Sin embargo, cuando llegó a casa algo indujo a Albert Black a terminar de leer el artículo de la revista musical y acabó furioso.
Sinceramente, debo decir que en el colegio no aprendí nada de mis maestros. Cero pelotero. Es más, a veces se esforzaban por desalentarme. Yo sólo quería estudiar música…, te obligan a hacer toda esa mierda que no tiene sentido alguno…, cosas por las que no tienes ningún interés y para las que no tienes ninguna aptitud. En el colegio nos trataban a todos como carne de fábrica. Y cuando las fábricas cerraron, como carne de paro y de cursos de formación para desempleados. Los únicos profesores decentes que tuve fueron los de lengua y arte. Fue la única vez que me trataron como a un ser humano. Hecha esa excepción, el colegio era un campo de concentración dirigido por unos gilipollas débiles y estúpidos carentes de moral y sin putas agallas.
Black había esperado sentirse reafirmado leyendo el artículo, y en cambio en él sólo había encontrado desprecio. Recortó el desagradable pasaje y lo guardó en la cartera. No importaba las veces que volviese a leerlo, nunca dejaba de enfurecerle. Allí, en un café abarrotado del sur de Florida, a salvo de aquel calor agobiante, se sintió movido a volver a echarle un vistazo. Seguro que Ewart —así se llamaba— bromeaba; aquello no era más que una de esas irónicas poses antiestablishment, tan queridas por esa clase de publicaciones, que solían ser propiedad de los satánicos especuladores de las multinacionales de la comunicación. Black trató de hacer memoria febrilmente, y poco a poco los datos y fechas comenzaron a encajar. Sin duda la adorada profesora de arte sería la ramera de Slaven, con su minifalda y su voz ronca, desconocedora de que el único fundamento de su supuesta «popularidad» residía en las hormonas de los chicos. No, probablemente lo sabía de sobra.
Con una guarra desvergonzada como aquélla dando ejemplo en la plantilla, ¿cómo iban las chicas a hacer otra cosa que caer como dominós, víctimas de los embarazos adolescentes?
Lo más probable era que el profesor de lengua fuese Crosby. Sentado en la sala de profesores, pontificando y agitando, sembrando la discordia y el cinismo dondequiera que fuese.
Me vi las caras con ese trotskista unas cuantas veces…, un agitador.
Como el tal Carl Ewart. No pertenecía a la categoría de los violentos; más bien era un subversivo. Tenía la insidiosa habilidad de dar cuerda a los alumnos de menos luces con su obstinada rebeldía. Estaba conchabado con aquel chiquito, recordó Albert Black, el que murió. Black había asistido al funeral (una ceremonia civil de mal gusto en el crematorio) en representación del colegio. Un antiguo alumno había pasado a manos del Señor. Su muerte habría pasado desapercibida y el colegio no hubiera estado representado en las exequias de no ser porque la señorita Morton había mencionado en la sala de profesores que había oído que el chico que se había caído del puente George VI como consecuencia de estúpidas travesuras cometidas en estado de embriaguez era alumno del colegio.
Black había investigado los detalles. Otro don nadie: un joven pobre y vago más. Y, sin embargo, ¿cómo pretendían que los jóvenes se sintieran ligados al colegio y creyeran en él si nadie reconocía siquiera que aquel muchacho había sido uno de sus alumnos? El colegio había defraudado a jóvenes como aquél —Galloway, recordó— y ellos a su vez habían defraudado al colegio. Eso era: autocomplacencia, desidia, falta de fe, ausencia de criterio. Y todo se reducía a una sola cosa: laicismo.
Y ahora, sentado en el News Café en South Beach, Miami, completamente ajeno a la multitud, el cerebro de Albert Black, en el que iban agolpándose las ideas, recordó dónde había visto el nombre de Carl Ewart en fecha aún más reciente. ¡Lo había visto en un gran póster que estaba en el dormitorio del sótano de su nieto Billy! El gran logo estampado pareció echársele encima durante su breve visita al laberinto subterráneo de la casa: N-SIGN.
Así era como se hacía llamar Carl Ewart:
N-Sign.
Por supuesto, Ewart no sabría que dicho apelativo se refería a Ensign Charles Ewart, un gigantón escocés que fue uno de los héroes de la batalla de Waterloo y que capturó en solitario el estandarte de los franceses. No, sin duda se le habría ocurrido al pasar por delante o tomar una copa dentro del mugriento establecimiento de la Milla Real que explotaba el nombre de aquel valeroso soldado.
Carl Ewart. Millonario. Y era
disc jockey.
Eso significaba que ponía discos, cabe suponer que en una emisora de radio. ¿Cómo podía alguien hacerse millonario pinchando los discos de otra gente? De pronto Black sintió la necesidad de saberlo. Pero en el artículo también decía que Ewart hacía «remezclas» para otros artistas. Así se autodenominaba la gente que fabricaba aquella basura. Es de suponer que eso significaba que aquellos «artistas» grababan sus creaciones, es decir, sus banales instrumentaciones, y que gente como Ewart reorganizaba el material añadiéndole esos espantosos efectos de sonido y esa espantosa percusión que ahora se oían en todas partes. En el artículo, Ewart pontificaba su obra calificándola de «revolucionaria.» Aquel estruendo machacón y monótono que se había vuelto omnipresente era todavía más desagradable que los guitarrazos chirriantes y sonidos vocales que lo precedieron. Ése, en esencia, era todo el alcance de la revolución de Ewart: tomar algo soez y repugnante y envilecerlo aún más. Y en Miami Beach Albert Black oía aquel estrépito impío en todas partes, desde los patios de los hoteles boutique y los prohibitivos vehículos conducidos por exhibicionistas, hasta el dormitorio de su nieto. Cuando volviera a casa, le preguntaría a Billy por Carl Ewart. Cuando menos, eso podría ayudarle a establecer alguna clase de diálogo con él.
Y Ewart había asistido al funeral del tal Galloway. ¿Con quién había asistido? Con Birrell, el boxeador, y con aquel otro cretino…, ¿cómo se llamaba?… Lawson: el idiota que avergonzó al colegio cuando le detuvieron por hooliganismo. Lawson. Lo sacaron a rastras del estadio de Easter Road con aquel otro bobalicón de nombre tan inapropiado, Martin Gentleman, y luego la policía le exhibió por la pista de atletismo para que lo filmasen las cadenas de televisión de todo el país. El buen nombre del colegio quedó todavía más empañado al aparecer en la prensa. Albert Black había sido testigo del incidente. Por suerte, a esas alturas Lawson ya había abandonado el colegio, pero cuando Black le pidió explicaciones a Gentleman delante de la asamblea escolar, el enorme y simplón joven lanzó unos cuantos insultos desafiantes por la cloaca que tenía por boca antes de marcharse del colegio de una vez por todas para unirse a Lawson en una vida de delincuencia y perversión. ¡Y adiós y hasta nunca!
Lawson y su boca blasfema. Cambió las palabras
«look ever to Jesus, he will follow you through»
por
«look ever to Jesus, he will follow through»
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acompañándolas de ruidos estentóreos que simulaban flatulencias. Aquello se había difundido como un reguero de pólvora, de la clase a la asamblea, obligando a Albert Black, pese a ser bastante purista en materia de salmos, a renunciar a uno de sus himnos favoritos.
Al levantarse con el vigor despreocupado de la juventud la rodilla del maestro de escuela jubilado chasqueó con su acostumbrada señal de advertencia, y volvió a la tienda del News Café, donde hojeó algunas revistas hasta que encontró una llamada
Mixmag.
Dentro había una foto de Ewart, cuyo pelo blanco como la leche empezaba a ralear. Tenía aspecto contemplativo, y sí, también inteligente. Estaba concentrado, pensativo y reflexionando sobre la próxima conferencia de DJs en Miami.
¿Miami?
No podía ser. Pero las coincidencias extrañas existían. Billy, su nieto, era fan de Carl Ewart. A Black aquello le parecía de lo más ridículo. Su nieto, su nieto estadounidense, ¡acólito de un payaso alborotador de una barriada del oeste de Edimburgo! Qué mundo tan extraño. Black comprobó la fecha de la conferencia. ¡Ewart se encontraba en Miami ahora mismo!
Ewart. Aquí.
Black miró hacia el cielo. Seguía despejado y sus viejas carnes hormiguearon con un estremecimiento de anticipación. No se podía descartar la posible intervención de la mano rectora del poder divino. Es más, no parecía haber otra explicación para una coincidencia tan inverosímil. Casi de inmediato, Albert Black decidió asistir a la conferencia y hablar con Carl Ewart para pedirle —para pedirle no, para exigirle— explicaciones por aquellos comentarios insultantes. Seguro que la escuela tenía que haberle proporcionado algo que le hubiera facilitado aquella vida de éxito, por muy degradada que fuera. De repente, Black se sintió desesperado por averiguar dónde y cuándo iba a celebrarse la conferencia. Imaginó que Ewart pronunciaría una alocución, como él mismo había hecho varias veces sobre el tema de la educación religiosa (alocuciones que solían caer sobre oídos sordos y que iban acompañadas de cuchicheos burlones) en la conferencia anual del Instituto de Educación de Escocia.
Tras regresar a su asiento, Black apuró su agua y pagó la cuenta, negándose a dejar propina. ¿Quién dejaría una propina por algo que había proporcionado la munificencia de nuestro Señor?
«Que tenga un buen día», dijo el mozo con un mohín contrariado.
«Le agradezco sus buenos deseos», contestó Black con fría mojigatería, «aunque me habría impresionado más si hubiesen sido sinceros.»
El camarero se estremeció de indignación y estaba a punto de replicar cuando Black le miró a los ojos y añadió en tono amable, casi compasivo: «La lengua bífida del comercio estadounidense no me impresiona, joven.»
Mientras se levantaba, daba media vuelta y se marchaba calle abajo con fría formalidad, el intenso calor le recordó a Black sus tiempos en los Scots Guards. Pensó en el servicio activo que había realizado durante las extenuantes patrullas a pie en las junglas de Malasia, combatiendo a los terroristas comunistas. El universo de un soldado se basaba en el orden y la disciplina. La guerra siempre había sido la salvación espiritual de la clase trabajadora. En aquel escenario podía satisfacerse la necesidad imperiosa de emoción que contagia a todos los jóvenes que viven una existencia vacía, y el
esprit de corps
resultante era capaz de construir naciones. Black pensó en su propio período de servicio en la jungla de Malasia, aunque por desgracia había tenido lugar después de la guerra y quedó hasta cierto punto sin ser probado en comparación con su padre, que regresó de la Segunda Guerra Mundial y el campo de prisioneros japonés fracasado como hombre y como soldado; destrozado, taciturno, con los nervios a flor de piel y dado a la bebida. Había que ver lo mucho que nos hacía falta otra guerra de verdad, una guerra terrestre donde los trabajadores de diferentes naciones pudiesen mirarse mutuamente al blanco de los ojos mientras libraban una lucha a muerte. Ahora, hasta eso era un disparate, pues esa posibilidad había sido destruida por la tecnología fría y satánica de la industria armamentística. Ser achicharrado o incinerado por explosivos o productos químicos lanzados desde una altura determinada por un programa de ordenador, y que un cobarde accionase el resorte de la muerte a muchos kilómetros de distancia, no era una muerte digna de un hombre.
Atravesó la calle para acudir al Centro de Información Turística de Miami Beach, un edificio art déco que se encontraba en el lado de la calle que correspondía a la playa de Ocean Drive. Black se acercó a la empleada, una mujer latinoamericana de mediana edad, y declaró: «Me gustaría asistir a la Winter Music Conference.»
La mujer alzó un centímetro y medio sus pobladas cejas mientras miraba al anciano escocés: «Empieza mañana», confirmó.
«¿Dónde se celebra?»
La mujer entornó los ojos. Entonces algo pareció sosegarla y bajó la voz. «La WMC se celebra en muchos sitios diferentes. Creo que lo mejor será que eche un vistazo a los folletos que se distribuyen por la calle.»
«Gracias por su atención», dijo Albert Black antes de abandonar el edificio sin que le hubieran aclarado nada y cruzar la calle mientras el intenso tráfico pasaba ruidosamente de largo. Pero después de caminar durante un trecho sí vio a un hombre y una mujer jóvenes repartiendo folletos, aunque sólo a los transeúntes de evidente aspecto juvenil. Cuando estaba a punto de armarse de valor para superar su reticencia y abordarles, notó casualmente que algunos folletos habían sido arrojados al suelo sin ningún miramiento. Black recogió uno. Ahí estaba: N-SIGN. Ewart iba a pronunciar su alocución en el Cameo de Washington Avenue. Esa misma noche. A partir de las diez. Albert Black decidió asistir. Extrañamente reconfortado, se dirigió a casa atravesando Miami Beach y recorrió los pocos bloques de vertederos art déco que separaban el océano Atlántico de Biscayne Bay.
«Hoo-laa», volvió a decir el insistente pequeñajo. Y otra vez. Ahora más fuerte. Su pobre madre estaba tan preocupada con el bebé que incluso había renunciado a hacerle caso.
A Helena le daban miedo los niños de esa edad. Le recordaban su reciente aborto. ¿Cómo podían haber sido tan imbéciles? Sólo lo habían hecho una vez, cuando se le agotó la receta, y poco después de tener la regla. Ella pensó que no pasaría nada. Era autoflagelarse y era idiota, pero no podía ver a una criatura sin pensar en el paquete de tejido y líquidos que había expulsado de sus entrañas. En aquello en lo que se habría convertido un instante estúpido y de descuido. Y tendría que decirle a él que se había ocupado de todo y que lo había resuelto. Tenía derecho a saberlo. Él no era creyente y nunca habían hablado de tener hijos. Nunca habían hablado de otra cosa que no fuera pasarlo bien. Y nunca la diversión le había parecido algo tan limitado, tan contraproducente y tan superficial como cuando entró en aquella clínica. Pero debería habérselo dicho a él antes.
Los niños nos convertían en pecadores a todos, pensó, con independencia de si abortábamos, los criábamos o simplemente no les hacíamos caso. Una podía coger un periódico y constatar las pruebas de un mundo hecho polvo que no podía arreglar ni mejorar: el mundo al que una los había traído. Volvió a mirar al niño y sintió lástima por aquel pequeño cabroncete.
En un súbito arranque de sórdida compasión, le sonrió y le cuchicheó: «Algún día vas a estar muy cabreado con la boba de tu mamá por haberte traído aquí, amigo.»
Y todo porque era demasiado estúpida y perezosa para encontrar un puto curro y cuidar de sí misma.