POEMAS
No he organizado esta sección por orden cronológico, sino temáticamente y por yuxtaposición, porque la poesía tiende a ser más libre respecto a la historia que la prosa de ficción o el drama. Y aun si hago más hincapié en el argumento poético que en el contexto social, no discuto la forma poética. Sobre toda cuestión relacionada con esquemas, pautas, formas, metros y rimas de la poesía inglesa, la autoridad indispensable es
Rhyme’s Reason: A Guide to English Verse (La razón de la rima: una guía del verso inglés)
, de John Hollander, un libro fácilmente accesible en edición de bolsillo. Lo que me ocupa aquí, como en todo este libro, es cómo leer y por qué, lo cual en relación con los poemas, en lo general y en lo específico, para mí equivale a una búsqueda de las más amplias presencias creadas por la imaginación. La poesía es la culminación de la literatura imaginativa, a mi juicio, porque es un modo profético.
Empiezo por ejemplos de lírica pura escritos por A. E. Housman, William Blake y Walter Savage Landor y un fragmento de «El águila», de Tennyson. Representan la poesía en su aspecto más económico y punzante, y me conducen a dos de los más grandes monólogos dramáticos: el elocuente «Ulises» de Tennyson y el extraordinario «Childe Roland a la Torre Oscura fue» de Robert Browning. A estos monólogos se yuxtapone a continuación el «Canto a mí mismo» de Walt Whitman, como ejemplo mayor del reemplazo norteamericano del monólogo dramático por la épica de la Confianza en Sí Mismo, para emplear la expresión de Emerson. Sigue la lírica de la Confianza en Sí Misma de Emily Dickinson, luego de lo cual regreso a la Inglaterra Victoriana para encontrar la fiera lírica del self de Emily Brönte, la visionaria de
Cumbres Borrascosas
. El humor y el espíritu de Brönte están vinculados con la llamada balada popular o balada de frontera. Yo analizo aquí mis dos baladas favoritas, «Sir Patrick Spence» y «La tumba sin sosiego», antes de volverme al más grande poema anónimo de nuestra lengua, el asombroso «Tom O’Bedlam», una enloquecida canción digna del propio Shakespeare.
Esto me lleva a tres de los más poderosos sonetos de Shakespeare, que en las «Observaciones sumarias» que siguen al presente capítulo son confrontados con la poesía bastante diferente de Hamlet. En secuencia natural vienen luego los grandes sucesores de Shakespeare en la poesía inglesa: Milton y los románticos. Me habría gustado tener más espacio para
El paraíso perdido
, pero he esbozado cómo y por qué necesita ser leído y releído el Satán de Milton.
A dos poemas líricos de Wordsworth, el verdadero inventor de la poesía moderna, sigue la ominosa Oda del marinero antiguo de Coleridge, y luego Shelley y Keats en sus momentos más cautivantes. He reservado una breve discusión de mis cuatro poetas modernos predilectos —W. B. Yeats, D. H. Lawrence, Wallace Stevens y Hart Grane— para el comienzo de las «Observaciones sumarias» a la sección pues, entre los cuatro, ellos heredan todos los elementos cruciales de los poemas que analizo antes.
En mi corazón un aire letal
sopla de aquella región lejana:
¿Qué son las colinas azules del recuerdo?
¿Qué esos campanarios, qué esas granjas?
Es la tierra de la plenitud perdida;
de lleno la veo brillar:
caminos felices por donde me fui
y no podré regresar.
Ésta es la decimocuarta pieza de
Un muchacho de Shropshire
(1896), de A. E. Housman. Como muchos poemas de su autor, hace sesenta años que lo llevo en la cabeza. Cuando era un niño de ocho años, solía pasear canturreando versos de Housman y de Blake, y si todavía lo hago es con menor frecuencia pero con fervor intacto. Acaso la mejor forma de empezar a discutir cómo ha de leerse un poema sea abordando a Housman, cuyo modo conciso y económico atrae en virtud de una simplicidad aparente. Bajo esa simplicidad, que es astuta, se oculta la reverberación que ayuda a definir a la gran poesía. «Un aire letal» es una ironía soberbia, ya que, bien como aria o como recordada sensación de una brisa, el canto o el aliento, que deberían impulsar la vida, paradójicamente matan. Nacido en Worcestershire, de muchacho Housman amaba Shropshire porque «sus colinas eran nuestro horizonte occidental». Las «colinas azules del recuerdo» del poema, parte de un todo, no representan sólo una Shropshire idealizada sino un «más allá» trascendente, una felicidad que el frustrado Housman no alcanzó nunca. Hay un doliente vaciamiento de la identidad en la declaración «Es la tierra de la plenitud perdida», ya que la plenitud no había sido más que una aspiración. Y sin embargo, en una afirmación sublime, el poeta insiste: »La veo brillar de lleno», como podría insistir un peregrino en que está contemplando Jerusalén. Esos «aminos felices» sólo pertenecían al futuro, y es por eso que Housman no puede regresar. El poema atrapa y mantiene a la perfección el acento de lo tardío en lo que, vemos al cabo, es una lírica amorosa de la especie más triste: la que recuerda un sueño juvenil.
El estilo directo de Housman ayuda a sugerir un primer principio de cómo leer poemas: atentamente, porque una verdadera cualidad de cualquier poema bueno es que soportará la lectura más atenta y vigilante. He aquí a William Blake, mucho más grande que Housman, dándonos una lírica que también parece simple y llana. El poema es «La rosa enferma»:
¡Rosa, estás enferma!
El gusano oscuro
que vuela en la noche,
en el trueno brusco,
descubrió tu lecho
de tan roja dicha
y su negro amor secreto
te destruye la vida.
El tono de Blake, a diferencia del de Housman, es difícil de describir. «Negro amor secreto» se ha convertido en frase permanente para nombrar casi cualquier relación erótica clandestina y el tipo de destrucción que entraña. Las ironías de «La rosa enferma» son feroces, acaso crueles de tan implacables. Si bien lo que Blake pinta es sumamente natural, la perspectiva del poema hace de lo natural mismo un rito social en el que la amenaza fálica se contrapone a la autogratificación femenina (antes de ser descubierto por el gusano, el lecho de la rosa es de «tan roja dicha»). Como ocurre con la lírica de Shropshire de Housman, la mejor forma de leer «La rosa enferma» es en voz alta: se intuye así que es una especie de conjuro, un clamor profético contra la naturaleza y contra la naturaleza humana.
Tal vez sólo William Blake haya sido capaz de poner en un poema tan breve (en inglés, apenas treinta y cuatro palabras) una carga visionaria tan oscura, pero hay algo en los poetas que se inclina a manifestar su exuberancia creativa apretando mucho en poco espacio. Por «visionario» entiendo un modo de percepción por el cual objetos y personas son vistos con una intensidad amplificada con dejos proféticos. Con frecuencia visionaria, la poesía intenta domesticar al lector para llevarlo a un mundo donde todo lo que mira tiene un aura trascendental.
El poeta romántico Walter Savage Landor, cuyas asiduas disputas literarias y pleitos incesantes fueron confirmación irónica de su segundo nombre
[4]
, compuso notables cuartetas plenas de un maravilloso autoengaño. Ésta, por ejemplo, titulada «Al cumplir setenta y cinco años»:
Por nada me esforcé, pues nada lo valía.
Amé la naturaleza, y amé también el Arte:
Me calenté ambas manos ante el fuego de la vida;
ahora ella se hunde, y yo soy uno que parte.
En caso de llegar a los setenta y cinco, el día que los cumpla a uno no le estará de más pasearse murmurando este epigrama, bien que, alegremente, sepa que es falso tanto para uno como para el salvaje Landor. Los buenos poemas cortos son especialmente memorables, y con esto he arribado a un primer punto crucial sobre cómo leer poemas: en lo posible,
hay que memorizarlos
. Antaño recurso central de la buena enseñanza, con el tiempo la memorización degeneró en repetición de loro y por eso fue abandonada — erróneamente. A las relecturas silenciosas de un poema breve que realmente nos ha encontrado debería seguir el recitado en voz alta, hasta descubrir en posesión del poema. Se podría empezar con «El águila», de Tennyson, dos tercetos deliciosamente orquestados:
Se aferra al peñasco con garras encorvadas;
cerca del sol, en tierras solitarias,
por un mundo de azur circundado se alza.
Abajo se agita el mar turbulento.
El mira desde los muros de su cerro
y luego se precipita como el trueno.
Si el poema es un ejercicio (triunfante) de amalgama entre sonido y sentido, también presenta un aspecto sublime. El águila apela a nuestra capacidad imaginativa de identificación. Cierta vez, luego de un almuerzo, Robert Penn Warren, que componía asombrosos poemas líricos sobre águilas y halcones, me recitó el arrebatador fragmento de Tennyson y en seguida dijo: «Me gustaría haberlo escrito yo». Puede que si uno memoriza «El águila» llegue a sentir que lo ha escrito, tan universal es el altivo anhelo que impregna el poema.
En una ocasión, cuando yo era en Yale un profesor más joven y bastante más paciente que ahora, persuadí a mi clase de Poesía Victoriana de que memorizáramos juntos el soberbio monólogo dramático de Tennyson titulado «Ulises», un poema que se presta a ser memorizado y a las iluminaciones críticas que la posesión por la memoria puede suscitar.
Sobrevolando los márgenes de la apasionada meditación de Tennyson encontramos otras versiones de Ulises: desde la de
La Odisea
de Homero hasta la del
Infierno
de Dante, la de
Troilo
y
Crésida
de Shakespeare y la de Milton, que en los primeros libros de
El paraíso perdido
transforma a Ulises en Satán. Alusivo y contrapuntístico, el
Ulises
de Tennyson es de una elocuencia inolvidable y muy accesible a la memorización, acaso porque hay en muchos lectores algo que se deja tentar por la posibilidad de identificarse con el equívoco héroe, figura permanente y central de la literatura occidental. La ambivalencia, que Shakespeare llevó a la perfección, es el surgimiento en nosotros de sentimientos poderosos —positivos y negativos a un tiempo— hacia otro individuo. Según parece haber sido la intención de Tennyson, su Ulises representa la necesidad de seguir adelante con la vida, y ello pese a la extraordinaria pena del poeta por la muerte temprana de su mejor amigo, Arthur Henry Hallam. Gran parte de la mejor poesía de Tennyson consiste en elegías para Hallam, entre ellas
In Memoriam y Moite d’Aittmr
. No obstante, el monólogo de Ulises evoca una ambivalencia profunda, que comienza con lo que se nos antoja un áspero retrato del hogar, la esposa y los súbditos a quienes ha regresado después de tantas peripecias:
Poco provecho arroja que, monarca ocioso,
junto a un fuego quieto, entre riscos yermos,
con una esposa anciana, yo imponga y reparta
leyes desiguales a una raza salvaje
que se apiña, duerme, come y no me conoce.
Da la impresión de que el último reproche es el centro del malestar de Ulises, y de que éste trasciende, tanto la descortés mención de la decadencia de la fiel Penélope, como el poco convincente lamento por las leyes que él mismo administra pero apenas desea mejorar. La tosca población de Itaca no conoce la grandeza y la gloria de Ulises — en su propia opinión únicos rasgos capaces de definirlo. Sin embargo, ¡que soberbia expresión de descontento memorable constituyen estos cinco versos iniciales! ¡Cuántos hombres maduros, a lo largo de los siglos, no han reflexionado en este tono, heroico para ellos mismos pero no necesariamente para otros! Claro que Ulises, por egoísta que sea, ya ha cobrado facundia y lo que viene a continuación no tarda en modificar nuestra respuesta negativa o muda:
No hay reposo para mí del viaje; beberé la vida
hasta las heces: en todo tiempo he gozado
grandemente, y he sufrido mucho, solo o con aquéllos
que me amaban; en la orilla o cuando
con raudas rachas las lluviosas Hiades humillaban
el mar tenue: me he convertido en un nombre;
vagabundo eterno de corazón hambriento,
he visto y conocido mucho; ciudades humanas,
costumbres, climas, concejos, gobiernos, y de todos
antes que menosprecio obtuve honra;
y allá en las planicies de la ventosa Troya
bebí delicias de batalla con mis pares.
Soy parte de todo cuanto he tenido ante mí;
pero toda experiencia es un arco a través del cual
destella el mundo aún no recorrido, cuyo margen
no deja de desvanecerse a medida que me muevo.
¡Qué insulso es detenerse, terminar, acumular
óxido sin ser lustrado, no relucir en el uso!
Como si respirar fuera vivir. Las capas de vida
apilada fueron poco, y de una de ellas poco
me queda: mas de cada hora algo más se
salva del silencio, algo que es portador
de cosas nuevas; y sería una vileza
almacenarme por el lapso de tres soles,
y que este gris espíritu anhelante de deseo
persiguiera el saber como una estrella zozobrante
allende los confines del pensamiento humano.
Al lector se le ofrece la posibilidad de la identificación heroica, y encuentra muy difícil resistirla. El
ethos
aquí profetiza el código de Hemingway: vivir la vida propia hasta agotarla — si descontamos que los toreros y los cazadores apenas pueden competir con este héroe de héroes. El lector advierte que Ulises habla de «aquéllos que me amaban» pero nunca de aquéllos a quienes amaba o ama él. Cuánto conmueve sin embargo leer «me he convertido en un nombre», porque cualquier juicio de egoísmo desaparece cuando reflexionamos en que ese nombre es Ulises, grávido de innumerables evocaciones. «Antes que menosprecio obtuve honra» pierde los estigmas para fundirse en «soy parte de todo cuanto he tenido ante mí». Este verso de palabras cortas (en inglés son todos monosílabos, «
I am part of allthat I have met
») distribuye sus énfasis, de modo que los dos verbos en primera persona (en inglés dos «i») quedan atenuados en parte por el «todo» que el buscador ha perseguido y encontrado. En la ironía «Como si respirar fuera vivir» reverbera un vitalismo shakespeariano, un eco del temerario espíritu de Hamlet. Si el que habla aquí es un anciano, habla rechazando la sabiduría de la vejez.