Read Come, Reza, Ama Online

Authors: Elizabeth Gilbert

Tags: #GusiX, Novela, Romántica, Humor

Come, Reza, Ama (34 page)

BOOK: Come, Reza, Ama
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La verdad es que me tendría que haber pensado un poco mejor toda esta historia.

74

Pero moverse por Bali es bastante fácil. No es como estar tirada en mitad de Sudán sin tener ni puñetera idea de qué va el tema. Esto es una isla algo más grande que Mallorca y también una de las más turísticas del mundo. Todo está organizado para que los occidentales usemos nuestras tarjetas de crédito y podamos desplazarnos sin problemas. Casi todos los balineses hablan inglés y son muy simpáticos. (Al enterarme, siento una mezcla de alivio y remordimientos. Tengo las sinapsis cerebrales tan sobrecargadas de haberme pasado los últimos meses estudiando italiano y sánscrito antiguo que ni me planteo la posibilidad de aprender indonesio, por no hablar del balinés, un idioma más raro que el lenguaje marciano.) Hay que reconocer que estar aquí no se hace muy cuesta arriba. Prácticamente cualquiera puede cambiar dinero en el aeropuerto y encontrar un taxista amable que sepa de algún hotel bonito. Y como el turismo se fue al garete con el atentado terrorista que hubo aquí hace dos años (pocas semanas después de mi primera visita), moverse por la isla es aún más fácil; todos están deseando ayudarte, deseando buscarse un trabajito.

Así que voy en taxi a la ciudad de Ubud, que parece un buen punto de partida. Doy con un hotel pequeño y agradable en la carretera del Bosque de los Monos (nombre que me encanta). El hotel tiene una piscina de agua dulce y un jardín abarrotado de árboles tropicales y flores del tamaño de un balón (cuidadas por un equipo perfectamente organizado de colibríes y mariposas). Como el personal es balinés, te agasajan y piropean en cuanto entras por la puerta. Mi habitación da al frondoso jardín y el desayuno incluido en el precio consiste en toneladas de fruta tropical totalmente fresca. Vamos, que es uno de los sitios más agradables donde he estado nunca y me está costando menos de diez dólares al día. Me alegro de haber vuelto a esta isla.

Ubud está en el centro de Bali en lo alto de unos montes salpicados de arrozales, templos hindúes, briosos ríos que bañan los bancales de la selva y volcanes que comban el horizonte. Esta ciudad es el foco cultural de la isla, el centro del arte balinés tradicional, con sus célebres esculturas talladas, danzas y ritos religiosos. No está cerca de las playas, así que los turistas que vienen a Ubud son gente mejor informada y con más criterio; prefieren ver una ceremonia tradicional en un templo antes que beber piña colada en un chiringuito. Independientemente de cómo acabe lo de la profecía del curandero, éste podría ser un lugar maravilloso para pasar una temporada. La ciudad es una especie de versión liliputiense de Santa Fe, pero en el océano Pacífico y poblada de monos y familias vestidas con el atuendo balinés tradicional. Hay buenos restaurantes y unas librerías pequeñas, pero estupendas. Podría pasarme los cuatro meses en Ubud haciendo lo que las estadounidenses divorciadas de buena familia han hecho desde que se inventaron los clubes YMCA, es decir, apuntarse a un curso detrás de otro: batik, instrumentos rítmicos, bisutería, cerámica, danza indonesia tradicional, cocina... Enfrente del hotel hay un cartel que anuncia «La Tienda de la Meditación», un pequeño local que anuncia sesiones públicas de meditación todas las tardes de seis a siete. «Que reine la paz en la Tierra», ruega el cartel. Eso digo yo.

Cuando termino de deshacer la maleta, me queda toda la tarde por delante, así que decido darme un paseo para volver a orientarme por esta ciudad que llevo dos años sin ver. Y después me plantearé qué hago para encontrar al curandero. Supongo que será una tarea difícil, que puede llevarme días o semanas. No tengo claro por dónde empezar, así que me paso por la recepción y pido a Mario si puede ayudarme.

Mario es uno de los tíos que trabajan en el hotel. Me ha caído bien desde el primer momento, porque me sorprende su nombre. Este viaje lo empecé en un país lleno de Marios, pero ninguno de ellos era un balinés pequeño, musculoso y dinámico, con un sarong de seda y una flor detrás de la oreja. No me queda más remedio que preguntarle:

—¿De verdad te llamas Mario? No suena muy indonesio que digamos.

—No es mi nombre de verdad —me dijo—. Me llamo Nyoman.

Ah. Ya decía yo. En realidad tenía un 25 por ciento de posibilidades de averiguar el verdadero nombre de Mario. Esto es desviarse un poco del tema, pero la mayoría de los balineses barajan sólo cuatro nombres a la hora de bautizar a sus hijos, independientemente de que sean niños o niñas. Los nombres son Wayan («guaian»), Made («madei»), Nyoman («nioman») y Ketut. La traducción de estos nombres significa Primero, Segundo, Tercero y Cuarto, y hacen referencia al orden en que se nace. En caso de tener un quinto hijo el ciclo se repite desde el principio, pero al niño se le alarga el nombre, que se convierte en algo tipo: «Wayan del Segundo Poder». Y así sucesivamente. Si se trata de gemelos, se los bautiza en el orden en que nacen. Como en Bali sólo hay esos cuatro nombres primordiales (las élites tienen un repertorio más selecto), es perfectamente posible (y, de hecho, muy común), que dos Wayan se casen. Y su primer hijo se llamaría... Wayan obviamente.

Esto nos da una idea de la importancia que tiene en Bali la familia y el lugar que se ocupa en esa familia. Este sistema puede parecer complicado, pero los balineses parecen arreglarse con él. Como es lógico, no les queda más remedio que usar motes. Por ejemplo, una de las empresarias más conocidas de Ubud es una señora llamada Wayan, que tiene un restaurante muy popular, el Café Wayan. A esta mujer se la conoce por el mote de «Wayan Café», que significa «La Wayan dueña del Café Wayan». También se usan motes como «Made la Gorda», «Nyoman-el-del-al-quiler-de-coches» o «Ketut-el-tonto-que-quemó-la-casa-de-su-tío». Mi amigo el de la recepción del hotel ha solucionado el problema poniéndose el nombre de Mario.

—¿Por qué has elegido Mario?

—Porque me gustan todas las cosas de Italia —me dice en su inglés balinés.

Cuando le cuento que, hace poco, he pasado cuatro meses en Italia, le parece tan sorprendente y maravilloso que sale de detrás del mostrador y me dice:

—Ven, siéntate. A hablar.

Y así es como nos hacemos amigos. Por eso esta tarde, cuando salgo a buscar al curandero, decido preguntar a mi nuevo amigo Mario si no conocerá por casualidad a un hombre llamado Ketut Liyer.

Pensativo, Mario frunce el ceño.

Estoy convencida de que me va a decir algo así como: «¡Ah, sí! ¡Ketut Liyer! Viejo curandero que murió la semana pasada... Triste perder a un curandero tan venerable...».

En lugar de eso me pide que repita el nombre y esta vez lo escribo, pensando que lo he pronunciado mal. Efectivamente, a Mario se le ilumina la cara.

—¡Ketut Liyer! —exclama.

Pero sigo convencida de que va a decir algo como: «¡Ah, sí! ¡Ketut Liyer! ¡Un demente! Detenido la semana pasada por loco...».

En lugar de eso me dice:

—Ketut Liyer es un famoso curandero.

—¡Sí! ¡Ése es!

—Yo conozco. Voy a su casa. Semana pasada llevo a mi prima, porque su bebé llora toda la noche. Ketut Liyer arregla eso. Un día llevo chica americana como tú a casa de Ketut Liyer. Ella quiere magia para ser bonita con los hombres. Ketut Liyer hace un dibujo mágico para ayudar a su belleza. Yo, después, hago bromas. Todos los días le digo: «¡Dibujo funciona! ¡Mira guapa que eres! ¡Dibujo funciona!».

Recordando la imagen que me dibujó Ketut Liyer hace unos años, le cuento a Mario que el curandero también me hizo un dibujo a mí.

Mario suelta una carcajada.

—¡Dibujo funciona también para ti! —exclama.

—Mi dibujo era para encontrar a Dios —le explico.

—¿No quieres ser más bonita con los hombres? —me pregunta, lógicamente desconcertado.

—Oye, Mario —le digo—. ¿No me puedes llevar a ver a Ketut Liyer un día de éstos? Tendrás algún rato libre, ¿verdad?

—Ahora no —me responde.

Y ya me estaba poniendo triste cuando dice:

—Pero ¿en cinco minutos?

75

Así es como recién llegada a Bali me veo montada en una moto, agarrada a mi nuevo amigo Mario-el-italiano-indonesio, que se desliza veloz entre los arrozales iluminados por el sol de la tarde hacia la casa de Ketut Liyer. Aunque llevo dos años pensando en esta reunión con el curandero, la verdad es que no sé muy bien qué decirle. Y, obviamente, no tenemos una cita con él. Así que nos presentamos por sorpresa. El cartel que tiene colgado en la puerta es el mismo: «Ketut Liyer - Pintor». Es la típica finca de una familia balinesa. Un alto muro de piedra rodea toda la propiedad, que tiene un patio en el centro y un templo en la parte de atrás. En las pequeñas casas interconectadas que contienen estos muros viven juntas varias generaciones familiares. Entramos sin llamar (entre otras cosas, porque no hay puerta) y provocamos la alborotada reacción de los típicos perros guardianes balineses (delgados, furibundos) y al entrar en el patio vemos a Ketut Liyer, el anciano curandero, con su sarong y su camisa de manga corta, exactamente igual que hace dos años cuando lo conocí. Mario dice algo a Ketut y, aunque no sé nada de balinés, me suena algo así como:

—Te traigo a una chica americana. No te quejarás.

Ketut me dedica una sonrisa desdentada, pero potente como una manguera antiincendios, cosa que me tranquiliza enormemente. Todo lo que recordaba es cierto, pienso. Es un hombre extraordinario. Su rostro es una verdadera enciclopedia de la bondad. Me da la mano con toda su energía y entusiasmo.

—Un gran placer conocerte —dice.

No tiene ni idea de quién soy.

—Ven, ven —me dice, guiándome hacia el porche de su pequeña casa, amueblada con esteras de bambú. Está exactamente igual que hace dos años. Los dos nos sentamos. Sin preámbulos, me agarra la mano con la palma hacia arriba, dando por hecho que, como la mayoría de los occidentales que vienen a verlo, vengo a que me diga la buenaventura. Me hace un breve pronóstico que, cosa que me tranquiliza, es una versión resumida de exactamente lo mismo que me dijo la última vez. (Mi cara no le suena de nada, pero mi destino, ante su mirada sagaz, es el mismo.) Habla inglés mejor de lo que yo recordaba, y bastante mejor que Mario. Ketut habla como los sabios chinos que salen en las películas tipo
Kung Fu
, una variante que podría llamarse el
inglés saltamontano
, porque incluyendo lo de «pequeño saltamontes» aquí y allá las frases suenan mucho más sabias. «Ah, la buena fortuna te sonríe, pequeño saltamontes...».

Espero a que Ketut haga una pausa en sus predicciones y le interrumpo para recordarle que ya vine a verle hace dos años.

Se queda desconcertado.

—¿No primera vez en Bali?

—No, señor.

Frunce el ceño.

—¿Eres chica de California?

—No —digo cada vez más dolida—. Soy la de Nueva York.

Entonces, aunque no parece venir a cuento, Ketut me dice:

—Ya no soy tan guapo, pocos dientes. Quizá iré al dentista un día para ponerme dientes. Pero me da miedo el dentista.

Abre su despoblada boca y me enseña los desperfectos. Efectivamente, le faltan casi todos los dientes del lado izquierdo y en el derecho sólo le quedan unos bultos amarillentos, medio rotos y con pinta de dolerle bastante. Me cuenta que fue al tropezar y caer cuando perdió casi todos los dientes.

Le digo que lo siento mucho y vuelvo a intentar explicarle el tema, hablando más despacio.

—Creo que no se acuerda bien de mí, Ketut. Estuve aquí hace dos años con una mujer americana, una profesora de yoga que pasó muchos años en Bali.

—¡Ya sé! —dice, sonriendo emocionado—. ¡Ann Barros!

—Eso es. La profesora se llama Ann Barros. Pero yo soy Liz. Vine a pedirle ayuda, porque quería acercarme a Dios. Me hizo un dibujo mágico.

Se encoge amablemente de hombros, como si le trajera sin cuidado.

—No me acuerdo —reconoce.

Es tan desesperante que casi me da la risa. ¿Y qué hago yo en Bali? No sé cómo me había imaginado mi reencuentro con Ketut, pero supongo que me esperaba una especie de reunión lacrimógena y
superkármica
. Y aunque me había planteado que pudiera haber muerto, no se me había pasado por la cabeza que —si seguía vivo— no se acordara de mí para nada. En cualquier caso, ahora me parece el colmo de la estupidez haber pensado que a él le impresionara tanto conocerme a mí como me impresionó a mí conocerlo a él. La verdad es que tenía que haber enfocado esto de una manera más realista.

Así que describo el dibujo que me hizo: la figura humana con cuatro piernas («los pies firmemente plantados en la tierra»), sin cabeza («sin mirar el mundo con la mente») y con un rostro en el pecho («mirando el mundo con el corazón»). Ketut me escucha educadamente, con cierto interés, como si habláramos de la vida de otra persona.

Con reticencia, porque no quiero agobiarlo, pero sabiendo que no me queda más remedio que decirlo, lo acabo soltando.

—Usted me dijo que debía volver a Bali —le explico—. Me dijo que pasara aquí tres o cuatro meses. Que yo le enseñara inglés y, a cambio, me enseñaría todo lo que usted sabe.

No me gusta cómo suena mi voz. Parezco ligeramente desesperada. No le menciono que me había invitado a quedarme en su casa, con su familia, porque eso sí que quedaría raro, dadas las circunstancias.

Me escucha educadamente, sonriendo y moviendo la cabeza hacia los lados, como diciendo
¡Hay que ver las cosas que dice la gente!

En ese momento estoy a punto de rendirme. Pero, como no tengo nada que perder, decido hacer una última intentona.

—Soy la escritora, Ketut —le digo—. Soy la escritora de Nueva York.

Y, por algún extraño motivo, todo cambia. De pronto la alegría le inunda el rostro y me mira con una expresión luminosa, pura y transparente. Al reconocerme, es como si se le hubiera encendido una bombilla en la cabeza.

—¡ERES TÚ! —exclama—. ¡TÚ! ¡ME ACUERDO DE TI!

Inclinándose hacia delante, me pone las manos encima de los hombros y me sacude alegremente, como un niño meneando un regalo de Navidad para intentar averiguar lo que hay dentro.

—¡Has vuelto! ¡Has VUELTO!

—¡He vuelto! ¡He vuelto! —confirmo.

—¡Tú, tú, tú!

—¡Yo, yo, yo!

A estas alturas estoy al borde de las lágrimas, pero procuro que no se me note. El alivio que siento es imposible de expresar. Me sorprende hasta a mí. Pero a ver si logro explicarlo. Vamos a suponer que voy en coche, me salgo de la carretera, caigo de un puente, me hundo en el río, logro salir del coche sumergido por una ventana abierta y nado lentamente en el agua fría y verdosa hacia la luz del sol, moviendo frenéticamente los brazos y las piernas, casi sin oxígeno, con las arterias del cuello a punto de estallar y los carrillos abultados por el último aliento de aire, hasta que —
¡Buf!
— llego a la superficie y me lleno los pulmones de aire. Ese alivio, esa sensación de salir del agua, es lo que experimento al oír decir al curandero indonesio «¡Has vuelto!». Es exactamente lo mismo.

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