Codigo negro (Identidad desconocida) (36 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

BOOK: Codigo negro (Identidad desconocida)
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Puse el tenedor en el plato. Las luces de la ciudad brillaban del otro lado de mi ventana e, incluso con la escasa iluminación del cuarto, pude ver el miedo que Marino sentía.

—No tengo idea de qué hablas —dije y busqué la copa de vino.

—De acuerdo, me parece que hay algo en que debemos pensar por un momento.

Yo no quería escuchar.

—Bueno, primero recibes esa carta de la mano de un senador de los Estados Unidos que resulta ser el presidente de la Comisión del Poder Judicial, lo cual significa que tiene mucho poder con las fuerzas del orden. O sea que está al tanto de todas las porquerías que suceden en el Servicio Secreto, el ATF, el FBI, lo que se te ocurra.

Una alarma comenzó a sonar en mi mente.

—Tienes que reconocer que la coincidencia es interesante. El senador Lord te entrega esa carta de Benton y ahora, de repente, estamos aquí para conectarnos con Interpol…

—Por favor, no hagamos esto —lo interrumpí cuando sentí que se me apretaba el estómago y mi corazón comenzaba a latir con fuerza.

—Tienes que oírme hasta el final, Doc —dijo él—. En la carta, Benton te dice que no sigas haciendo duelo, que todo está bien y que él sabe todo lo que haces cada minuto…

—Basta —levanté la voz y arrojé la servilleta sobre la mesa mientras mis emociones me golpeaban por todas partes.

—Debemos enfrentarlo. —También Marino se estaba poniendo emotivo—. ¿Cómo sabes..,? Bueno, quiero decir, ¿y si la carta no fue escrita hace varios años? ¿Si fue escrita ahora…?

—¡No! ¡Cómo te atreves! —salté y se me llenaron los ojos de lágrimas.

Empujé la silla hacia atrás y me puse de pie.

—Vete —le ordené—. No pienso someterme a tus malditas teorías. ¿Qué quieres? ¿Hacerme pasar de nuevo por ese infierno? ¿Para volver a tener esperanzas después de haberme esforzado tanto por aceptar la verdad? Sal de mi cuarto.

Marino empujó hacia atrás su silla, que cayó al piso mientras él se ponía de pie de un salto. Tomó su paquete de cigarrillos de la mesa.

—¿Y si Benton sigue con vida? —Él también levantó la voz—. ¿Cómo sabes fehacientemente que él no tuvo que desaparecer por un tiempo por algo importante que tenía que ver con el ATF, el FBI, Interpol, mierda, por lo que sabemos, hasta la NASA?

Tomé la copa de vino y las manos me temblaban tanto que casi no pude sostenerla sin volcar su contenido, mientras toda mi existencia era desgarrada de nuevo. Marino se paseaba por la habitación y gesticulaba como loco con su cigarrillo.

—No lo sabes fehacientemente —repitió—. Lo único que viste fue un hueso quemado en un agujero negro y pestilente dejado por el fuego. Y un reloj como el suyo. ¿Y con eso, qué?

—¡Hijo de puta! —exclamé—. ¡Maldito hijo de puta! Después de todo lo que tuve que pasar, no se te ocurre nada mejor que…

—Tú no fuiste la única que lo pasó. Sólo porque te acostabas con él no significa que era de tu propiedad.

Di unos pasos hacia él y tuve que contenerme para no abofetearlo con toda el alma.

—Dios mío —murmuré mientras miraba fijo sus ojos estupefactos—. Dios mío.

Pensé en Lucy golpeando a Jo y me alejé de Marino. Él giró hacia la ventana y fumó. En el cuarto flotaban la desdicha y la vergüenza; apoyé la cabeza en la pared y cerré los ojos. Jamás había estado siquiera cerca de la violencia con nadie en mi vida; no por cierto con alguien como Marino, no con alguien que conocía y me importaba.

—Nietzsche tenía razón —murmuré con tono de derrota—. Hay que tener cuidado con respecto a quién elegimos como enemigo, porque es a esa persona a la que más nos pareceremos.

—Lo siento —logró decir Marino.

—Como mi primer marido, como mi hermana idiota, como cualquier otra persona descontrolada y egoísta que conocí en la vida. Aquí estoy. Como ellos.

—No, no es así.

Yo tenía la frente apoyada contra la pared, como si rezara, y agradecí que estuviéramos en sombras y que le diera la espalda a Marino, para que él no pudiera ver mi angustia.

—No quise herirte con lo que dije, Doc. Te lo juro. Ni siquiera sé por qué lo dije.

—Está bien.

—Lo único que trato de hacer es observar bien todo, porque hay piezas que me parece que no calzan bien.

Se acercó a un cenicero y aplastó su cigarrillo.

—No sé por qué estamos aquí —dijo.

—No estamos aquí para hacer esto —le aseguré.

—Bueno, no sé por qué ellos no intercambiaron información con nosotros por computadora o por teléfono, como siempre hacen. ¿No opinas lo mismo?

—No —susurré y respiré hondo.

—De modo que en mi mente comenzó a filtrarse la idea de que a lo mejor Benton… Que quizá pasaba algo importante y él tenía que ser por un tiempo un testigo protegido. Cambiar de identidad y todo eso. No siempre sabíamos en qué andaba. Ni siquiera tú lo sabías siempre, porque él a veces no podía decírtelo, y él no quería herirnos al decirnos algo que no debíamos saber. En especial, no quería lastimarte o hacer que te preocuparas todo el tiempo por él.

Yo no le contesté.

—No trato de revolver nada. Lo único que digo es que es algo en lo que deberíamos pensar —agregó sin mucha convicción.

—No, no lo es —contesté, carraspeé y sentí que me dolía todo—. No es algo en lo que deberíamos pensar. Benton fue identificado, Marino, por todos los medios posibles. Carrie Grethen no apareció justo para matarlo en el momento en que él necesitaba desaparecer por un tiempo. ¿No entiendes que eso es imposible? Está muerto, Marino. Benton está muerto.

—¿Asististe a su autopsia? ¿Leíste el informe de la autopsia? —Por lo visto, Marino no quería darse por vencido.

Los restos de Benton habían sido enviados a la oficina del médico forense de Filadelfia. Yo nunca pedí que se revisara su caso.

—No, no estuviste en su autopsia, y si hubieras ido, yo te habría considerado completamente loca —añadió Marino—. De modo que no viste nada. Sólo sabes lo que te dijeron. No es mi intención seguir insistiendo en esto, pero es la verdad. Y si alguien quería que no se supiera que esos restos no eran de él, ¿cómo lo sabrías si nunca les echaste un vistazo?

—Sírveme un poco de whisky —dije.

32

Miré hacia Marino, mi espalda apoyada contra la pared, como si no tuviera las fuerzas suficientes para mantenerme sobre mis propios pies.

—¿Viste cuánto cuesta el whisky aquí? —comentó Marino al cerrar la puerta del minibar.

—No me importa.

—De todos modos, supongo que pagará Interpol —decidió él.

—Y necesito un cigarrillo —añadí.

Marino encendió un Marlboro para mí y la primera pitada fue como un golpe en mis pulmones. Después, se acercó con un vaso con whisky y hielo en una mano y una cerveza Beck's, en la otra.

—Lo que trato de decir —insistió Marino—, es que si Interpol puede hacer todo esto en secreto con pasajes electrónicos, hoteles elegantes y Concordes, y nadie tiene la menor idea de quién habló con quienquiera que sean estas personas, ¿qué te hace pensar que no podrían haber falsificado todo lo demás?

—No podrían haber falseado que a Benton lo asesinara una psicópata —respondí.

—Sí que podrían. Tal vez eso lo convirtió en el momento perfecto. —Soltó una bocanada de humo y bebió cerveza—. Lo cierto es, Doc, que estoy convencido de que podrían falsificar cualquier cosa.

—¿Incluso una identificación por ADN?

No pude seguir porque en mi mente comenzaron a formarse imágenes que había reprimido desde hacía tanto tiempo.

—No puedes afirmar que los informes eran ciertos.

—¡Suficiente!

Pero la cerveza había derribado todo el control de Marino, y no quiso detener esas teorías, deducciones y pensamientos de realización de deseos cada vez más fantásticos. Su voz siguió y siguió y comenzó a sonar muy lejos e irreal. Me recorrió un estremecimiento. Un leve resplandor de luz brilló en esa oscuridad y destrozó una parte de mí. Deseaba desesperadamente creer que lo que él sugería era cierto.

Cuando se hicieron las cinco de la mañana, yo seguía vestida y dormida en el sofá. Tenía un espantoso dolor de cabeza, gusto a tabaco rancio en la boca y un fuerte aliento a alcohol. Me duché y durante un buen rato me quedé mirando fijo el teléfono que había al lado de mi cama. La sola idea de lo que había decidido hacer me llenó de pánico. Me sentía tan confundida.

En Filadelfia era casi medianoche, y le dejé un mensaje al doctor Vance Harston, el jefe de médicos forenses. Le di el número del fax que tenía en mi habitación y colgué en el pomo de la puerta el cartel de «no molestar». Marino se reunió conmigo en el pasillo, y lo único que le dije fue un «buenos días» casi inaudible.

En la planta baja había ruido a tazas y platos cuando armaban el bufet y un hombre limpiaba las puertas de vidrio con un cepillo y un trapo. No había café a esa hora tan temprana, y la única otra huésped despierta era una mujer con el tapado de visón colgado sobre una silla. Frente al hotel, otro taxi Mercedes nos esperaba.

Nuestro chofer de ese día era hosco y estaba apurado. Me froté las sienes mientras las motocicletas pasaban a toda velocidad en carriles inventados por ellas, serpenteando entre los automóviles y rugiendo a través de muchos túneles angostos. Me deprimió pensar en el accidente automovilístico en el que murió la princesa Diana.

Recordé haberme despertado y enterado de lo sucedido por los informativos, y lo primero que pensé fue que tendíamos a no creer que las muertes mundanas y accidentales como ésas les podían suceder a nuestros dioses. No tiene nada de glorioso ni de majestuoso morir por culpa de un conductor borracho. La muerte es la gran niveladora: le importa un cuerno quiénes son sus víctimas.

El cielo era de color azul oscuro. Las veredas estaban mojadas por haber sido lavadas y los enormes tachos de basura verdes estaban alineados en las calles. Nos sacudimos con el empedrado de la Place de la Concorde y avanzamos a la vera del Sena, que casi en ningún momento pudimos ver por los paredones que lo ocultaban. Un reloj digital en el exterior de la Gare de Lyon nos informó que eran las siete y veinte, y en el interior de la estación de ferrocarril se oían pisadas rápidas y se veía gente que corría al Relais Hachette para comprar periódicos.

Aguardé detrás de una mujer con un caniche frente a la boletería, y un hombre bien vestido y de rasgos afilados y pelo plateado me sobresaltó. Desde lejos se parecía a Benton. No pude evitar pasear la vista por la multitud como si pudiera encontrarlo, y el corazón me galopó en el pecho como si no pudiera sobrevivir a otra situación así.

—Café —le dije a Marino.

Nos sentamos frente a una barra en el interior de L' Embarcadére y nos sirvieron café espresso en diminutas tazas marrones.

—¿Qué demonios es esto? —gruñó Marino—. Yo sólo quería un café común y corriente. ¿Qué tal si me alcanza un poco de azúcar? —le dijo a la mujer que estaba del otro lado del mostrador.

Ella puso varios sobrecitos sobre el mostrador.

—Creo que preferiría tomar un café crème —le dije.

Ella asintió. Marino bebió dos cafés, comió dos baguettes con jamón y fumó tres cigarrillos en menos de veinte minutos.

—¿Sabes? —le comenté cuando abordábamos un
train
à
grande vitesse
o TGV—, realmente no quiero que te mates.

—Epa, no te preocupes —contestó él y se sentó frente a mí—. Aunque tratara de mejorar mi tren de vida, igual el estrés me liquidaría.

Nuestro vagón estaba ocupado apenas en su tercera parte, y los pasajeros sólo parecían interesados en sus periódicos. El silencio hizo que Marino y yo habláramos en voz muy baja, y ese tren bala no hizo ningún sonido cuando arrancó de pronto. Nos deslizamos fuera de la estación y entonces tanto el cielo azul como los árboles comenzaron a volar hacia atrás por nuestras ventanillas. Sentí calor y mucha sed. Traté de dormir y la luz del sol fue iluminando mis ojos cerrados.

Desperté cuando una mujer inglesa sentada dos filas más atrás comenzó a hablar por un teléfono celular. Un viejo del otro lado del pasillo trataba de resolver un problema de palabras cruzadas y su lápiz mecánico hacía un ruido metálico cada tanto. El aire golpeó con fuerza nuestro vagón cuando otro tren pasó volando junto a nosotros en dirección contraria, y cerca de Lyon, el cielo se puso lechoso y empezó a nevar.

El mal humor de Marino seguía en aumento mientras miraba por la ventanilla, y se mostró descortés cuando desembarcamos en el Lyon Part-Dieu. No dijo nada durante el trayecto en taxi y yo me enfurecí más con él al rebobinar mentalmente las palabras que él me había dicho, como al descuido, la noche anterior.

Nos acercamos a la parte vieja de la ciudad, donde el Ródano y el Saona se unen, y los departamentos y los antiguos muros construidos en la ladera de la montaña me recordaron a Roma. Yo estaba muy mal. Tenía el alma destrozada. Me sentía más sola que nunca, como si no existiera, como si sólo fuera parte de la pesadilla de otra persona.

—Yo no espero nada —dijo finalmente Marino a propósito de nada—. Puede que diga «¿Y si…?», pero no espero nada. No tendría sentido. Mi esposa me dejó hace mucho y todavía no he encontrado a nadie con quien pueda llevarme bien. Ahora estoy suspendido y barajo la posibilidad de trabajar contigo. Pero si lo hiciera, tú ya no me respetarías.

—Desde luego que te respetaría.

—Mentira. El hecho de trabajar para alguien lo cambia todo, y tú lo sabes.

Parecía abatido y agotado, y tanto su cara como la posición de su cuerpo en el asiento mostraban los efectos de la clase de vida que llevaba. Se había derramado café en su arrugada camisa de denim y sus pantalones color caqui eran ridiculamente grandes. Yo había notado que, cuanto más gordo estaba, mayor era el talle de los pantalones que se compraba, como si con eso lograra engañarse a sí mismo o a los demás.

—¿Sabes, Marino? No es muy amable de tu parte haber dado a entender que trabajar para mí sería lo peor que te pasó en la vida.

—Tal vez no sería lo peor, pero se acercaría bastante —dijo.

33

Las oficinas centrales de Interpol se erguían solas en el Parc de la Tête d'Or. Era una fortaleza con estanques y vidrios reflectantes y no parecía lo que era. Yo estaba segura de que las sutiles señales de lo que ocurría adentro no eran advertidas por casi ninguno de los que pasaban frente a ese edificio. En ninguna parte figuraba el nombre de esa calle flanqueada por árboles en la que estaba ubicado, de modo que si uno no sabía adonde iba, casi con toda seguridad nunca llegaría allí. Tampoco había ningún cartel al frente que anunciara
Interpol.
De hecho, no había carteles por ninguna parte.

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