿Y dónde entra en escena el hombre lobo en todo esto? —quiso saber Marino.

—Sólo podemos especular en ese sentido —contestó Mirot—. El hombre lobo comienza a perder todo control y su último intento de asesinato fracasa. Hasta es posible que lo hayan visto. Tal vez su familia ya tuvo bastante, quiere librarse de él y él lo sabe. Quizá, de alguna manera, conoce los planes de su hermano de abandonar el país a bordo del
Sirius.
A lo mejor también él seguía a Thomas, sabía lo del tatuaje alterado, etcétera. Ahoga a Thomas, encierra su cuerpo dentro del contenedor y trata de que parezca que el muerto es él, el hombre lobo.

—¿Cambió su ropa por la de Thomas? —me preguntó Talley.

—Bueno, si planeaba ocupar el lugar de Thomas en el barco, no se iba a presentar con un Armani.

—¿Y lo que apareció en los bolsillos? —Talley pareció inclinarse hacia mí, aunque en realidad estaba sentado muy derecho.

—Lo transfirió —dije—. El encendedor, el dinero, todo salió de los bolsillos de Thomas y terminó en los bolsillos del jean que su hermano muerto —si es que era su hermano— usaba cuando su cuerpo apareció en el puerto de Richmond.

—Cambió el contenido de los bolsillos, pero no apareció ninguna forma de identificación.

—Así es —dije—. Y no sabemos si ese cambio de ropa tuvo lugar después de que Thomas estaba muerto. Es algo engorroso. Es mejor obligar a la víctima a desvestirse.

—Sí —dijo Mirot y asintió—. Ya iba a eso. Al cambio de ropa antes de matar a la otra persona. Ambas se desvisten.

Pensé en la ropa interior del revés, los raspones en las rodillas y las nalgas desnudas. Los rasguños en el talón de los zapatos podrían haber sido hechos más tarde, cuando ahogaron a Thomas y arrastraron su cuerpo a un rincón del contenedor.

—¿Cuántos hombres se suponía que llevaba el
Sirius
en su tripulación? —pregunté.

Fue Marino el que contestó.

—En la lista figuraban siete. Se interrogó a todos, pero no lo hice yo porque no hablo el idioma. Tuvieron ese honor algunos tipos de la aduana.

—¿Todos los hombres de la tripulación se conocían? —pregunté.

—No —respondió Talley—. Lo cual no es extraño cuando se piensa que esos barcos sólo ganan dinero cuando están en movimiento. Dos semanas mar adentro, dos semanas de regreso, sin escalas, de modo que tiene que haber una rotación de tripulación. Para no mencionar que hablamos de la clase de personas que nunca se quedan mucho tiempo en un mismo lugar, así que podría haber una tripulación de siete hombres, de los cuales sólo dos tal vez hayan navegado juntos antes.

—¿Los mismos siete hombres a bordo cuando el barco zarpó de regreso a Antwerp? —pregunté.

—Según Joe Shaw —contestó Marino—, ninguno de ellos salió nunca del puerto de Richmond. Comían y dormían en el barco, que descargó y se fue.

—Ah —dijo Talley—. Pero no es del todo así. Supuestamente, uno tuvo una emergencia familiar. El agente de embarque lo llevó al aeropuerto de Richmond, pero en realidad nunca lo vio subir al avión. El nombre que figuraba en el cuaderno de registro del barco era Pascal Léger. Este tal Monsieur Léger no parece existir y posiblemente era el alias de Thomas, el que usaba cuando lo mataron, el alias que el hombre lobo puede haber tomado después de ahogarlo.

—Confieso que me cuesta bastante imaginar a ese trastornado asesino serial como el hermano de Thomas Chandonne —dije—. ¿Qué lo hace estar tan seguro?

—La alteración del tatuaje, como le dije —replicó Talley—. La información más reciente proporcionada por usted acerca de los detalles del homicidio de Kim Luong. Los mordiscones, la forma en que la desvistieron y todo el resto. Un modus operandi muy, muy particular y horroroso. Cuando Thomas era muchacho, doctora Scarpetta, solía contarles a sus compañeros de clase que tenía un hermano mayor que era una
espece de sale gorille.
Un mono estúpido y feo que debía vivir en su casa.

—Este asesino no tiene nada de estúpido —dije.

—De acuerdo —aceptó Mirot.

—No podemos encontrar ningún registro de su hermano. Ni su nombre ni nada —confesó Talley—. Pero estamos convencidos de que existe.

—Lo entenderá mejor cuando repasemos los casos —agregó Mirot.

—Me gustaría hacerlo ahora mismo —dije.

34

Jay Talley tomó el archivo acordeón, sacó de él muchas carpetas gruesas y las puso frente a mí sobre la mesa ratona.

—Hemos traducido el material al inglés —dijo—. Todas las autopsias fueron practicadas en el Institut Médico-Légal de París.

Comencé a hojear los informes. Cada víctima había sido golpeada hasta dejarla irreconocible, y las fotografías de la autopsia y los informes mostraban huellas de magullones y laceraciones radiadas en los lugares donde la piel se había desgarrado al recibir un golpe con algún tipo de arma que yo no creía que fuera del mismo tipo que la empleada en Kim Luong.

—Los sectores marcados del cráneo —comenté mientras seguía hojeando—, un martillo o algo así. ¿No se encontró ningún arma?

—No —respondió Talley.

Todas las estructuras faciales estaban rotas. Había hematomas subdurales, sangrado sobre el cerebro y en la cavidad torácica. La edad de las víctimas iba desde veintiuno a cincuenta y dos años. Cada una de ellas tenía múltiples marcas de mordeduras.

—Fracturas conminutas masivas del hueso parietal izquierdo, fracturas con hundimiento que empujan la lámina interna de los huesos planos del cráneo hacia el cerebro subyacente —dije en voz alta y fui pasando de un protocolo de autopsia a otro—. Derrame subdural bilateral. Rotura de tejido cerebral acompañada con hemorragia subaracnoidea… fractura del hueso frontal derecho que se extiende por la línea media hacia el hueso parietal derecho… La coagulación sugiere un tiempo de sobrevida de por lo menos seis minutos desde el momento en que se le infligió la lesión…

Levanté la vista y les dije:

—Furia. Capacidad destructiva. Capacidad destructiva frenética.

—¿Sexual? —preguntó Talley mirándome a los ojos.

—¿No lo es todo? —acotó Marino.

Cada una de las víctimas estaba semidesnuda, la ropa desgarrada o rota de la cintura para arriba. Todas estaban descalzas.

—Qué extraño —dije—. Por lo visto, el asesino no tenía ningún interés en las nalgas ni los genitales de las mujeres.

—Parecería que su fetiche son los pechos —comentó Mirot.

—Por cierto, un símbolo de la madre —acepté—. Y si es verdad que lo mantuvieron encerrado en la casa durante toda su infancia, allí debe de existir una patología interesante.

—¿Qué le parecería el robo? —preguntó Marino.

—No es seguro en todos los casos, pero decididamente sí en algunos. El dinero, de eso se trata. Nada que pudiera rastrearse, como alhajas que él pudiera empeñar —respondió Talley.

Marino palmeó su paquete de cigarrillos, como lo hacía cada vez que necesitaba desesperadamente fumar.

—Fume, por favor —lo invitó Mirot.

—¿Es posible que haya matado en alguna otra parte? En otro lugar, además de Richmond, si damos por sentado que asesinó a Kim Luong —pregunté.

—La mató, eso es seguro —dijo Marino—. Nunca vi un modus operandi igual.

—No sabemos cuántas veces mató —respondió Talley—. Ni dónde.

Mirot dijo:

—Si existe una conexión, nuestro software la puede encontrar en apenas dos minutos. Pero siempre habrá casos acerca de los cuales no sabemos nada. Tenemos ciento setenta y siete países miembros, doctora Scarpetta. Algunos nos utilizan más que otros.

—Es sólo una conjetura —dijo Talley—, pero sospecho que este tipo no es alguien que suela recorrer el mundo, sobre todo si, como supongo, tiene alguna incapacidad que lo obligó a quedarse en su casa. En mi opinión, seguía viviendo en la casa de su familia cuando empezó a matar.

—¿Los asesinatos se han vuelto más frecuentes? ¿Hay un período de espera menor entre ellos? —preguntó Marino.

—Los últimos dos homicidios de que tenemos noticia se produjeron en octubre, y después hubo el atentado más reciente, o sea que atacó tres veces en un período de cinco semanas —informó Talley—. Y esto refuerza nuestras sospechas en el sentido de que el tipo está fuera de control, que las cosas se le hicieron demasiado difíciles y huyó.

—Tal vez confiaba en poder empezar de nuevo y dejar de matar —reflexionó Mirot.

—Eso es algo que no suele suceder —señaló Marino.

—No se menciona que se hayan presentado pruebas a ningún laboratorio —dije mientras comenzaba a sentir escalofríos al pensar en el lugar sombrío hacia donde todo esto se encaminaba—. No lo entiendo. ¿No se hicieron estudios en estos casos? ¿No se tomaron muestras de fluidos corporales? ¿No se recogieron pelos, fibras, una uña rota, lo que fuera?

Mirot consultó su reloj.

—¿Ni siquiera huellas dactilares? —pregunté con incredulidad.

Mirot se puso de pie.

—Agente Talley, ¿quiere por favor llevar a nuestros invitados a almorzar a nuestra cafetería? —dijo—. Me temo que yo no podré ser de la partida.

Mirot nos acompañó hasta la puerta de su imponente oficina.

—Debo agradecerles de nuevo por haber venido —nos dijo a Marino y a mí—. Me doy cuenta de que el trabajo de ustedes recién comienza, pero espero que tome una dirección que pronto haga que este terrible asunto quede en el olvido. O, al menos, que le aseste un golpe definitivo.

Su secretaria oprimió un botón en el teléfono.

—Subsecretario Arvin, ¿está allí? —le dijo a quienquiera que estuviera en línea—. ¿Puedo ponerlo ahora en conferencia?

Mirot asintió. Regresó a su oficina y cerró la puerta muy despacio.

—Usted no nos hizo venir aquí solamente para revisar los casos —le dije a Talley mientras nos conducía por entre el gentío que había en los pasillos.

—Les mostraré algo —dijo.

Nos llevó a un lugar donde nos enfrentamos a una galería fantasmal de retratos de personas muertas.

—«Cadáveres no identificados» —explicó Talley—. Avisos con código negro.

Los pósters eran imágenes en blanco y negro e incluían huellas dactilares y otras características identificatorias. Toda la información estaba escrita en inglés, francés, español y árabe, y era obvio que la mayoría de esos individuos anónimos no había muerto en forma pacífica.

—¿Reconoce el suyo? —preguntó Talley y señaló el agregado más reciente.

Por fortuna, el rostro grotesco de nuestro caso no identificado no tenía la vista fija en nosotros; en cambio, debajo había un registro dental nada fuera de lo común, huellas dactilares y una nota.

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