Codigo negro (Identidad desconocida) (37 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

BOOK: Codigo negro (Identidad desconocida)
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Las antenas satelitales y parabólicas, las barricadas de cemento y las cámaras estaban bastante ocultas, y la cerca metálica verde coronada por alambre de púas se encontraba bien disimulada por plantas ornamentales. La secretaría de la única organización policial internacional del mundo emanaba silenciosamente claridad y paz, y permitía que quienes trabajaban en su interior miraran hacia afuera sin que nadie pudiera mirar hacia adentro. En esa mañana fría y nublada, irónicamente, un pequeño árbol de Navidad instalado en el techo parecía saludar esa festividad.

No vi a nadie cuando oprimí el botón del intercomunicador del portón del frente para avisar que habíamos llegado. Entonces una voz nos pidió que nos identificáramos y, cuando lo hicimos, se oyó un clic y se abrió el portón. Marino y yo avanzamos por una vereda hacia un edificio exterior en el que otra cerradura se abrió, y nos recibió un guardia de traje y corbata que parecía suficientemente fuerte como para levantar en vilo a Marino y lanzarlo a París por el aire. Otro guardia se encontraba sentado detrás de un cristal a prueba de balas y deslizó hacia afuera un cajón para cambiarnos los pasaportes por distintivos de visitantes.

Una cinta transportadora hizo pasar nuestros efectos personales por una máquina de rayos X, y el guardia que nos había recibido nos indicó, más con gestos que con palabras, que pasáramos, de a uno a la vez, por lo que parecía ser un tubo neumático transparente que iba del piso al cielo raso. Yo lo hice, un poco con la sensación de que sería chupada hacia alguna parte, y una puerta curva de plexiglás se cerró. Otra me soltó en el otro extremo, después de que cada molécula de mi persona hubiera sido escaneada.

—¿Qué demonios es esto?
¿Viaje a las estrellas?
—me preguntó Marino después de ser, también él, escaneado—. ¿Cómo sabemos si eso no nos producirá cáncer? O, en el caso de los hombres, causar otros problemas.

—Cállate —dije.

Tuve le sensación de haber esperado un rato bastante largo hasta que un hombre apareció en un pasaje abierto que conectaba el sector de seguridad al edificio principal, y no era para nada lo que yo esperaba. Caminaba con el paso elástico de un atleta joven, y un costoso traje de franela color carbón caía con elegancia sobre lo que seguramente era un cuerpo escultural. Usaba camisa blanca impecable y una colorida corbata Hermés mezcla de azul, verde y rojo oscuro, y cuando nos estrechó con firmeza la mano advertí que usaba un reloj pulsera de oro.

—Jay Talley. Lamento haberlos hecho esperar —se disculpó.

Sus ojos de color avellana eran tan penetrantes que me sentí violada por ellos, y sus facciones perfectas eran tan atractivas que de inmediato supe cómo era, porque los hombres así de hermosos son todos iguales. Me di cuenta de que tampoco a Marino le caía nada bien.

—Hablamos por teléfono —me dijo, como si yo no lo recordara.

—Y desde entonces no he vuelto a dormir por las noches —agregué, sin poder quitarle los ojos de encima, por mucho que lo intentara.

—Por favor, acompáñenme.

Marino me lanzó una mirada intencionada y movió los dedos detrás de las espaldas de Talley, con el ademán que siempre hacía cuando decidía instantáneamente que alguien era gay. Los hombros de Talley era amplios. No tenía cintura. Su perfil parecía el de un dios romano, sus labios eran gruesos y su barbilla, ancha.

Me dediqué a calcular qué edad tendría. Por lo general, los puestos en el extranjero eran muy codiciados y se otorgaban a agentes senior y con rango; sin embargo, Talley parecía no tener más de treinta años. Nos condujo a un atrio de mármol, de tres pisos de alto, en cuyo centro había un espléndido mosaico del mundo bañado en luz. Hasta los ascensores eran de vidrio.

Después de pasar por una serie de cerraduras electrónicas y zumbidos y combinaciones y cámaras que observaban cada uno de nuestros movimientos, bajamos en el segundo piso. Era como si estuviera encerrada dentro de cristal tallado. Talley parecía brillar. Sentí una mezcla de aturdimiento y de resentimiento, porque no había sido idea mía ir allí y, además, no sentía que controlaba la situación.

—¿Qué hay allá arriba? —preguntó Marino, el modelo de la cortesía y la discreción.

—El tercer piso —contestó, impasible, Talley.

—Bueno, pero los botones no tienen número —continuó Marino, la vista fija en el techo del ascensor—. Me preguntaba si es allí donde tienen todas las computadoras.

—El secretario general vive allá arriba —comentó Talley con tono despreocupado, como si en ello no hubiera nada de raro.

—¿En serio?

—Por razones de seguridad. Él y su familia viven en el edificio —añadió Talley cuando pasamos frente a oficinas de aspecto normal, con personas también de aspecto normal en ellas—. Ahora iremos a reunimos con él.

—Espléndido. A lo mejor a él no le importará decirnos qué demonios hacemos aquí —respondió Marino.

Talley abrió otra puerta, ésta fabricada con madera cara y oscura, y nos recibió amablemente un hombre con acento británico que se identificó como el director de comunicaciones. Recibió los pedidos de café y le avisó al secretario general George Mirot que habíamos llegado. Minutos después nos condujo a la oficina privada de Mirot, donde encontramos a un hombre imponente de pelo entrecano sentado detrás de un escritorio con tapa de cuero negro, entre paredes cubiertas con armas antiguas, medallas y obsequios de otros países. Mirot se puso de pie y nos estrechó la mano.

—Pongámonos cómodos —dijo.

Nos indicó un sector con sillones, junto a una ventana que daba al Ródano, mientras Talley tomaba un grueso archivo acordeón de una mesa.

—Sé que esto ha sido una prueba muy dura para ustedes y que deben de estar exhaustos —dijo en correcto inglés—. No sé cómo agradecerles que hayan venido. Sobre todo con tanta rapidez.

Su rostro inescrutable y su porte militar no revelaban nada, y su presencia hacía que todo lo que lo rodeaba pareciera más pequeño. Se instaló en un sillón y cruzó las piernas. Marino y yo nos sentamos en el sofá y Talley lo hizo frente a mí y puso el archivo sobre la alfombra.

—Agente Talley —dijo Mirot—. Dejaré que empiece usted. ¿Me perdonarán que vaya directamente al grano? —nos preguntó—. Tenemos muy poco tiempo.

—En primer lugar, quiero explicarles por qué el ATF está involucrado en el caso que tienen del hombre no identificado —nos aclaró a Marino y a mí—. Supongo que están familiarizados con el ATDAI. Quizá por su sobrina Lucy.

—Esto no tiene nada que ver con ella —dije, algo inquieta.

—Como probablemente sabe, ese organismo tiene fuerzas de tareas formadas por fugitivos de crímenes violentos —continuó en lugar de responder a mi objeción—. El FBI, la DEA, las fuerzas locales del orden y, desde luego, el ATF, combinan sus recursos en los casos especialmente difíciles de altísima prioridad.

»Hace alrededor de un año —prosiguió— formamos un escuadrón para que trabajara en homicidios llevados a cabo en París y que, pensábamos, habían sido cometidos por el mismo individuo.

—Yo no sabía que en París se hubieran cometido homicidios en serie —dije.

—Lo que pasa es que, en Francia, controlamos los medios mejor que ustedes —comentó el secretario general—. Como comprenderá, los asesinatos aparecieron en los medios de información, doctora Scarpetta, pero con muy poco detalle y sin un carácter sensacionalista. Los parisinos saben que en la ciudad se cometen asesinatos, y se advirtió a las mujeres que no abrieran la puerta a desconocidos, etcétera. Pero eso es todo. Creemos que no sirve de nada revelar la parte truculenta de los homicidios: los huesos destrozados, la ropa desgarrada, las marcas de mordeduras, las desviaciones sexuales.

—¿De dónde salió el nombre de hombre lobo? —pregunté.

—De él —contestó Talley mientras sus ojos casi me tocaban el cuerpo y después se alejaban volando como un ave.

—¿Del asesino? —pregunté—. ¿Quiere decir que él se llama a sí mismo hombre lobo?

—Sí.

—¿Cómo puede saber usted una cosa así? —preguntó Marino para no quedar al margen de la conversación. Y por su lenguaje corporal, supe que estaba a punto de causar problemas.

Talley vaciló y miró a Mirot.

—¿Qué ha estado haciendo ese hijo de puta? —continuó Marino—. ¿Deja su sobrenombre en pequeñas notas en las escenas del crimen? ¿O quizá las sujeta con alfileres a los cadáveres, como en las películas, eh? Eso es lo que odio cuando las organizaciones grandes se ven envueltas en una mierda como ésta.

»Las personas más apropiadas para trabajar en los homicidios son los tarados como yo que salen a la calle, caminan por todas partes y se embarran las botas. Cuando se echa mano de esas imponentes fuerzas de tareas y sistemas de computación, todo se va al carajo. Se vuelve demasiado «inteligente», cuando lo que empezó todo no es nada inteligente en el sentido académico del término…

—Es allí donde se equivoca —lo interrumpió Mirot—. El hombre lobo es muy inteligente. Tuvo sus razones para informarnos de su nombre en una carta.

—¿Una carta dirigida a quién? —preguntó Marino.

—A mí —respondió Talley.

—¿Cuándo fue esto? —pregunté.

—Hace alrededor de un año. Después de su cuarto homicidio.

Desató la cinta que ataba el archivo y sacó una carta protegida por un plástico. Me la entregó, y sus dedos rozaron los míos. La carta estaba en francés. Reconocí la letra como la misma que encontré en la caja de cartón en el interior del contenedor. El papel llevaba membrete con el nombre de una mujer y tenía manchas de sangre.

—Dice —tradujo Talley—: «Por los pecados de uno morirán todos. El hombre lobo». El papel pertenecía a la víctima y también la sangre. Pero lo que más me intrigó en aquel momento fue cómo sabía él que yo estaba involucrado en la investigación. Y esto nos acerca más a una teoría que es la razón por la que ustedes están aquí. Tenemos muchos motivos para creer que el asesino pertenece a una familia poderosa, es el hijo de personas que saben perfectamente qué hace él y se han asegurado de que no sea apresado. No necesariamente porque le tengan afecto sino para protegerse a sí mismos a toda costa.

—¿Incluyendo fletarlo en un contenedor? —pregunté—. ¿Muerto y sin identificación, a miles de kilómetros de París, porque ya tuvieron bastante?

Mirot me observó y se oyó un crujido del cuero cuando cambió de posición en el sillón y acarició una lapicera de plata.

—Probablemente no —me dijo Talley—. Al principio, sí. Eso fue lo que pensamos, porque todo señala al hombre muerto en Richmond como este asesino: hombre lobo escrito en el cartón, la descripción física que pudieron obtener, considerando el estado en que se encontraba el cuerpo. La ropa fina que llevaba. Pero cuando usted nos suministró información adicional con respecto al tatuaje con, cito, «ojos amarillos que podrían haber sido alterados en un intento de hacerlos más pequeños»…

—Bueno, bueno —lo interrumpió Marino—. ¿Nos está diciendo que ese tal hombre lobo tenía un tatuaje con ojos amarillos?

—No —respondió Talley—. Lo que digo es que su hermano lo tenía.

—¿Lo «tenía»? —pregunté.

—Ya llegaremos a eso, y tal vez entonces usted comenzará a pensar que lo que le sucedió a su sobrina está tangencialmente relacionado con todo esto —contestó Talley, con lo cual volví a sentirme atormentada—. ¿Está familiarizada con un cartel criminal internacional que llamamos los «Ciento Sesenta y Cinco»?

—Dios mío —dije.

—Apodado así porque parecen tener preferencia por la munición Speer Gold Dot 165 —explicó Talley—, que ellos contrabandean. La usan exclusivamente en sus armas de fuego y por lo general nos es posible individualizar sus golpes porque recuperamos la bala Gold Dot.

Pensé en el casquillo de Gold Dot que recuperamos en Quik Cary.

—Cuando usted nos envió información sobre el homicidio de Kim Luong, y gracias a Dios que lo hizo, las piezas comenzaron a encajar —dijo Talley.

Entonces tomó la palabra Mirot:

—Todos los integrantes de ese cartel llevan un tatuaje con dos puntos de color amarillo brillante.

Los dibujó en un bloc de papel. Eran del tamaño de una moneda de diez centavos.

—Es el símbolo de pertenencia a un club poderoso y violento, y sirve para recordar al que lo lleva que es miembro de por vida, porque es imposible quitarse un tatuaje. La única salida del cartel de los «Ciento Sesenta y Cinco» es la muerte.

—A menos que se logre empequeñecer esos puntos y convertirlos en ojos. En los ojos de un pequeño búho… algo tan sencillo y tan rápido. Y, después, escapar a algún lugar donde a nadie se le ocurrirá buscarlo.

—Como un puerto en la poco probable ciudad de Richmond, Virginia —añadió Talley.

Mirot asintió.

—Exactamente.

—¿Por qué? —preguntó Marino—. ¿Por qué de pronto este tipo entra en pánico y huye? ¿Qué fue lo que hizo?

—Cruzó el cartel —respondió Talley—. En otras palabras, traicionó a su familia. Creemos que el muerto que está en su morgue —me dijo a mí— es Thomas Chandonne. Su padre es el «padrino», por falta de un término mejor, de los «Ciento Sesenta y Cinco». Thomas cometió la pequeña equivocación de preparar su propia droga y realizar su propio tráfico de armas y trampear así a la familia.

—La familia Chandonne —dijo Mirot— ha vivido en la Île Saint-Louis desde el siglo XVII, uno de los sectores más antiguos y adinerados de París. Allí sus habitantes se llaman a sí mismos luisines, y son muy orgullosos y elitistas. Muchos no consideran que la isla forme parte de París, aunque esté en medio del Sena y en el corazón mismo de la ciudad.

»Balzac, Voltaire, Baudelaire y Cézanne —prosiguió— fueron sólo algunos de sus residentes más conocidos. Y es allí donde la familia Chandonne se ha estado ocultando detrás de su fachada de nobleza, su ostentosa filantropía y el lugar prominente que ocupan en la política mientras manejan uno de los carteles del crimen organizado más grandes y sanguinarios del mundo.

—Nunca pudimos obtener suficientes pruebas para detenerlos —agregó Talley—. Pero con su ayuda, tal vez logremos hacerlo.

—¿De qué manera? —pregunté, aunque no quería tener nada que ver con una familia de asesinos como ésa.

—Con la verificación, para empezar. Necesitamos probar que ese cuerpo es el de Thomas. No tengo ninguna duda en tal sentido, pero existen esas pequeñas trabas legales que nosotros, los organismos de las fuerzas del orden, debemos tolerar. —Me sonrió.

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