La moraleja de esta historia es que no conviene obsesionarse con la repetición de un rito religioso. En este mundo nuestro tan dividido, los talibanes y la coalición cristiana siguen enzarzados en su guerra internacional sobre quién tiene derecho a usar «Dios» como marca registrada y quién emplea los ritos religiosos más adecuados. Quizá convenga recordar que no es el gato atado al poste lo que posibilita la trascendencia, sino el constante deseo del devoto de experimentar la compasión eterna de la divinidad. En el ejercicio espiritual tan esencial es la flexibilidad como la disciplina.
Nuestra labor, entonces, una vez tomada la decisión de emprenderla, es hacer una búsqueda constante de metáforas, ritos y maestros que nos acerquen cada vez más a la divinidad. Los textos del yoga clásico dicen que Dios responde a las sagradas oraciones y afanes de los seres humanos
sea cual sea el modo
elegido por los mortales para rendirle culto siempre y cuando se haga con sinceridad. Como sugiere una frase de los
Upanisad
: «Las personas toman distintos caminos, rectos o sesgados, pues su carácter los llevará a elegir el que consideren mejor, o más apropiado, pero todos te alcanzan a Ti, como los ríos desembocan en el mar».
El otro objetivo de la religión, por supuesto, es dar un sentido al caos del mundo y explicarnos todas las cosas inexplicables que vemos a diario: los inocentes sufren, los malvados reciben su recompensa. ¿Qué interpretación podemos darle? La tradición occidental nos dice que la muerte lo pone todo en su sitio, en el cielo y en el infierno. (La justicia, por supuesto, la imparte un personaje al que James Joyce llamaba el «dios verdugo», una figura paternal que desde su estricto trono justiciero condena el mal y premia el bien.) La actitud oriental, en cambio, es distinta. Los
Upanisad
no pretenden dar un sentido al caos de este mundo. Es más, ese caos ni siquiera existe realmente, sino que es una apariencia que vislumbramos con nuestra limitada mente. Estos textos no prometen repartir justicia ni castigo alguno, pero sí dicen que todos nuestros actos tienen sus consecuencias por lo que debemos elegir nuestro comportamiento adecuadamente. Sin embargo, esas consecuencias pueden tardar en llegar. El yoga siempre toma el camino más largo. Es más, los
Upanisad
sugieren que el denominado caos puede tener una función divina aunque individualmente no seamos capaces de verla: «Los dioses prefieren lo críptico antes que lo evidente». Lo mejor que podemos hacer, por tanto, teniendo en cuenta lo incomprensible y peligroso que es el mundo, es practicar el equilibrio
interior
, independientemente de la locura que nos rodea.
Sean, mi amigo el granjero irlandés, lo explica así, basándose en la filosofía del yoga: «Imaginemos que el universo es un gran motor en movimiento —dice—. Lo que conviene es estar pegados al centro, justo en el eje de la rueda, no en el borde, donde todo se mueve a lo bestia, donde puedes acabar vapuleado y loco. En el eje de la tranquilidad es donde debes tener el corazón. Y ahí es a donde debes llevar a Dios. Así que no busques las respuestas en el mundo exterior. Mantente pegado al núcleo interior, donde siempre hallarás la paz».
Desde un punto de vista espiritual nada tiene tanto sentido como esta idea. Al menos, en mi opinión. Y si alguna vez descubro algo que me funcione mejor, lo usaré, te lo aseguro.
En Nueva York tengo muchos amigos que no son creyentes. La mayoría, diría yo. Unos han abandonado la doctrina religiosa de su juventud y otros nunca creyeron en un Dios. Como es normal, muchos de ellos están atónitos ante mis denodados esfuerzos por hallar la santidad. Por supuesto, hacen bromas. Como me dijo en tono burlón mi amigo Bobby cuando fue a casa a arreglarme el ordenador: «Tendrás un aura sagrada, pero no tienes ni puta idea de lo que es descargar un programa informático». Por mí, que hagan todas las bromas que quieran. A mí también me hacen gracia. De verdad.
El caso es que a algunos de mis amigos, al irse haciendo mayores, les gustaría poder creer en algo. Pero se dan de bruces con una serie de obstáculos, como su intelecto y su sentido común. Por inteligentes que sean, viven inmersos en un mundo que se tambalea, dando tumbos alocados, devastadores y completamente absurdos. En las vidas de todos ellos se suceden experiencias maravillosas y horribles con su correspondiente ración de sufrimiento o alegría, como nos pasa a todos, y tras pasar por estas megaexperiencias muchos anhelan un contexto espiritual en el que poder expresar su sufrimiento y gratitud, además de hallar consuelo. El problema es: ¿a quién podemos venerar? ¿A quién podemos dirigir nuestras oraciones?
Un buen amigo mío tuvo su primer hijo justo después de haber muerto su madre. Al sucederse tan aprisa el milagro y el desastre, sintió la necesidad de hallar un lugar sagrado donde refugiarse, o practicar alguna liturgia para poder expresar sus sentimientos contradictorios. Pertenece a una familia católica, pero se sentía incapaz de volver a misa después de tantos años sin ir. («Ya no me lo trago», dice. «Sabiendo lo que sé.») Por otra parte, le daba vergüenza hacerse hindú, o budista, o algo así de absurdo. ¿Qué solución le quedaba? Como me dijo a mí: «No quiero andar buscando una religión como el que sale al bosque a coger fresas».
Entiendo y respeto su actitud, pero no la comparto en absoluto. Creo que estás en tu perfecto derecho de elegir con cuidado si lo que quieres es transportar tu alma para hallar la paz de Dios. Creo que puedes valerte de cualquier metáfora que te eleve sobre las diferencias del mundo y te ayude a cambiar o a hallar consuelo. No hay por qué avergonzarse de ello. A lo largo de toda nuestra historia siempre hemos buscado la santidad. Si la humanidad no hubiera evolucionado en su exploración de lo divino, muchos seguirían rindiendo culto a esos gatos dorados egipcios. Y para que el pensamiento religioso evolucione es necesario «andar buscando» y saber elegir. Buscas, comparas y, si encuentras algo mejor, lo «compras» en tu continuo viaje hacia la luz.
Según los indios hopi, todas las religiones del mundo tienen un hilo espiritual y estos hilos se persiguen entre sí incansablemente, buscando la unión. Cuando todos los hilos se junten por fin, tejerán una recia cuerda que nos sacará de este oscuro periodo de nuestra historia y nos llevará al siguiente reino. En tiempos más recientes el Dalái Lama ha repetido la misma idea, asegurando repetidamente a sus estudiantes occidentales que no tienen que hacerse monjes budistas para ser sus discípulos. Los anima a sacar las ideas que más les gusten del budismo tibetano e integrarlas en sus correspondientes ritos religiosos. Hasta en los sectores más reacios y conservadores nos topamos con la resplandeciente idea de que Dios puede ser mayor de lo que nos dicen nuestras limitadas doctrinas religiosas. En 1954 el papa Pío XI, nada menos, envió una delegación del Vaticano a Libia con las siguientes instrucciones por escrito: «No vayáis convencidos de que vais a encontraros entre infieles. Los musulmanes también logran la salvación. Los caminos de Dios son insondables».
¿Y no tiene todo el sentido del mundo? ¿No será que el infinito es efectivamente... infinito? ¿Y si los santos, por muy santos que sean, sólo ven fragmentos sueltos del eterno devenir? Y si pudiéramos unir esos fragmentos y compararlos, ¿no nacería una historia de un Dios semejante a todos nosotros, una historia donde salgamos todos? ¿Y cada anhelo de trascendencia individual no forma parte de ese enorme anhelo místico inherente al ser humano? ¿No estamos en nuestro derecho de continuar nuestra búsqueda hasta acercarnos todo lo posible al origen del milagro? Y si hay que venir a India y pasar una noche besando árboles a la luz de la luna, ¿qué más da?
Como dice REM
{6}
en una de sus canciones, yo soy la de la esquina, soy la que está bajo el foco. Pero no estoy
dejando
la religión. Estoy
eligiendo
una religión.
Mi vuelo sale a las cuatro de la madrugada, hecho que nos da una idea de cómo funciona India. Decido no dormir esa noche y paso toda la tarde en una de las cuevas de meditación, enfrascada en la oración. No soy una persona noctámbula, pero me apetece aprovechar las últimas horas que voy a pasar en el ashram. A menudo he trasnochado por algún motivo —hacer el amor, discutir, viajar en coche, bailar, llorar, angustiarme (y a veces todo ello junto durante una sola noche) —, pero nunca he dejado de dormir para dedicarme exclusivamente a rezar. ¿Qué tal si lo pruebo?
Hago la maleta y la dejo en la puerta del templo para tenerla a mano cuando llegue el taxi antes de amanecer. Entonces subo la cuesta, entro en la cueva de meditación y me siento. Estoy sola, pero me pongo frente a la enorme foto de Swamiji, el maestro de mi gurú y fundador de este ashram, el león difunto pero omnipresente. Cierro los ojos y espero a que acuda el mantra. Desciendo la escalera y accedo al centro de mi quietud. Al llegar, noto que el mundo se detiene, justo como yo quería detenerlo cuando tema 9 años y me aterraba el paso del tiempo. Se para el reloj de mi corazón y las páginas del calendario dejan de pasar. Me quedo ahí sentada, en silencio, asombrada de entender tantas cosas. No estoy rezando, sino que me he convertido en una oración.
Puedo pasarme la noche entera aquí.
De hecho, es lo que hago.
No sé cómo me doy cuenta de que ha llegado el momento de meterme en el taxi, pero tras varias horas de quietud noto una especie de codazo invisible, miro el reloj y veo que es exactamente la hora de irme. Me tengo que ir a Indonesia, nada menos. Qué increíble y extraño. Poniéndome en pie, me inclino ante la foto de Swamiji, ese mandamás temible y maravilloso. Después meto bajo la alfombra, justo debajo de su imagen, una hoja de papel. Son los dos poemas que he escrito durante los cuatro meses que he pasado en India. Es la primera vez que escribo poesía en mi vida. El fontanero de Nueva Zelanda me animó a intentarlo alguna vez. Por eso ha sucedido. Uno de los poemas lo escribí cuando llevaba sólo un mes aquí. El otro lo he escrito esta mañana.
En el tiempo que media entre ambos he descubierto lo que es estar en estado de gracia.
Dos poemas escritos en un ashram de India.
Primero
Todo este rollo del néctar y la felicidad me está cabreando ya.
Tú, colega, no sé qué pensarás,
pero llegar a Dios no es sólo incienso y tal.
Es más bien lo del gato en el palomar:
Soy el gato, pero aúllo si me quieren cazar.
Llegar a Dios es una reivindicación laboral,
porque no hay paz sin acuerdo.
Pero la bronca es tan monumental
que la policía llega y se va.
El camino hacia Dios lo supo trillar
un indio enjuto y moreno, muerto ya,
que se pateó los lodos de su país,
descalzo, famélico, febril,
durmiendo hoy bajo un puente, mañana en un portal.
Un
sin techo
buscando el Gran Hogar.
Es él quien me pregunta: «Liz, ¿te has enterado ya?
¿Sabes dónde está tu casa? ¿Sabes adónde vas?».
Segundo
Pero...
si pudiera hacerme unos pantalones
con la hierba de este jardín,
lo haría.
Si pudiera enrollarme
con todos los eucaliptos del bosque de Ganesha,
juro que lo haría.
Estos días sudé rocío,
solté escoria,
restregué la barbilla contra un árbol,
que tomé por la pierna del maestro.
No puedo adentrarme más.
Si pudiera comerme el barro de este sitio,
servido en un lecho de nidos de pájaro,
me tomaría la mitad,
y dormiría sobre el resto.
o
«Me siento distinta desde la cabeza hasta la entrepierna»
o
Treinta y seis historias sobre la búsqueda del equilibrio
Nunca he tenido tan poco claro lo que voy a hacer en la vida como cuando llego a Bali. He hecho muchos viajes disparatados en mi vida, pero éste se lleva la palma. No sé dónde voy a vivir, no sé lo que voy a hacer, no sé a cuánto está el dólar aquí, no sé cómo funciona lo de los taxis en el aeropuerto... Por no saber, no sé adónde decirle al taxista que me lleve. No me espera nadie. En Indonesia no conozco a nadie; ni siquiera tengo los socorridos amigos de amigos. Y nada más llegar descubro que no hay nada peor que tener una guía vieja y, encima, no leerla. Resulta que no puedo pasarme cuatro meses en este país, como tenía pensado. Es lo primero que me dicen. Sólo me pueden dar un visado para turistas de un mes como mucho. Ni se me había pasado por la cabeza que el Gobierno indonesio no quisiera recibirme en su país durante todo el tiempo que me diera la gana.
Mientras el amable funcionario de la oficina de inmigración me sella el pasaporte, dándome permiso para pasar en Bali exactamente treinta días, le pido en mi tono más cordial si me da permiso para quedarme más tiempo, por favor.
—No —me dice con enorme cortesía, haciendo gala del célebre encanto balinés.
—Es que tenía pensado estar tres o cuatro meses —le digo.
No me atrevo a contarle que se trata de una profecía, porque hace tres o cuatro meses un curandero entrado en años y posiblemente senil me predijo (durante una lectura de manos que no duró ni diez minutos) que iba a pasar en Indonesia tres o cuatro meses. La verdad es que no sé cómo explicarlo.
Pero ¿qué fue lo que me dijo el curandero ahora que lo pienso? ¿De verdad me dijo que iba a volver a Bali y pasarme tres o cuatro meses en su casa? ¿Seguro que me invitó a pasar una temporada en su casa? ¿O lo que quería es que me dejara caer si andaba por su barrio y le soltara diez pavos por leerme la mano otra vez? ¿Me dijo que iba a volver a Indonesia o que
debería
volver a Indonesia? ¿Me dijo «Hasta luego, cocodrilo» o «No pasaste de caimán»?
No he vuelto a saber nada del curandero desde aquella tarde. Pero tampoco hubiera podido ponerme en contacto con él. ¿Qué señas habría puesto en el sobre? ¿«Señor Curandero, Porche de su Casa, Bali, Indonesia»? No sé si sigue vivo o si ha muerto. Recuerdo que me pareció viejísimo hace dos años cuando lo conocí; desde entonces le puede haber pasado cualquier cosa. Lo único que tengo claro es su nombre —Ketut Liyer— y el vago recuerdo de que vive en un pueblo a las afueras de Ubud. Pero no tengo ni idea de cómo se llama el pueblo.