El niño le sonrió ladinamente, como si la comprendiera. Ella decidió que le caía bien. «Hola», dijo un poco más alto antes de preguntarle: «¿Cómo te llamas?», mientras la madre, con sus ojos de cordero degollado, se volvía y miraba a Helena con una expresión de gélida gratitud.
Albert Black ni siquiera estaba cerca de casa cuando volvió a escuchar el aplastante ritmo de aquella música. Estaba por todas partes. Salía del sótano, donde residía, como una especie de cavernícola, el joven que le llamaba abuelo.
Billy.
Albert Black se acordaba de que cuando el muchacho era más pequeño y visitó Escocia, le llevó a los estadios de Easter Road y Tynecastle. Black siempre había ido a ver jugar a los Hibs una semana y a los Hearts la siguiente. Edimburgo era su ciudad de adopción y apoyaba a sus dos clubs, actitud que sabía que extrañaba a muchos en aquellos tiempos tan sectarios y tribales. Sus alumnos se reían de él, tanto los hinchas del equipo granate como los del verde, unidos por el desdén.
¿Pero cómo se podía esperar que hubiera disciplina en las aulas? Destruyeron las oportunidades de empleo e inundaron la barriada de drogas. Eso ya era lo bastante malo de por sí, ¡pero entonces prohibieron el
tawse!
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Black se acordaba de la pulcra y bífida correa de cuero, y del miedo que infundía a muchos de los gamberros más vocingleros. De cómo sus rostros insolentes se sumían en el silencio y enrojecían cuando los llamaba por sus nombres para que salieran, conscientes de que pronto sus manos enrojecerían todavía más bajo sus ardientes latigazos. Aquel utensilio era tan indispensable para la buena docencia como la tiza.
Pero Billy podría informarle de la Winter Music Conference y N-Sign Ewart. Era algo que podían compartir. Bajó los escalones, antes de vacilar ante la puerta del dormitorio de su nieto. Conocía el olor que salía de la habitación. Era marihuana. Comenzó a entrar en el colegio en el preciso momento en que él se jubiló. La fumaban junto al anexo del campo de deportes. ¡Pues aquí no iba a ganar terreno! Black abrió la puerta de un empujón.
«¡Eh…! ¡Abuelo, aquí no puedes entrar!»
Billy estaba tendido en la cama, con uno de esos «cigarrillos de la risa» en la mano. ¡Y aquella jovencita, la mexicana, estaba en cuclillas delante de él, subiendo y bajando la cabeza entre sus piernas! Dejó de inmediato lo que estaba haciendo y se volvió hacia él, sonrojada y con una expresión primaria y animal en la mirada.
«¿Qué cojones…?»
«¡Fuera de aquí!», le gritó Black mientras la señalaba despectivamente con el dedo.
«Eh, un momento», protestó Billy, «¡lárgate tú! ¡Éste es mi espacio, joder! ¡No es la Isla de Skye ni ninguna mierda de ésas!»
Black se mantuvo en sus trece. «¡Cállate!», exclamó fulminando a la chica con la mirada antes de añadir: «¡Y tú sal de aquí!»
La jovencita se puso en pie tambaleándose mientras Billy se subía sus pantalones cortos de lona verde y se abrochaba la cremallera. «Tú no te muevas, Valda. Y tú», dijo volviéndose hacia Black, «¡viejo y asqueroso hijo de puta! ¡Vete a tomar por culo de mi cuarto!»
«¿Yo?…, ¿yo? ¿Asqueroso yo?»
Black experimentó toda la superioridad moral de un soldado indignado, pero vio de repente el rostro de Marion en su único nieto; le habían engañado, ¡Satanás intentaba controlarle! Abandonó su actitud beligerante. Después, cuando sus ojos permanecieron fijos en los de Billy, un recuerdo más oscuro y más vergonzoso le atravesó como un rayo, y dio media vuelta y se marchó de la habitación rezongando: «¡Pienso contárselo a tus padres!»
«¡Que te den por el culo, puto pervertido!»
Black subió las escaleras con el corazón palpitante y abandonó la casa, dolido y avergonzado de que aquel joven, aquel desconocido, se riera de él como un cretino de primer curso. Y qué ridículo debía de parecerles, un anciano con gafas, siempre citando la Biblia y hablando en un idioma extraño y casi incomprensible. Era un hombre fuera de lugar y fuera de época. Siempre lo había sido, pero hubo un tiempo en que eso casi parecía una virtud. ¡Ahora era objeto de ridículo en el nido de pecadores en el que se había convertido su propia familia!
Me equivoqué… ¡Perdóname, Señor!
Vuelve a mí y apiádate; otórgale Tu fuerza a Tu servidor y salva al hijo de Tu sierva.
Y por mi bien haz un milagro. Humillados verán mis enemigos que Tú, Señor, me has ayudado y consolado.
Con la rodilla bloqueada por la rapidez de su marcha, fue cojeando por el camino de entrada hasta llegar a la calle. La temperatura había subido y descubrió que era el único peatón en kilómetros a la redonda según iba recorriendo las exuberantes avenidas rumbo a Miami Beach, y sintiéndose afortunado de poder mezclarse con las multitudes de Lincoln Avenue. Le abrumó pensar en su familia. Su hija, Christine, estaba en Australia. Nunca se había casado. Siempre había compartido pisos con otras mujeres. ¿Qué clase de mujer era? ¿Quiénes eran? ¿Qué clase de padre había sido él?
¿Qué soy yo? Un tirano. Un maltratador. La que les dio todas las cosas buenas, la elegancia, la humildad, fue Marion. Yo lo único que les aporté fue, en el mejor de los casos, mi sombría devoción. ¡No es de extrañar que intentaran alejarse de mí todo lo posible.
Albert Black también lo intentaba. Apenas era consciente de haber vuelto sobre sus pasos hasta regresar a Ocean Drive. Recobrando la compostura, encontró un café, se sentó y volvió a pedir agua. Mientras sorbía el refrescante y balsámico líquido, oyó un acento, una voz patria. Le heló hasta el tuétano.
«¡Mira qué putas tetas!», suelto yo mientras le doy un empujón con el codo a Pelopaja, porque acaba de pasar una jaca que te cagas. «¡A esa puta vieja le daba yo un meneo que no veas, cabrón!»
¿Sabes cuando estás de resaca pero salido, y todas las ideas sórdidas del pedo de anoche siguen dándote vueltas dentro del organismo? Pues así voy yo, pero a tope. Eso sí, ¡tampoco es que me haga falta estar de resaca! Pero anoche en el avión íbamos bolingas y luego nos fuimos directamente de pedo; cócteles y toda la puta pesca, en los bares esos de los hoteles pijos. No hay nada mejor.
«¿Dónde andabas tú cuando la corrección política barría el planeta, Terry?»
«Tirándome a sucias zorras y evitando a putos capullos
Jambos»,
le contesto.
Pelopaja pone los ojos en blanco. «Hay que adaptarse a los tiempos, Terry. Deja de librar viejas batallas del pasado», dice con una sonrisa.
«Sí, ya.»
Joder, aquí hay chochitos por todas partes; es como si en la puerta de todos y cada uno de los garitos pijos de Ocean Drive hubiera tías buenas, todas echándote el ojo y pidiendo que entres en su cueva de perdición. Claro que a Pelopaja le importa un carajo. Él tiene a Helena, su piba, o debería decir su prometida, que llega de Australia por la mañana. Para mí sería un aliciente más para intentar metérsela hasta las pelotas a alguna zorrilla esta noche antes de atar el nudo nupcial, porque después pasará mucho tiempo hasta que vuelva a ver otro coño. ¡Yo ahí no me veo! Yo soy más tipo George Clooney: un playboy gallardo con un fino aire de sofisticación urbana al que le gusta prodigarse un poco. En fin, hay que hacerlo, ¿no? Es la sal de la vida. «Para un momento, Carl», le digo a Pelopaja, «a ésta se le cae la baba», digo al ver a una monada luciendo una gran sonrisa y enseñándome un menú laminado.
«Terry», dice Pelopaja, «está currando. Trabajo emocional. No quiere decir que le moles. No deberías personalizar esas cosas.»
«Eso ya lo sé, Ewart, pero en la mirada de esa pequeña hay algo que sí es personal», le explico. En materia de chochitos a mí no me da lecciones nadie; me las sé todas. Así que me acerco a ella a toda máquina. «Hoy ya he papeao bastante», le digo, «y la verdad es que me estoy poniendo un poco fondón y tal», digo dándome una palmadita en la barriga… Pues sí, estamos volviendo a echar un poco de tripa, pero a ella eso no le interesa; de lo que quiere oír hablar es de lo que quieren oír hablar todas las tías buenas: de sí mismas. «Eso sí, los yanquis tenéis un saque tremendo», le digo. «Pero tú no, tienes un tipo estupendo.»
Voy y me preparo por si hay algún indicio de mosqueo, pero ella se lleva la mano al pelo. «Jo, gracias…, ¿de dónde es usted?»
En mi reglamento eso quiere decir que empieza el partido. «Edimburgo, Escocia. Hemos venido por el WMC, y tal», le suelto. A ésta me la cepillo: hasta las pelotas y hasta dejarla en carne viva. Me vuelvo hacia Pelopaja. «Vamos a tomarnos una aquí, cabrón.»
«Tengo que volver al hotel», me dice, sacudiendo la cabeza con careto de seriedad.
Gilipollas. Cuando está de ese humor a este cabrón no se le puede decir nada, y vale, el viaje lo ha pagado él, así que me vuelvo hacia la chica y pongo carita triste. «Oye, muñeca, tengo que ocuparme de aquí mi cliente. Es lo que tiene ser mánager de la industria del entretenimiento. Nosotros trabajamos cuando los demás estáis de marcha. Pero», añado, asomándome a las profundidades de sus ojitos negros, «también sabemos compensar. ¿A qué hora terminas esta noche? Me gustaría llevarte a tomar una copita.»
Me echa una de esas miradas dudosas y comedidas. «No sé, es que tengo novio…»
«¡Eh! No te preocupes por el rollo novio», le suelto. «Tú hablas guiri. Sólo voy a estar en la ciudad unos días por lo de la conferencia de DJs.»
«¿De verdad estás metido en el negocio de la música dance?»
«Ya lo creo. Algunos de los nombres más grandes del ramo los llevo yo. Y esta noche tú estás en la lista de VIPs del Cameo», le digo, antes de añadir: «Seguro que eres actriz. El físico lo tienes.»
«¡Jo, gracias! Estoy intentando entrar en el mundo de la moda, pero también me gustaría estudiar interpretación.»
«¡Lo sabía! Será ese sexto sentido que acabas desarrollando en este negocio, pero es que me dabas esa vibración. En fin, allí habrá un montón de peña de la industria del cine; si lo sabré yo, que tengo los contactos. Pégate a mí y se te abrirán todas las puertas. Garantizado. Kathryn Joyner es amiga mía», le digo. Me está echando una mirada calculadora cuando de repente me vuelvo hacia Ewart y le suelto: «Éste es N-Sign, el DJ. ¿Lo conoces?»
«Guau, ¿de verdad eres N-Sign?»
Para los dos es una grata sorpresa que la piba le conozca. «Sí», dice Ewart, todo avergonzado, sin saber dónde meterse, como una nenaza.
Nunca pensé que llegaría el día en que Juice Terry recurriría a la reputación de Pelopaja para poder mojar. «¡Sí! ¡Yo soy su mánager! Me llamo Terry, Juice Terry. N-Sign Ewart», digo señalando a Pelopaja. «La pondremos en la lista, ¿eh, Carl?»
Ewart asiente y sonríe.
«Guay. Yo me llamo Brandi…»
«Qué nombre más guapo», suelto yo mientras pienso que si la madre de ésta no fue
stripper,
yo me voy a la tribuna Este de Easter Road vestido con un top
Jambo
con medias y liguero y le doy un beso a la puta insignia y todo, ¡coño!
En ese momento veo que se proyecta una puta sombra enorme y cuando levanto la vista veo a un pedazo de maricón esculpido a base de esteroides y años de tediosa abnegación en el gimnasio. Da unas zancadas que parece el puto Clint Eastwood.
«¿Algún problema, Brandi?»
«No, Gustave, no pasa nada…», le dice al tío mientras yo casi me meo de la risa y el pibón de Brandi se vuelve de nuevo hacia mí. «Vale, esta noche sería estupendo. ¿Te veo aquí fuera a las diez?»
«Cuando den las diez aquí estaré», digo mirando al cara de almorrana de Gustave con una sonrisita malvada. «Tú también puedes venir…, cariño.»
Gustave hace un mohín de niña grande, pero no da otro paso al frente, porque como lo haga le voy a patear las pelotas con un cuarenta y cuatro hasta cansarme. Eso sí, con todos los esteroides que se mete, no quedará gran cosa donde apuntar así que a lo mejor me veo obligado a sacudirle un cabezazo. Así que le sostengo la mirada hasta que los ojos se le ponen llorosos y se va a tomar por culo, antes de confirmar mi cita con Brandi y marcharme en compañía de Carl. «A la Brandi esta me la tiro. Como lo oyes.»
Pelopaja me mira y me suelta: «Tengo que reconocer, Terry, que no tienes la menor vergüenza. Entras a saco y a veces te llevas el balón.»
«Hay que hacerlo, tío», le digo. «Es la sal de la vida.»
«¡Pero Brandi, Lawson! Joder, desde luego lo tuyo es nivel Hibs. Ya te vale, mánager de la industria del entretenimiento. Me muero de ganas de ver la cara que pone cuando descubra que no eres más que un buhonero vagabundo que rueda pelis guarras con fetos.»
«Cierra el pico, puto caracoño
Yam.
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Yo ya estaría cobrando la pensión antes de que tú le entraras a saco a una.»
«No me interesan las demás mujeres», me suelta en tono arrogante.
«Ya, vale, pues no esperes que te ponga ninguna medalla en el pecho», le digo al cabrón. Algunos capullos altaneros olvidan la regla dorada: una polla tiesa no tiene conciencia.
Albert Black, que había presenciado la escena a su pesar desde su asiento en una mesa adyacente, se identificó con la rabia y la perplejidad del portero. Se había sentido inducido a bajarse el panamá sobre los ojos cuando Carl Ewart, avergonzado ante el zafio comportamiento de Lawson, echó una mirada a su alrededor.
¿Por qué seguía siendo amigo de aquel necio alguien famoso y con éxito como Ewart?
Tras saldar apresuradamente la cuenta, Black siguió sigilosamente a Lawson y a Ewart entre la multitud, hasta que llegaron a una boutique de aspecto elegante que estaba un par de manzanas más allá, en Ocean Drive. Mientras desaparecían dentro del vestíbulo, el maestro jubilado experimentó un acceso de euforia, una estrafalaria sensación de estar haciendo lo correcto. Intentó decirse a sí mismo que lamentablemente estaba siguiendo la pista de dos zascandiles de su vieja escuela: el agitador insatisfecho y el matón promiscuo. Pero aun así la carga de emoción no le abandonaba.
Lawson no tenía arreglo, no tenía nada que ofrecer a nadie más que problemas. Pero Ewart…, ¿qué papel había desempeñado en su evolución el colegio, el sistema educativo escocés?
Albert Black decidió que tenía que encararse con Carl Ewart y pedirle cuentas por las declaraciones que había hecho a aquella porquería de revistas musicales.
¡Declaraciones que influían sobre la gente joven que las leía!
Black estaba trazando un paralelismo entre un aula de instituto de segunda enseñanza del oeste de Edimburgo, hacía casi treinta años, y una joven hispana haciéndole una felación a su único nieto en Miami Beach.