Limpiate la mente de jerga
conduce al segundo principio del restablecimiento de la lectura:
No trates de mejorar a tu vecino ni tu vecindario por las lecturas que eliges o cómo las lees
. La superación personal ya es un proyecto bastante considerable para la mente y el espíritu de cada uno: no hay ética de la lectura. Hasta tanto haya purgado su ignorancia primordial, la mente no debería salir de casa; las excursiones prematuras al activismo tienen su encanto, pero consumen tiempo, y nunca habrá tiempo suficiente para leer. Historizar, sea el pasado o el presente, es practicar una especie de idolatría, una devoción obsesiva a las cosas en el tiempo. Leamos entonces bajo esa luz interior que celebró John Milton y Emerson adoptó como principio de lectura. Principio que bien puede ser el tercero de los nuestros:
El estudioso es una vela que encienden el amor y el deseo de todos los hombres
. Olvidando tal vez la fuente, Wallace Stevens escribió maravillosas variaciones de esta metáfora; pero la frase emersoniana original articula con mayor claridad el tercer principio de la lectura. No hay por qué temer que la libertad del desarrollo como lector sea egoísta porque, si uno llega a ser un verdadero lector, la respuesta a su labor lo ratificará como iluminación de los otros. Cuando reflexiono sobre las cartas de desconocidos que he recibido en los últimos siete u ocho años, en general me conmuevo tanto que no puedo responder. Si tienen un
páthos
para mí, radica en que a menudo trasuntan un ansia de estudios literarios canónicos que las universidades desdeñan satisfacer. Emerson dijo que la sociedad no puede prescindir de mujeres y hombres cultivados, y proféticamente agregó: «El hogar del escritor no es la universidad sino el pueblo». Se refería a los escritores fuertes, a los hombres y mujeres representativos; a los representantes de sí mismos, y no a los parlamentarios, pues la política de Emerson era la del espíritu.
La función —olvidada en gran medida— de una educación universitaria quedó captada para siempre en «El estudioso americano», discurso en el que, de los deberes del docto, Emerson dice: «Todos deben estar comprendidos en la confianza en sí mismo». Yo tomo de Emerson mi cuarto principio de la lectura:
Para leer bien hay que ser un inventor
. A la «lectura creativa», en el sentido de Emerson, yo la llamé alguna vez «mala lectura»
[1]
, palabra que persuadió a mis oponentes de que padecía de dislexia voluntaria. La ruina o el espacio en blanco que ven ellos cuando miran un poema está en sus propios ojos. La confianza en sí mismo no es una donación ni un atributo, sino el segundo nacimiento de la mente, y no sobreviene sin años de lectura profunda. En estética no hay patrones absolutos. Si alguien desea sostener que el ascendiente de Shakespeare fue un producto del colonialismo, ¿quién se molestará en refutarlo? Al cabo de cuatro siglos Shakespeare nos impregna más que nunca; lo representarán en la estratosfera y en otros mundos, si se llega hasta allí. No es una conspiración de la cultura occidental; contiene todos los principios de la lectura y es mi piedra de toque a lo largo del libro. Borges atribuyó el carácter universal de Shakespeare a su aparente falta de personalidad, pero ese rasgo es más bien una gran metáfora de lo que hace diferente a Shakespeare, que en última instancia es poder cognoscitivo como tal. Con frecuencia, aunque no siempre sabiéndolo, leemos en busca de una mente más original que la nuestra.
Como la ideología, sobre todo en sus versiones más superficiales, es especialmente nociva para la capacidad de captar y apreciar la ironía, sugiero que nuestro quinto principio para el restablecimiento de la lectura sea la
recuperación de lo irónico
. Pensemos en la inagotable ironía de Hamlet, que casi invariablemente dice una cosa cuando quiere decir otra, ésta a menudo lo opuesto de lo que está diciendo. Pero con este principio me acerco a la desesperación, porque enseñarle a alguien a ser irónico es tan difícil como instruirlo para que se haga solitario. Y sin embargo la pérdida de la ironía es la muerte de la lectura y de lo que nuestras naturalezas tienen de civilizado.
Anduve de Tabla en Tabla
con paso lento y prudente.
Sentía alrededor las estrellas,
en torno a mis pies el Mar.
Sabía que quizá la siguiente
fuera la pisada final.
A mi precario paso algunos
suelen llamarlo Experiencia.
Mujeres y hombres pueden caminar de maneras diferentes, pero a menos que nos disciplinen todos tenemos un paso en cierto modo individual. Difícilmente puede aprehenderse a Dickinson, maestra del sublime precario, si uno está muerto para sus ironías. Aquí va andando por el único sendero disponible, «de tabla en tabla»; irónicamente, no obstante, la lenta cautela se yuxtapone a un titanismo que le hace sentir «alrededor las estrellas», aunque tenga los pies casi en el mar. El hecho de ignorar si el paso siguiente será la «pulgada final» le confiere ese «precario Paso» al que no da nombre, aunque «algunos» lo llamen «Experiencia». Dickinson había leído «Experiencia», el ensayo de Emerson —una pieza culminante, muy al modo en que «De la experiencia» lo fuera para Montaigne— y su ironía es una respuesta amable a la apertura de Emerson: «¿Dónde nos encontramos? En una serie cuyos extremos desconocemos, y que para nuestra creencia no existen». Para Dickinson el extremo es ignorar si el paso siguiente será la pulgada final. «¡Si alguno de nosotros supiera qué estamos haciendo, o hacia dónde vamos, sería mejor que lo pensáramos dos veces!» El consiguiente ensueño de Emerson difiere del de Dickinson en temperamento o, como dice ella, en el paso. En el ámbito de la experiencia de Emerson «todas las cosas nadan y destellan», y su ironía genial es muy diferente de la ironía de la precariedad de Dickinson. Con todo, ninguno de los dos es un ideólogo, y en los poderes rivales de sus respectivas ironías ambos perviven.
Al final del sendero de la ironía perdida hay una pulgada última, más allá de la cual el valor literario será irrecuperable. La ironía es sólo una metáfora, y es difícil que la ironía de una edad literaria sea la de otra; no obstante, sin un renacimiento del sentido irónico se habrá perdido más que lo que llamamos «literatura imaginativa». Ya parece estar perdido Thomas Mann, irónico mayor de los grandes escritores de este siglo. No dejan de aparecer nuevas biografías suyas, casi siempre reseñadas sobre la base de su homoerotismo, como si la única forma de rescatarlo para nuestro interés fuera certificar su condición de homosexual, y darle así un lugar en los planes de estudio universitarios. Esto no difiere mucho de estudiar a Shakespeare sobre todo por su aparente bisexualidad, pero los caprichos del contrapuritanismo vigente parecen no tener límite. Aunque las ironías de Shakespeare, es de esperar, son las más abarcadoras y dialécticas de toda la literatura occidental, su arco emocional es tan vasto e intenso que no siempre median entre nosotros y las pasiones de los personajes. Por lo tanto Shakespeare sobrevivirá a nuestra era; perderemos sus ironías y nos aferraremos a lo que quede de él. Pero en Thomas Mann cada emoción, narrativa o dramática, está mediada por un esteticismo irónico; enseñar
Muerte en Venecia
o
Desorden y pena temprana
a los universitarios más habituales resulta casi imposible. Cuando los autores son destruidos por la historia, con toda justicia calificamos sus obras como «piezas de época»; pero cuando la ideología historizada nos los vuelve inaccesibles, creo que topamos con un fenómeno diferente.
La ironía exige un cierto nivel de atención y la habilidad de poder tener ideas antitéticas, incluso cuando éstas chocan entre sí. Despojar a la lectura de ironía implica la pérdida inmediata de toda disciplina y sorpresa. Busca todo aquello que te es cercano, que pueda ser usado para sopesar y considerar, y muy probablemente encontrarás ironía, incluso si muchos de tus profesores no saben qué es ni dónde encontrarla. La ironía limpiará tu mente de la jerga de los ideólogos y te ayudará a resplandecer como el estudioso de una vela.
Cuando uno anda por los setenta quiere tan poco leer mal como vivir mal, porque el tiempo no afloja la marcha. No sé si le debemos a Dios o a la naturaleza una muerte, pero la naturaleza hará su cosecha de todos modos y, por cierto, a la mediocridad no le debemos nada, cualquiera sea la colectividad que pretende mejorar o al menos representar.
Debido a que por medio siglo mi lector ideal ha sido el Dr. Samuel Johnson, paso a ocuparme de mi pasaje favorito de su
Prefacio a Shakespeare
:
Éste es pues el mérito de Shakespeare, que su drama sea el espejo de la vida; que aquél que ha enmarañado su imaginación siguiendo los fantasmas alzados ante él por otros escritores pueda curarse de sus éxtasis delirantes leyendo sentimientos humanos en lenguaje humano, escenas que permitirían a un ermitaño estimar las transacciones del mundo y a un confesor predecir el curso de las pasiones.
Para leer sentimientos humanos en lenguaje humano hay que ser capaz de leer humanamente, con toda el alma. Tenga las convicciones que tenga, uno es más que una ideología; y Shakespeare le dice algo a la parte de sí que cada cual lleve hasta él. En otras palabras: Shakespeare nos lee más enteramente de lo que podemos leerlo a él, aun después de habernos limpiado la cabeza de jergas. No ha habido antes ni después de él otro escritor con semejante dominio de la perspectiva, ni que desborde tanto cualquier contextualización que se imponga a sus obras. Johnson, que percibió esto de modo admirable, nos incita a permitir que Shakespeare nos cure de nuestros «éxtasis delirantes». Permítanme extender a Johnson instándonos también a reconocer los fantasmas que exorcizará la lectura profunda de Shakespeare. Uno de ellos es la muerte del autor; otro es la afirmación de que el yo es una ficción; otro más, la opinión de que los personajes literarios y dramáticos son signos en una página. Un cuarto fantasma, el más pernicioso, es que el lenguaje piensa por nosotros.
De todos modos, al fin el amor por Johnson y por la lectura me aparta de la polémica para llevarme a la celebración de los muchos lectores solitarios que sigo encontrando, tanto en el aula como en los mensajes que recibo. Leemos a Shakespeare, Dante, Chaucer, Cervantes, Dickens, y todos sus pares porque amplían la vida, y más. En términos pragmáticos, se han convertido en la bendición, ésta en el verdadero sentido yahvístico de «más vida vertida en tiempo sin límites». Leemos en profundidad por razones variadas, la mayoría de ellas familiares: porque no podemos conocer a fondo suficientes personas; porque necesitamos conocernos mejor; porque requerimos conocimiento, no sólo de nosotros mismos o de otros, sino de cómo son las cosas. Sin embargo el motivo más fuerte y auténtico para la lectura profunda del tan maltratado canon es la búsqueda de un placer difícil. Yo no patrocino precisamente una erótica-de-la-lectura, y pienso que «dificultad placentera» es una definición plausible de lo sublime; pero la búsqueda del lector sigue siendo un placer más alto. Hay un sublime del lector que me parece la única trascendencia secular a nuestro alcance, si exceptuamos esa trascendencia aún más precaria que llamamos «enamoramiento». Los exhorto a descubrir aquello que les es realmente cercano y puede utilizarse para sopesar y reflexionar. A leer profundamente, no para creer, no para contradecir, sino para aprender a participar de esa naturaleza única que escribe y lee.
CUENTOS
El escritor irlandés Frank O’Connor celebró el cuento en su libro
La voz solitaria
porque en su opinión era la forma más apta para tratar con los individuos solitarios, en particular los situados al margen de la sociedad. Si esto fuera del todo cierto, el cuento habría devenido casi lo opuesto de uno de sus orígenes más probables, el relato folklórico. Entonces, a diferencia del poema lírico, el cuento nos heriría una vez, una sola, a diferencia también de las novelas que nos afligen con muchas sensaciones, con penas y alegrías múltiples. Sin embargo, esto último también lo hacen los cuentos de Chéjov y de sus escasos pares.
Los cuentos no son parábolas ni proverbios sabios, y por lo tanto no pueden ser fragmentos; les pedimos los placeres de la clausura. El deslumbrante fragmento de Kafka titulado «El cazador Gracchus» termina cuando el alcalde de un pueblo costero le pregunta al cazador resurrecto, especie de Judío Errante o Marinero Antiguo, cuánto piensa prolongar su visita. «No puedo decirlo, burgomaestre», responde Gracchus: «… Mi barca no tiene timón; la impulsa un viento que se alza de las heladas regiones de la muerte». Esto no es una clausura, un cierre, pero ¿qué habría podido agregar Kafka? La frase final de Gracchus es más memorable que todos los finales deliberados de cuentos, salvo unos pocos.
¿Cómo se lee un cuento? Edgar Allan Poe habría dicho: de una sentada. Pese a la popularidad mundial y permanente de que gozan, los cuentos de Poe están atrozmente escritos (como sus poemas) y se benefician de la traducción, incluso al inglés. Pero Poe apenas es uno de los genuinos ancestros del cuento moderno. Entre esos ancestros están Pushkin y Balzac, Gogol y Turguéniev, Maupassant, Chéjov y Henry James. Los maestros modernos de la forma son James Joyce y D. H. Lawrence, Isaak Babel y Ernest Hemingway y un grupo variado que incluye a Borges, Nabokov, Thomas Mann, Eudora Welty, Flannery O’Connor, Tommaso Landolfi e Italo Calvino. Aquí me centraré en cuentos de Turguéniev y Chéjov, Maupassant y Hemingway, Flannery O’Connor y Vladimir Nabokov, Jorge Luis Borges, Tommaso Landolfi y Calvino porque todos ellos alcanzaron en su arte algo del orden de la perfección.
Frank O’Connor pone los
Apuntes del álbum de un cazador
(1852) de Turguéniev, por encima de cualquier otro volumen individual de cuentos. Un siglo después de haber sido compuestos, los
Apuntes
permanecen asombrosamente frescos, aunque la actualidad que tenía en esa época, la necesidad de emancipar a los siervos, se haya doblegado bajo todos los desastres de la historia rusa. Los cuentos de Turguéniev son de una belleza inquietante; tomados en conjunto, están entre las mejores respuestas que conozco a la pregunta de por qué leer (siempre dejando aparte a Shakespeare). Turguéniev, que amaba a Shakespeare y a Cervantes, dividía a toda la humanidad (del tipo de los que buscan) en Hamlets y Quijotes. Habría podido añadir a los Falstaffs y los Sancho Panzas, dado que junto con los otros dos estos forman un paradigma cuádruple de otros tantos seres ficticios.