«Si encontrara a un hombre adecuado y sentara la cabeza…»
«¡Es lesbiana, papá! ¡Abre los ojos!»
William se marchó sacudiendo la cabeza y dejando a su estupefacto padre reflexionar sobre sus palabras y sufrir mientras el sol se ponía tras los lejanos rascacielos del centro de Miami.
Christine…
A esto le siguió un intervalo prolongado durante el que Black se limitó a permanecer en el sitio aguantando el dolor de su rodilla mientras contemplaba la bahía. Después oyó cómo una voz conciliadora decía a sus espaldas: «Entra y come algo, abuelo.»
Se volvió y vio a Billy en el marco de la puerta que daba al jardín. Llevaba puesto el panamá que había estado utilizando Black. Se dio cuenta de que el que le habían dado no pertenecía a su hijo, sino a su nieto.
«Preferiría no hacerlo», respondió Black con desdén, dolorosamente consciente de una regresión poco edificante hacia la infancia, pero incapaz de atravesar el velo de mezquindad que le envolvía.
«Estoy seguro de que ahí dentro en alguna parte hay un cómico, pero cuando quieres, eres un gilipollas de mucho cuidado», dijo Billy.
La rabia se fue apoderando de Black, que se acercó con ademán amenazador al joven, deteniéndose sólo cuando William salió al porche y se interpuso entre los dos.
«Jamás levantes la mano contra mi hijo, papá. No lo toleraré.»
Humillado hasta lo indecible por aquella declaración, Albert Black apartó a dos generaciones de su descendencia y se fue a su habitación.
Mecagüenlaputa, no podía creérmelo cuando vi a la piba
septic
de Brandi esperándome en el Cleveland. Me había hecho una buena paja antes de salir; tengo que hacerlo porque a veces me pongo demasiado pulpo y acabo quedando como un capullo con la tía; de nada sirve espantar a los chochitos antes de firmar el trato, sellarlo y hacer la entrega. Ahora, eso sí, cuando vi esas patorras en esa falda plisada, noté cómo el viejo depósito de leche se llenaba a tope otra vez. Joder: más vale salvaje que sumisa, es lo que siempre digo yo.
Así que nos acomodamos, pedimos un cóctel y nos ponemos a charlar. La raja sin parar, y son todo chorradas insoportables sobre curros mierderos como modelo, promociones de toda clase de perfumes baratos en centros comerciales y tal, pero la vida me ha enseñado que si luego quieres correr las cortinillas de carne esas, tienes que darle a los chochitos un poco de tiempo en antena y hacer como que te interesan sus obsesiones (ellas). Eso es: hay que comerse unos cuantos directos de nena para poder asestar un crochet asesino.
Así que al cabo de un rato le propongo ir hasta el club dando un paseíto; así lo hacemos, pero el primer cabrón que vemos es el grandullón, el tal Lucas.
«¡Juice T, tronco!», me grita, dándome la gran bienvenida. Un tío legal, el Lucas este. A mí me importa un carajo el color de piel de la peña; lo que cuenta es si sacan la cartera o no, y el cabrón este no se cortó un pelo en lo tocante a irnos para la barra. La piba también se ha quedado muy impresionada, se nota. Lucas debe de estar cotizado en el mundillo del hip-hop; eso sí, a mí toda la mierda esa me suena igual.
Pero me gusta el mote este de Juice T, ¿eh? A eso es a lo que va a tener que acostumbrarse la peña del Gauntlet, del Busy y del Silver Wing. ¡Mecagüen, con este pelo rizado, este pollón y mi sentido natural del ritmo, soy más negro que cualquier capullo de color de esta puta ciudad!
Cuando Lucas choca los cinco en alto y le da a Brandi un beso caballeroso en la mejilla antes de pirarse, ella va y suelta: «¡Guau! ¿De verdad era ese Lucas P?»
«Claro que sí. Es un tío estupendo, uno de mis mejores colegas.»
Brandi me mira como si acabase de tocarle el gordo. Así es, pero no de la forma que ella se cree. Mientras avistamos las luces del Cameo, se vuelve hacia mí y dice: «¿Te apetece meterte un X?»
Por un instante me pregunto de qué va antes de darme cuenta de que seguramente se refiere a éxtasis. «¿No llevarás algo de farlopa?», le pregunto. «Con lo otro me convierto en un mariconazo sobón. Eso sí, me gusta ver a las tías puestas de éxtasis.»
«No, pero éstos son estupendos. Podemos pillar algo de coca más tarde.»
Así que pensé: al carajo, me la meteré, y me echo al coleto la pastilla que me pasa. No quiero ser un aguafiestas, y menos cuando hay chochitos con ganas de marcha de por medio. Además, nadie de aquí va a entrar en el Busy Bee, el Gauntlet o el Silver Wing y a decir: «¡Eh, Lawson, te vi hasta el culo de éxtasis en Miami Beach y haciendo el mamón en lugar de meterte rayas con los muchachos!»
Pero cuando estés en Roma, ya sabes. Yo es que soy así: ¡cosmopolita que te cagas, cabrón! En lugar de ir directamente hacia la pista de baile, nos encaminamos a un sitio guay que se llama el Club Deuce de Mac a tomar una cerveza, sólo para esperar un poco y dejar que nos suban las pastillas. Antes de media hora, voy puestísimo. En fin, cabrones, yo estoy acostumbrado a éxtasis que te puedes comer toda la noche como si fueran caramelos y seguir odiando a toda la peña que hay en el local mientras la música de mierda esa te sigue tocando los huevos. Y a una coca de la que puedes meterte un par de gramos y todavía zamparte un
fish ‘n’ chips
de camino a casa y echar la mejor cabezadita de tu puta vida. Así que voy pensando: si las pastillas son así, ¡cómo estará la puta farlopa, coño!
Un par de horas más tarde, mientras salía sigilosamente de su habitación, Albert Black fue interceptado por William y Darcy cuando llegaba a la puerta con intención de marcharse sin que nadie se diera cuenta.
«¿Adónde vas a estas horas, papá?»
«Fuera», dijo Black. Se sentía como un adolescente resentido. Estaban muy cerca de él, ocupando con sus cuerpos el estrecho espacio entre el pilar de mármol y la puerta.
«Pero si no has comido nada», dijo Darcy con incredulidad y los ojos como platos, lo que pareció quitarle una década de golpe.
«Estoy perfectamente, sólo voy a dar un paseo.» Black notó que sus rasgos se contraían hasta llegar a un punto de insulto concentrado.
William avanzó lentamente, con expresión afligida y de niño, lo que recordó a Albert Black la vez que su hijo pequeño pisó una medusa en aquella lúgubre playa de guijarros cerca de Thurso. Fue a tocar el hombro de su enfurruñado padre, pero se echó atrás.
«Papá…, sé que antes he perdido los estribos, y a lo mejor he estado un poco…, en fin, sé que las cosas eran distintas cuando tú eras joven…»
¡Sí, y es una pena!
«… y que sólo querías lo mejor…»
«Por favor», dijo Albert Black mientras sacudía lacónicamente la cabeza, «creo que ya se ha dicho más que suficiente. Volveré luego», dijo, mirando a su hijo y a su nuera mientras se tragaba su orgullo una vez más. «Los dos habéis sido muy amables. Las cosas no han sido fáciles para mí… sin tu madre.»
«Pero nos tienes a nosotros, papá», protestó William con voz débil.
Black forzó una sonrisa amable y farfulló algo en tono de agradecimiento antes de marcharse.
No ha sido fácil.
Pero ¿por qué iba a serlo?, pensó. Estaba en el trecho final de su vida y estaba solo. Nadie, ni siquiera en la Biblia, te decía que iba a ser así de duro y de aterrador llegar al fin de tu existencia mortal y tratar de verle el sentido a todo. Dios nunca te había informado de que todo terminara tan rápidamente o que tus sueños se convirtieran en polvo mucho antes que tu cuerpo. La obra de toda su vida ¿acaso no significaba nada?
Bajó por Alton, rumbo al este por Lincoln, abriéndose camino hacia el mar. Ahora Albert Black sentía que estaba en una isla, en una isla desierta llena de gente para la que él era invisible. Estaba cayendo la noche, como entre un aroma a almizcle, y espesándose a su alrededor como una humareda. Mientras continuaba rumbo al club nocturno, las tiendas seguían abiertas y en Lincoln seguía habiendo mucho bullicio. Los exhibicionistas urbanos, los actores callejeros, los patinadores y los vagabundos, se pavoneaban, surfeaban y despotricaban para entretener o irritar a los demás. Los chicos fanfarroneaban, las chicas soltaban risitas tontas, las parejas se reían, y la gente entraba y salía de las tiendas.
Ya en Washington, el neón rojo del Cameo emitía su parpadeante invitación, y en torno a la manzana empezaba a formarse una cola de jóvenes. El nombre le recordaba un cine situado en el distrito de Tollcross, en Edimburgo. Él consideraba que el cine era un medio tortuoso y corruptor, pero en ocasiones había transigido y había aceptado acompañar a Marion a ver películas, pues sabía lo mucho que le gustaban. Siempre le había impresionado demasiado el trabajo de William. Trató de pensar en la última película con la que de verdad había disfrutado: seguramente
Carros de fuego.
Miró hacia delante y allí estaba, en letras negras sobre fondo luminoso: N-SIGN. Black avanzó hacia la puerta, reacio a esperar en la cola formada por los chavales, que miraban al viejo maestro de escuela escocés con una mezcla de cautela y fascinación.
«Sin entrada no hay nada que hacer», le dijo un portero fornido en respuesta a su pregunta sobre la posibilidad de entrar. «¿Figura en alguna lista de invitados?»
«No…, pero conozco a Carl Ewart», le informó Black. «N-Sign. Dígale por favor que ponga en la lista de invitados al señor Black, el de la vieja escuela.»
El portero miró con gesto dubitativo a aquel vejete. Quizá fuera la edad, o su extraño acento, sus rectos modales y su porte autoritario, pero Black tenía algo que hizo que el portero se sintiera obligado a intentar al menos interceder. Sacó el teléfono móvil y marcó un número.
El taxi que Helena había cogido en el Aeropuerto Internacional de Miami iba atravesando una autopista de hormigón que se alzaba sobre la ciudad, y que llevaba por encima de la zona del centro hasta el paso elevado McArthur, con destino a Miami Beach. Las ventanillas estaban cerradas y soplaba el aire fresco del sistema de aire acondicionado.
«¿Ha venido por lo del WMC?», le preguntó el taxista. Llevaba las gafas de sol reflectantes de un policía psicópata o de un asesino.
«Sí, más o menos.»
«Toca divertirse», comentó él con una sonrisa y mostrando una hilera de dientes torcidos. Desde el asiento de atrás, Helena podía ver reflejado su propio rostro, demacrado y fatigado, en el espejo. Entonces el taxista adoptó un tono de voz sórdido y añadió: «Si necesita algo, hágamelo saber. Le daré una tarjeta.»
«Gracias», se oyó a sí misma Helena contestar remilgadamente.
«Me refiero a una carrera, un taxi o algo así», dijo el conductor en tono más cauteloso, mientras ella buscaba con la mirada la placa que contenía el número al que había que llamar para presentar quejas.
Soy demasiado convencional para Carl Ewart, pensó. Él le habría puesto a dar vueltas por la ciudad hasta llegar a algún gueto para pillar drogas o le habría mandado ir a un circuito de coches de carrera. Se preguntó cuál era el gran vínculo que les unía. ¿Se trataba simplemente de que los dos habían perdido a su padre más o menos al mismo tiempo? ¿Acaso no existía algo más que eso? Seguro que sí. No conseguía pensar con claridad.
Pararon delante de la puerta del hotel; Helena le dio al taxista dos billetes de veinte y le dejó una buena propina. «Acuérdate de mi tarjeta», dijo él con una sonrisa.
«Claro.»
Pues va a ser que no, colega.
Normalmente Helena se habría sentido encantada de que no se abalanzase sobre ella ningún botones impertinente y ávido de propinas, como solía ser habitual en los Estados Unidos, pero con lo fatigada que estaba por el largo viaje, un poco de ayuda le habría venido bien. Arrastró la maleta por el breve tramo de escaleras hasta pasar al vestíbulo fresco y tranquilo, donde un recepcionista amanerado la recibió antes de entregarle la llave de la habitación.
Carl Ewart estaba de charla con Lester Woods, un periodista de música dance local, ante una mesa de luces tenues en una esquina del salón VIP. Escrutaba las inquietas filas de los entendidos que iban entrando y de los gorrones habituales en busca de indicios de Terry, antes de recordar que había quedado con la chica del restaurante. Vio a Max Mortensen, uno de los promotores, aproximarse hacia él.
«Eh, Carl. Hay un tío que quiere entrar. Dice que te conoce. Un tal señor Black de la vieja escuela.»
En los labios de Carl apareció una sonrisa maliciosa.
Será Terry haciendo una de las suyas.
Solían reírse a menudo de Blackie, el despótico maestro del instituto, profesor de religión y sociales. Carl se acordó de la palabra
housemaster,
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que el instituto de segunda enseñanza de la barriada había tomado ridículamente prestada del sistema de la escuela privada inglesa.
«Es un personaje muy importante», dijo Carl con una sonrisa, «y ejerció sobre mí una influencia enorme. Te agradeceré que te asegures de que él y cualquier persona que le acompañe reciban un trato completamente VIP.»
«Hecho», dijo Max, guiñando un ojo y encendiendo su móvil.
Lester encendió un habano y le ofreció otro a Carl, que lo rehusó. No las tenía todas consigo acerca de Lester, pero su sonrisa insinuaba que era un vicioso. Con los periodistas musicales nunca se sabía. Muchos eran crápulas de tapadillo que intentaban cumplir con los trámites laborales antes de desmelenarse, pero otros eran unos integrados totales que se lo montaban de guays y enrollados a pesar de que sin duda habrían sido más felices trabajando en el departamento de relaciones públicas de una multinacional. Decidió jugársela e ir al grano.
«¿Hay algún fármaco por ahí?»
El encanto corruptor de la sonrisa de Lester habría hecho que una soccer
mom
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cristiana se pusiera a cometer actos impuros durante noventa minutos.
«¡Vaya una pregunta! ¿Qué te apetece?»
«Unas pastillas y un par de gramos de blanca, eh, farlopa», dijo Carl con gratitud.
Ahora estoy seguro.
«Done and dusted»,
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dijo Lester, antes de preguntar con gesto pensativo: «¿Es una expresión británica?»
«Parece genérica», reflexionó Carl, poniéndola a prueba con un acento cockney y añadiéndole un «colega» al final, y después con acento de Glasgow seguido por un «machote» antes de concluir: «Puede que sí.»
Lester se inclinó hacia delante en el asiento. «Y yo tengo un regalito de bienvenida a Florida para ti.»