De Aberdour a media ruta
yace Spence el escocés
a cincuenta brazas de hondo
con los nobles a sus pies.
Fascinado por «Sir Patrick Spence», Coleridge la usó como modelo para su
Rima del Viejo Marinero
. Hay en las baladas populares algo que prefigura el arte cinematográfico —en particular el montaje—; así en la repentina transición del final de la tercera estrofa y en la última línea de la octava. Como poema narrativo, «Sir Patrick Spence» es difícilmente mejorable; la historia se desenvuelve hacia la conclusión fatal y nos lleva a preguntarnos por el diálogo de apertura entre el rey que bebe vino y su anciano consejero. Si Sir Patrick primero ríe y luego llora, sin duda es porque juzga que el diálogo es un plan exitoso contra su vida.
La balada da un magnífico salto desde el lóbrego presagio de una tormenta mortal, en la estrofa siete, a las estrofas ocho, nueve y diez, excluyendo así el naufragio y las muertes. Una intensa ironía contrasta las ropas de los nobles escoceses ahogados —los tacones de las botas que se resistían a mojar, los sombreros nadando en el agua— con los abanicos ornamentales y los peines de oro de las viudas. Y para el final se reserva la mejor estrofa, un homenaje al gran marino: el cuadro del mar profundo y la visión del diligente Sir Patrick con los nobles de Escocia a sus pies, que es donde deben estar.
Me encanta «Sir Patrick Spence» porque en su heroísmo estoico tiene una economía trágica casi inigualada. Todo el poema está recorrido por la sensación de que, si bien el heroísmo es necesariamente autodestructivo, no deja de ser admirable. Cuando me recito «Sir Patrick Spence» en voz alta, siempre pienso en el heroísmo solitario de Emily Dickinson y Emily Bronté, cada una de las cuales conoció bien el precio de su confirmación como creadora imaginativa.
Una de las baladas populares más poéticamente logradas es «La tumba sin sosiego», que —al menos en la versión que cito— acaso fuera escrita en la segunda mitad del siglo dieciocho:
Hoy el viento, amor, sopla con fuerza
y llueven unas gotas parvas;
sólo tuve un amor verdadero
y en fría tumba está enterrada.
Yo haré por mi amor verdadero
más que lo que otros mozos harían;
me pondré a llorar cabe a su tumba
durante doce meses y un día.
Doce meses y un día habían pasado
cuando se oyó a la muerta decir:
«¿Quién llora así junto a mi tumba
y no me deja dormir?»
«Soy yo, amor, quien está a tu lado
y no te dejará descansar
pues de tus labios de arcilla fría
deseo un beso, y no busco más».
«Quieres mis labios de arcilla fría
mas huele a honda tierra mi aliento
si besas la arcilla fría
ya no será largo tu tiempo.
En aquel jardín tan verde, amor,
que fue lugar de nuestros paseos,
la más hermosa flor que se ha visto
es solo un mustio tallo seco.
Tal como se reseca ese tallo
los corazones declinarán,
conténtate, amor mío, entonces
hasta que a Dios oigas llamar.
El elocuente escalofrío de este diálogo entre amantes es difícil de igualar. Muchas tradiciones nos dicen que no es seguro guardar el duelo erótico durante más de un año, y «La tumba sin sosiego» aplica memorablemente esa sabiduría. Causa una especie de deleite siniestro que el joven desposeído sepa con exactitud a qué se arriesga, y que su verdadero amor no le ofrezca ilusiones sino fatalidad. Ninguno de los dos se engaña; sólo existe la conciencia mutua de que pasado un año el duelo es peligroso para el deudo y problemático para el muerto. Pero en esta balada deliciosa y un poco indigesta la oscura carga del sentido riñe un poco con la música sensual. Primero al lector le choca un poco oír la queja «y no me deja dormir». Claro que esta franqueza queda igualada por la sombría precisión con que el joven reclama un beso de los labios de arcilla fría. La triple mención de la arcilla fría de esa boca domina el poema y amplifica la cuarteta más fuerte:
Quieres mis labios de arcilla fría
mas huele a honda tierra mi aliento;
si besas la arcilla fría
ya no será largo tu tiempo.
Uno se pregunta si aun en vida esta mujer fatal habría sido de una sinceridad tan directa. No oímos hablar a un fantasma impersonal o muerto errante, sino a una personalidad de interés considerable. Su tema es la muerte del amor: en la naturaleza, en ella misma y en el amante, a quien dará (porque él lo pide, y a conciencia) el beso de la muerte. El amor muere, declina el corazón. La muerta es soberbiamente irónica: «Conténtate, amor mío, entonces», referencia ésta al beso que va a conceder. Como en «Sir Patrick Spence», la densa ironía de la balada atempera su enorme patetismo.
Parte de la fascinación que ejercen las baladas populares radica en su carácter anónimo. Pero ni las mejores llegan a la eminencia del supremo poema lírico de nuestra lengua, «Tom O’Bedlam», impreso por primera vez en un libro poco relevante de alrededor de 1620, cuatro años después de la muerte de Shakespeare. Helo aquí:
De la bruja y el duende voraz
que podrían dejaros en harapos,
el espíritu que en el Libro de las Lunas
va con el desnudo pido que os defienda,
para que nunca os abandonen
los cinco lúcidos sentidos
ni vaguéis con Tom lejos de vosotros
mendigando tocino en otras tierras,
mientras yo canto: comida o alimento,
ropas, bebida, algún sustento,
acércame sin miedo, seas doncella o dama,
que el humilde Tom no te hará nada.
De treinta años completos
veinticuatro he vivido enfurecido
y, de cuarenta, cuarenta y cuatro
en firme cárcel he pasado preso
en el señorial desván de Bedlam
con barba suave y primorosa,
fieros grillos, látigo cantor,
y hambre suculenta y aun copiosa,
y ahora canto: comida o alimento
ropas, bebida, algún sustento,
acércame sin miedo, seas doncella o dama,
que el humilde Tom no te hará nada.
Me engatusó una Magdalena
y con un tazón de hierbas estofadas
que me dio un enano, bendito sea Dios,
vine a dar en este alelamiento.
No he dormido desde la Conquista;
antes nunca había estado en vela
hasta que el pilluelo del amor
me halló tumbado y me dejó en cueros.
Y ahora canto: comida o alimento
ropas, bebida, algún sustento,
acércame sin miedo, seas doncella o dama,
que el humilde Tom no te hará nada.
Cuando me haya recortado bien las cerdas
y apurado la bota hasta el final
en una taberna empeñaré el pellejo
como si un atuendo de oro fuera;
tengo a la luna por amada constante
y por camarada al adorable búho;
el flamígero dragón y la lechuza
entonan la melodía de mi pena.
Pero yo canto: comida o alimento
ropas, bebida, algún sustento,
acércame sin miedo, seas doncella o dama
que el humilde Tom no te hará nada.
Se me paralizaría el pulso
si os robara un pollo o un marrano,
me llevara una paloma o dejara sin pareja
al gallo o a la gallina clueca.
Cuando quiero una pitanza, ceno
con Humphrey, y luego me voy a reposar
en el camposanto de Saint Paul
sin miedo a las almas en pena.
Por eso mientras canto, comida o alimento
ropas, bebida, algún sustento,
acércame sin miedo, seas doncella o dama,
que el humilde Tom no te hará nada.
Sé más que Apolo, pues a menudo,
cuando él duerme, veo que las estrellas
heridas por guerras sanguinarias
en el firmamento se echan a llorar.
La luna abraza a su pastor
y la Reina del Amor a su guerrero;
una cornea al astro matutino
y la otra al herrero celestial.
Mientras, yo canto: comida o alimento
ropas, bebida, algún sustento,
acércame sin miedo, seas doncella o dama,
que el humilde Tom no te hará nada.
Nada quiero saber de la amistad
de los gitanos Pedro y el Tramposo,
desdeño a la puta y maldigo al timador
y el alarde de la pandilla callejera.
Los mansos, los cándidos y bondadosos
pueden venir, tocarme, no evitarme;
pero al que enfade al Rinoceronte Tom,
más le valdrá ser ágil cual pantera.
Pero yo canto: comida o alimento
ropas, bebida, algún sustento,
acércame sin miedo, doncella o dama
que el humilde Tom no te hará nada.
Con un tropel de fantasías furiosas
que obedecen a mi mando
con lanza de fuego y un caballo de aire
vago por páramos salvajes.
Un caballero de sombras y fantasmas
me convoca a singular torneo
diez leguas más allá del fin del mundo:
me parece que no es gran cosa el viaje.
De todos modos canto: comida o alimento
ropas, bebida, algún sustento,
acércame sin miedo, doncella o dama
que el humilde Tom no te hará nada.
He mencionado antes este poema pasmoso en relación con «Childe Roland a la torre oscura fue», el monólogo dramático de Browning. Si bien «Tom O’Bedlam» es sólo una entre un buen número de «canciones locas», no hay en todo el género nada que se le pueda comparar, ni siquiera la «Canción loca» de William Blake. Se debe recitar repetidamente el poema en voz alta. Su desbordante poder transmite al lector atento una energía profunda y recomiendo enfáticamente que este poema sea memorizado. El cantante — narrador, es supuestamente un antiguo recluso de Bedlam (Bethlehem Hospital, en Londres) esgrime su condición inofensiva para mendigar, cuenta una versión de su historia personal y acaba expresando una perspectiva visionaria que en la historia de la poesía se ha alcanzado en muy raras ocasiones. Conozco pocos poemas que se abran con la velocidad, la franqueza y la intensidad dramática con que empieza la canción de Tom O’Bedlam:
De la bruja y el duende voraz
que podrían dejaros en harapos
el espíritu que en el Libro de las Lunas
va con el desnudo pido que os defienda
para que nunca os abandonen
los cinco lúcidos sentidos
ni vaguéis con Tom lejos de vosotros
mendigando tocino en otras tierras,
mientras yo canto: comida o alimento,
ropas, bebida, algún sustento,
acércame sin miedo, seas doncella o dama,
que el humilde Tom no te hará nada.
Es probable que el Libro de las Lunas fuera una obra de astrología popular, materia entonces tan corriente como ahora, y que el desnudo sea Kermes, figura habitual en aquellos libros. Reducida su vestimenta a harapos por la locura, que él interpreta como un hechizo obrado por una bruja o un duende, Tom invoca para nosotros, su público, la visionaria protección del hermético hombre desnudo. Para el lector, la balada tiene la función de conjurar la locura, estado éste que con amarga ironía se describe en la segunda estrofa junto con recuerdos del «señorial desván de Bedlam»: grillos, azotes, inanición.
Aunque no podemos saber si el elemento erótico del «alelamiento» de Tom es o no imaginario, para él se ha convertido en otra visión: «Me engatusó una Magdalena» hace referencia, bien a cierta Magdalena o prostituta en particular, bien a todas las mujeres, pero en cualquier caso lo que ha prevalecido en Tom es una pura fantasmagoría:
No he dormido desde la Conquista;
antes nunca había estado en vela
hasta que el pilluelo del amor
me halló tumbado y me dejo en cueros.
Víctima de Cupido, aunque hombre de tiempo y lugar nada precisos —de la conquista normanda de 1066 en adelante— Tom, tan poco atrapado como Shakespeare en una época particular, le canta a un romanticismo eterno:
Tengo a la luna por amada constante
y por camarada al adorable búho;
el flamígero dragón y la lechuza
entonan la melodía de mi pena.
A uno se le vienen a la mente muchas obras de Shakespeare en donde podrían cantarse estas líneas, y ser totalmente dignas del contexto. Tom empareja la lechuza a la iluminación del meteoro — o «dragón flamígero», pero la luna sigue siendo para el bedlamita una «amada constante», emblema de un amor inalcanzable. Mezclados con el patetismo de una vida hambrienta hay momentos de visión pura, tan shakesperianos como profetices de Blake y de Shelley:
Sé más que Apolo, pues a menudo,
cuando él duerme, veo que las estrellas
heridas por guerras sanguinarias
en el firmamento se echan a llorar.
La luna abraza a su pastor
y la Reina del Amor a su guerrero…
Saber más que el durmiente dios sol, Apolo, es también saber más que el humano racional. Tom mira el cielo nocturno poblado de estrellas fugaces («heridas por guerras sanguinarias… se echan a llorar») y compara esas batallas con los abrazos de la luna, Diana, con su amante —pastor, Endimión, y del planeta Venus con su guerrero, Marte. Pero además de poeta mitológico, Tom el Loco también es un maestro de la imagen intrincada: la luna creciente envuelve con sus cuernos al lucero del alba, mientras el herrero, Vulcano, esposo de Venus, es corneado en un sentido muy diferente, si consideramos el engaño de su mujer con el lujurioso Marte. Una vez que estas alusiones son absorbidas, la estrofa se vuelve mágica en su efecto: a la belleza se suma un aire extraño, fórmula altamente romántica que el anónimo poeta de la balada parece haber aprendido de Shakespeare. Yen las extraordinarias transiciones de la estrofa siguiente, en la súbita caída tonal hacia la ternura de las líneas quinta y sexta— seguidas del bramido desafiante de la séptima y octava — a mí me parece oír a Shakespeare sin más: