Giulio y Maria tienen un piso muy bonito, cuyo elemento más impresionante es, a mi modo de ver, la pared que Maria llenó de tacos furibundos (escritos con un grueso rotulador negro) un día en que estaban discutiendo, pero «él grita más alto que yo» y así consiguió meter baza.
Maria es una mujer muy sensual y este apasionado arrebato a base de grafitis es prueba de ello. Curiosamente, sin embargo, Giulio considera la pared pintarrajeada como un claro síntoma de la represión de Maria, porque los insultos que le dedicaba estaban en italiano, y el italiano es su segundo idioma, un idioma que la obliga a pensar durante unos segundos antes de elegir cada palabra. Decía que, si Maria se hubiese dejado llevar por la furia de verdad —cosa que, según él, no hace jamás, como buena anglosajona protestante que es—, habría llenado la pared de garabatos en su inglés nativo. Dice que todos los estadounidenses son así: unos reprimidos. De ahí que sean peligrosos y hasta mortíferos cuando por fin pierden los papeles.
—Un pueblo salvaje —diagnostica Giulio.
Lo que me encanta es que esta conversación la tenemos mientras cenamos tranquilamente, contemplando la susodicha pared.
—¿Más vino, cielo? —le pregunta Maria.
Pero de los italianos que voy conociendo el más reciente es, por supuesto, Luca Spaghetti. Por cierto, en Italia también se considera gracioso llamarse Spaghetti de apellido. Y gracias a Luca por fin me pongo a la altura de mi amigo Brian, que tenía de vecino a un nativo americano llamado Dennis Ha-Ha y se pasaba la vida fardando de amigo con nombre molón. Al fin puedo competir en ese terreno.
Además, Luca habla inglés perfectamente y tiene buen saque (en italiano
una buona forchetta
, un buen tenedor), así que es un acompañante perfecto para una comilona como yo. A menudo me llama a media mañana y me dice:
—Oye, que estoy en tu barrio. ¿Tienes unos minutos para tomar un café? ¿O una fuente de rabo de buey?
Pasamos un montón de tiempo metidos en las tascas diminutas de la parte antigua de Roma. Nos gustan esos restaurantes iluminados con tubos de neón y sin cartel fuera. Con hules de cuadros en las mesas.
Limoncello
casero. Tinto de la casa. Raciones descomunales de pasta y camareros a los que Luca llama «pequeños Julios Césares», lugareños altivos, machacones, con pelo en el dorso de la mano y un tupé repeinado.
Estando en uno de esos bares, le dije a Luca:
—Me da la sensación de que estos tipos se consideran primero romanos, después italianos y, por último, europeos.
Luca me corrigió, diciéndome:
—No. Son primero romanos, después romanos y, por último, romanos. Y todos y cada uno de ellos se considera a sí mismo un emperador.
Luca es asesor fiscal. Un asesor fiscal
italiano
, lo que significa que es, en sus propias palabras, «un artista», porque los códigos tributarios italianos contienen varios centenares de leyes y todas ellas se contradicen. De modo que hacer una declaración de Hacienda aquí requiere una capacidad de improvisación como la de un músico de jazz. El caso es que a mí me hace gracia que sea asesor fiscal, porque me parece un trabajo muy serio para un tipo tan alegre. A él, por su parte, le hace gracia que yo tenga ese otro lado —el del yoga— que nunca se me ve. Es incapaz de entender que yo quiera ir a India —a un sitio tan absurdo como un ashram—, cuando podría quedarme el año entero en Italia, que es donde debería estar. Al verme chupándome los dedos después de haber rebañado la salsa del plato con un trozo de pan, me dice: «¿Y qué piensas
comer
en India?». Otras veces me llama Gandhi con bastante ironía, sobre todo cuando me ve descorchar la segunda botella de vino.
Luca ha viajado lo suyo aunque asegura que jamás se le ocurriría irse de Roma, donde tiene a su madre. En eso es el típico hombre italiano. ¿Qué iba a decir si no? Pero no sólo se queda por lo de la
mamma
. Tiene treinta y pocos años y lleva con la misma novia desde que era pequeño (la guapa Giuliana, a quien Luca describe con acierto y ternura como
acqua e sapone
, es decir, tan sencilla como el agua y el jabón). Sus amigos son los mismos desde que era pequeño y todos son del mismo barrio. Los domingos siempre ven el fútbol juntos —en el estadio o en un bar (si el equipo romano juega fuera de casa)— y después cada uno se va a casa de sus padres a darse el atracón dominical con lo que han preparado sus respectivas madres y abuelas.
Si yo fuese Luca Spaghetti, yo tampoco me iría de Roma.
A todas éstas, Luca ha estado un par de veces en Estados Unidos y le gusta. Nueva York le parece fascinante, aunque opina que los neoyorquinos trabajan demasiado, por muy contentos que parezcan. A los romanos, en cambio, les horroriza trabajar. Lo que a Luca Spaghetti no le gusta es la comida americana, que, según él, puede describirse con una sola palabra: «telepizza».
Fue Luca el que intentó convencerme de que probase mollejas de cordero lechal. Es una especialidad romana. Lo cierto es que Roma es una ciudad bastante tosca, donde son célebres ciertos guisos tradicionales, como la entraña y la lengua; es decir, las partes del animal que los ricos del norte tiran a la basura. Las mollejas de cordero sabían bien siempre que no me parase a pensar en lo que eran. Tenían una salsa espesa y sabrosa que sabía a mantequilla y estaba muy rica, pero los intestinos tenían una textura... pues eso...,
intestinal
. Como la del hígado, pero más líquida. La cosa iba bien hasta que me dio por pensar en cómo describiría ese guiso, y pensé:
Pues no se nota que son intestinos. Tienen más pinta de gusanos
. Y ahí fue cuando aparté el plato y pedí una ensalada.
—¿No te gusta? —me preguntó Luca, que lo considera un manjar.
—Seguro que Gandhi no comió mollejas de cordero jamás —le dije.
—Puede que sí.
—Es imposible, Luca. Gandhi era vegetariano.
—Pero esto pueden comerlo los vegetarianos —insistió él—. Porque las mollejas no son carne, Liz. Son pura mierda.
A veces me planteo qué demonios hago aquí. Lo admito.
Aunque he venido a Italia a experimentar el placer, la idea me dio un cierto pánico durante las primeras semanas que pasé aquí. Francamente, el placer en estado puro no es mi arquetipo cultural. A lo largo de muchas generaciones, lo que más se ha valorado en mi familia es la seriedad. Los antepasados de mi madre eran inmigrantes suecos, unos granjeros dispuestos a luchar contra el placer a patadas y, a juzgar por las fotos, capaces de aniquilarlo con sus botas claveteadas. (Mi tío los llamaba «los bueyes».) Los ancestros de mi padre eran puritanos ingleses, gente relajada y juerguista donde la haya. Mirando el árbol genealógico de mi padre, que se remonta hasta el siglo XVII, aparecen ancestros puritanos con nombres como Diligencia y Docilidad.
Mis padres tienen una pequeña granja en la que nos criamos mi hermana y yo, que sabemos hacer las labores propias del campo. Nos enseñaron a ser formales, responsables, las mejores de la clase y las cuidadoras de niños más organizadas y eficaces de la ciudad; es decir, dos réplicas en miniatura de nuestra laboriosa madre —enfermera y granjera—, dos navajas suizas nacidas para la multifuncionalidad. He vivido muy buenos momentos con mi familia, me he reído mucho con ellos, pero teníamos las paredes empapeladas de listas de cosas pendientes y no he visto ocioso a ninguno de mis parientes jamás en la vida.
Lo que es verdad es que los estadounidenses son incapaces de disfrutar del placer por las buenas. Estados Unidos valora el entretenimiento, pero eso no implica que valore el placer. Los americanos dedican miles de millones de dólares a la industria del entretenimiento, que incluye desde el cine porno hasta los parques temáticos, pasando por la mismísima guerra, pero eso no es exactamente lo mismo que el disfrute silencioso. Los estadounidenses trabajan más y mejor que nadie e invierten en ello más horas estresantes que ningún otro país actual. Pero, como señala Luca Spaghetti, todo indica que lo hacemos porque nos gusta. Unas estadísticas alarmantes indican que muchos norteamericanos están más contentos y se sienten más realizados en la oficina que en casa. Obviamente, todos acabamos trabajando demasiado y nos quemamos y no nos queda otra que pasarnos el fin de semana entero en pijama, comiendo cereales directamente de la caja y viendo la tele en estado levemente comatoso (que es lo contrario de trabajar, sí, pero no es exactamente lo mismo que el placer). La verdad es que los estadounidenses no saben estar sin hacer nada. Por eso existe ese estereotipo americano tan triste: el del ejecutivo estresado que se va de vacaciones, pero no consigue relajarse.
Una vez pregunté a Luca Spaghetti si los italianos que se van de vacaciones tienen el mismo problema.
—¡Qué va! —me dijo—. Nosotros somos los maestros del
bel far niente
.
Ésta es una expresión estupenda.
Bel far niente
significa «la belleza de no hacer nada». Ahora bien, el pueblo italiano ha sido un pueblo trabajador, sobre todo esos sufridos obreros llamados
braccianti
(porque sólo contaban con la fuerza bruta de sus brazos —
braccia
— para salir adelante en la vida). Pero, incluso con ese hacendoso telón de fondo, el
bel far niente
es el ideal de todo italiano que se precie. La belleza de no hacer nada es la meta de todo tu trabajo, el logro final por el que más te felicitan. Cuanto más exquisita y placenteramente domines el arte de no hacer nada, más alto habrás llegado en la vida. Y no necesariamente tienes que ser rico para experimentarlo, además. Hay otra expresión italiana maravillosa:
l’arte d'arrangiarsi
, el arte de sacar algo de la nada. La capacidad de convertir un puñado de ingredientes sencillos en un banquete o un puñado de amigos selectos en un fiestón. Para hacer esto lo importante no es ser rico, sino tener el talento de saber ser feliz.
En mi caso, sin embargo, el gran obstáculo que me impedía disfrutar plenamente del placer era el profundo sentido de culpa que tenía por mi educación puritana. ¿Realmente me merezco este placer? Eso también es muy americano: no tener claro que nos hemos ganado el derecho a la felicidad. Una de las consignas de la publicidad estadounidense consiste en decir al consumidor indeciso que «Sí, que tú te mereces darte esta alegría tan especial. ¡Esta cerveza Bud es para ti! ¡Hoy te has ganado un descanso! ¡Porque tú lo vales! ¡Has trabajado mucho, tío!». Y el consumidor indeciso va y dice:
¡Sí! ¡Gracias! ¡Voy a comprarme seis latas de cerveza, maldita sea! ¡Y hasta puede que me compre doce!
Y entonces se coge el consiguiente colocón. Seguido del típico remordimiento. Seguro que estas campañas de publicidad no funcionarían igual de bien en Italia, donde la gente ya sabe que tiene derecho a pasarlo bien en la vida. Si a un italiano se le dice eso de «Hoy te mereces un descanso», probablemente te conteste:
¿Sí? ¡No me digas! Pues voy a tomarme ese descanso al mediodía y así puedo ir a tu casa a acostarme con tu mujer.
Por eso, cuando dije a mis amigos italianos que había ido a su país para disfrutar de cuatro meses de puro placer, la idea no les pareció nada rara.
Complimenti! Vai avanti!
Enhorabuena, como dirían ellos. Adelante. Date el placer. Tú misma. Ni uno solo me dijo: «Hay que ver lo irresponsable que eres» o «Qué lujo tan egoísta». Pero, aunque los italianos me han dado permiso para disfrutar a tope, no acabo de conseguirlo. Durante las primeras semanas que pasé en Italia mi cerebro protestante hacía sinapsis sin parar, ávido de encontrar una labor provechosa. Quería abordar el placer como los
deberes del cole
o como un gigantesco proyecto científico. Me hacía preguntas del tipo: «¿Qué se hace para maximizar el placer más eficazmente?». Llegué a plantearme pasar todo el tiempo que estuviera en Italia metida en la biblioteca, haciendo un estudio sobre la historia del placer. O entrevistar a una serie de italianos que hubieran experimentado mucho placer en su vida y preguntarles qué habían sentido y escribir un reportaje sobre ese tema. (¿A doble espacio y con márgenes de tres centímetros tal vez? ¿Para entregarlo el lunes por la mañana a primera hora?)
Al ver que la única pregunta que se me ocurría era «¿Cómo definiría yo el placer?» y teniendo en cuenta que estaba en uno de los pocos países cuyos habitantes me iban a dejar explorar ese tema tranquilamente, todo cambió. Todo se volvió... delicioso. Lo único que tenía que hacer era preguntarme a mí misma todos los días por primera vez en mi vida: «¿A ti qué te gustaría hacer hoy, Liz? ¿Qué sería un placer para ti en este momento?». Sin tener que amoldarme a los horarios de nadie y no teniendo ninguna obligación propia, esta pregunta se había destilado hasta convertirse en algo absolutamente unipersonal.
Una vez que me di a mí misma permiso plenipotenciario para disfrutar de mi experiencia, fue interesante descubrir lo que no quería hacer en Italia. Como es un país donde el placer se manifiesta por doquier, me iba a faltar tiempo para catarlo todo. Hay que decidir en cuál de los placeres se va a basar la tesis doctoral, por así decirlo, para no abrumarse. Teniendo esto en cuenta, me salté la moda, la ópera, el cine, los coches de lujo y el esquí alpino. Ni siquiera me empeñé en ver mucho arte. Me da un poco de vergüenza reconocerlo, pero no fui a un solo museo durante los cuatro meses que pasé en Italia. (Uf, un momento, que es peor aún. Tengo que confesar que sí que fui a un museo: el Museo Nacional de la Pasta, en Roma.) Descubrí que lo único que quería de verdad era comer comida maravillosa y hablar todo el italiano maravilloso que pudiera. Y ya está. Así que, en realidad, elegí un tema doble para mi tesis: el idioma y la comida (haciendo hincapié en el
gelato
).
La cantidad de placer que obtuve comiendo y hablando fue inestimable pese a su sencillez. A mediados de octubre hubo un par de horas que vistas desde fuera pueden parecer una tontería, pero que atesoro entre las más felices de mi vida. Cerca de mi apartamento, a un par de calles de distancia, descubrí un mercado que se me había escapado hasta entonces. Me acerqué a un diminuto puesto de verduras donde una mujer italiana y su hijo vendían un surtido selecto de sus productos: unas hojas de espinaca magníficas, tan verdes que casi parecían algas; unos tomates de un rojo tan sangriento como los intestinos de una vaca, y unas uvas de color champán de piel tan tersa como los leotardos de una corista.