Read Conspiración Maine Online
Authors: Mario Escobar Golderos
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
—Estimados señores, tengo una propuesta que podría ayudarles a ganar la guerra —dijo Blume.
Los dos hombres se miraron intrigados. El general dejó la cuchara y escuchó la propuesta del ingeniero. Éste se puso en pie y comenzó a moverse por el comedor.
—Hace unos ocho años inventé un submarino para ayudar a la armada peruana en su guerra con Chile. Se probó el prototipo y todos los resultados fueron satisfactorios. Como sabrán, gracias a mi colaboración, la armada pudo hundir dos barcos del enemigo, el
Loa
y la corbeta
Covadonga
. Pero poco después terminó la guerra y el ejército desechó el proyecto y hundió el prototipo.
—Muy interesante, pero, ¿cómo puede beneficiarnos eso a nosotros? —preguntó el general, después de limpiarse la cara con la servilleta.
—Guardé todos los planos sobre el submarino y un prototipo de mina hidrostática. Con esos elementos ustedes podrían destruir a la Armada Española antes de que ésta pudiera reaccionar.
—¿Qué costaría ese proyecto a la causa cubana? —preguntó el general mientras se mesaba el bigote.
—Nada, el invento es mío y yo puedo facilitárselo a quien quiera. Su causa me parece lo bastante justa.
—Pero, ¿será muy caro hacer un prototipo de ese calibre? ¿Qué tipo de ingenieros podrían montarlo? —preguntó Manuel.
—Los planos le mostrarán lo fácil y barato que es realizar un prototipo de estas características —dijo Blume desapareciendo de la sala. Los dos hombres se miraron sorprendidos. Unos minutos después regresó con dos cuadernos y unos planos metidos en un tubo metálico. Apartó los platos y extendió los planos sobre la mesa.
Planos del submarino de Blume encontrados en la Biblioteca del Congreso (USA).
—Sencillo, muy sencillo —comentó el ingeniero invitando con un gesto a que los dos cubanos se acercaran.
—¿En cuánto tiempo podría estar listo? —preguntó el general.
—Eso depende de ustedes, nosotros tardamos en montarlo y armarlo seis meses.
Horas después los dos cubanos salieron con los planos del prototipo debajo del brazo. El general sabía que el proyecto necesitaba del apoyo de Macero y de la Junta Revolucionaria Cubana de Nueva York, pero se veía entusiasmado ante la perspectiva de romper el bloqueo de los barcos españoles. Antes de que Máximo Gómez regresara a Cuba, ordenó al comandante Manuel Portuondo que realizara varias copias y enviara una a la Junta en Nueva York y otra al general Maceo.
Unos meses más tarde, el general Maceo y todos los jefes militares
mambises
desecharon el proyecto. Los costes eran muy elevados, no se contaba con ingenieros que llevaran a cabo el proyecto y el realizar el submarino en algún astillero extranjero hubiera levantado las sospechas de España. El submarino de Blume y su mina quedaban desestimados. Los miembros de la Junta Revolucionaria de Nueva York, por el contrario, no estuvieron de acuerdo con la resolución, pero como tampoco pudieron reunir los medios materiales y técnicos para llevar a cabo el proyecto, terminaron por renunciar a él.
La Habana, 20 de Febrero 1898.
La ventana central de la mansión era la única que se veía iluminada. Los guardas seguían apostados en la entrada y Lincoln miraba el reloj una y otra vez. Su compañero llevaba más de una hora dentro de la casa y, aunque todo parecía tranquilo, temía que le hubieran descubierto. Mientras, en el interior, Hércules escuchaba el relato del comandante sin apenas pestañear. La historia de Blume y su submarino le parecía increíble. Sabía que existían prototipos de esos barcos y que se habían usado con cierta eficacia en la Guerra Civil en los Estados Unidos, pero no podía imaginarse al ejército irregular cubano armado con un artefacto tan sofisticado.
—Si desecharon el proyecto hace más de una década, ¿por qué tiene miedo a que alguien relacione el hundimiento del
Maine
con ustedes? —preguntó Hércules.
—Creemos, bueno, estamos seguros de que alguien de la Junta Revolucionaria Cubana en Nueva York facilitó los planos a un grupo de anarquistas.
—¿Un grupo de anarquistas? —dijo extrañado Hércules.
—Las relaciones entre nosotros y los anarquistas son de sobra conocidas.
—Conozco las relaciones entre ustedes, pero ¿qué interés podrían tener unos anarquistas en provocar un conflicto entre España y los Estados Unidos?
—Piensan que de esa forma ayudarán a la liberación del pueblo cubano. Los campos de concentración en la época de Weyler y las matanzas de revolucionarios han acercado a muchos a nuestra causa.
—Entonces, la Junta de Nueva York estaría involucrada en los hechos —afirmó Hércules.
Manuel Portuondo dudó unos instantes y después dijo:
—Tan sólo algún elemento aislado, pero siguiendo esa pista se puede llegar hasta la Junta y esto nos implicaría también a nosotros.
—¿Quién pudo facilitar el dinero para construir el submarino? Si es que realmente ha llegado a construirse.
—No lo sé, pero tenemos pruebas de que Blume viajó a Nueva York el año pasado.
—Puede que él mismo haya facilitado el dinero —apuntó Hércules.
—Es posible —respondió Portuondo que poco a poco había recuperado la calma.
—Una última cosa, no quiero que sus hombres nos sigan, manténganse al margen. Si ustedes no hundieron el barco no tienen nada que temer. Pero, ¿quién fue el hombre que los traicionó en la Junta?
—No lo sabemos.
—Siento hacer esto, pero… —dijo Hércules golpeando con el puño del revólver la cabeza del comandante. Tenía que ganar tiempo para poder huir y no podía dejar que su prisionero le delatara.
Desandando el camino, bordeó el jardín y saltó la verja a unos metros de Lincoln. Una vez fuera, avisó a su compañero y ambos se alejaron de la zona residencial. Tardaron media hora en llegar al hotel. El color del cielo empezaba a clarear cuando los dos hombres entraron en la habitación de Hércules. El español relató al norteamericano, omitiendo algunos detalles, la historia del ingeniero Blume y su submarino, la pista de los anarquistas de Nueva York y la mina hidrostática. Pidió al agente americano que solicitara información sobre los anarquistas y sobre Blume; Hércules sabía el poder y extensión de las agencias de los Estados Unidos en todo el continente y estaba seguro de que tendría alguna información sobre todo el asunto.
—¿Su gobierno ha apoyado proyectos de este tipo? —preguntó Hércules.
—No lo sé, tan sólo soy un agente. Pero en mis contactos con los revolucionarios cubanos, nunca nadie me ha hablado de este proyecto.
—Será mejor que intentemos descansar un poco —dijo Hércules desperezándose.
—Mañana mismo iré al Consulado para ponerme en contacto con mis superiores.
—Me parece muy bien, yo le esperaré en el hotel. Por la tarde me gustaría que hiciésemos una visita.
—¿A quién?
—Ya lo verá, no se impaciente.
Lincoln salió del cuarto y se dirigió a su habitación. Hércules se desvistió y antes de tumbarse en la cama se asomó en mangas de camisa al balcón. Desde allí pudo observar cómo una mujer salía del hotel. ¿Dónde irá tan temprano?, —se preguntó.
En la plaza apenas se veían algunos barrenderos, que con sus escobas de palma se esforzaban por dejar limpia la calle. La figura femenina se perdió entre los edificios y Hércules entró para descansar un poco. Sintió la boca reseca, visualizó un vaso de ron y volvió a vestirse, dejando la habitación para beber un trago.
Prototipo del submarino de Blume utilizado en la guerra peruano-chilena.
La Habana, 20 de Febrero.
Alguien aporreó la puerta, pero fue inútil. Hércules estaba profundamente dormido. Tras una noche de emociones y tres o cuatro copas como desayuno, el agotamiento le había sumergido en el más placentero de los sueños. Por fin, después de cuarenta y ocho horas, su sangre recuperaba una cantidad de alcohol óptima. Manuel Portuondo había pronunciado las palabras mágicas y un torrente de recuerdos le había arrastrado al mismo agujero de donde procedía. El general Weyler, para algunos un héroe para otros un asesino cruel y sanguinario, le devolvía a un pasado que prefería olvidar.
La llegada del general Weyler en 1896, como capitán general de Cuba, cambió la situación en la isla. Después de un año de guerra, las autoridades españolas estaban impacientes por terminar con la sangría humana y económica que suponía la insurrección. Los Estados Unidos presionaban para que el conflicto acabara y España, aislada diplomáticamente, buscaba una solución rápida. El general tenía plenos poderes y todos los recursos disponibles.
Valeriano Weyler se enfrentaba a un enemigo conocido, el general Máximo Gómez. Los dos habían servido juntos en el ejército español en la guerra de Santo Domingo del año 1863. Nunca se cayeron bien, el dominicano era jovial y alegre, demasiado alegre para el soldado mallorquín, seco y serio. Se habían enfrentado en 1870 a las riveras del río
Chiquito
. Poco antes, el general español había dado caza a otro líder insurrecto, Agramante, que le había desafiado diciendo: «Si quieres encontrarme, sigue las cabezas de tus soldados que están colgadas de los árboles camino del potrero». Pero el general Máximo Gómez era mucho más escurridizo y se escapó de la tela de araña que Weyler había hilado para él.
Después de 26 años, el general español había regresado para terminar su trabajo; destruir y exterminar a todos los revolucionarios cubanos. Para ello no escatimó en medios. Dividió la isla en cuadrículas, como si de un tablero de ajedrez se tratara, y reconcentró la población en campamentos para impedir que apoyaran a los rebeldes. En condiciones infrahumanas trescientos mil cubanos soportaron el hambre, las enfermedades tropicales que los diezmaban y la humillación de sentirse prisioneros en su propia tierra. Pero las victorias del general Weyler acallaban las pocas voces que se levantaban en Madrid contra sus métodos. En pocos meses se recuperaron varios territorios en la zona oriental, la comunicación terrestre con Santiago y las líneas férreas que sacaban el apreciado azúcar y el valioso tabaco de las plantaciones.