Read Conspiración Maine Online
Authors: Mario Escobar Golderos
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
Foto de Pablo Iglesias. Su aventura con Miguel de Unamuno se ha desconocido hasta hace unos meses, cuando el descubrimiento de un diario en Córdoba (Argentina) del escritor argentino Joaquín Víctor González, que vivió en España durante los primeros años del siglo XX, ha sacado a la luz esta inimaginable historia.
—Por favor, sería tan amable. Acomode al señor Miguel de Unamuno en la biblioteca y traiga lo que le pida.
El criado dejó pasar al visitante y le llevó hasta la segunda planta. El hombre entró en la sala y se sentó en una de las confortables butacas. Deshizo el nudo del cordel y abrió la primera carta. Respiró hondo y observó el pedacito de cielo que asomaba por los grandes ventanales. Después se enfrascó en las últimas palabras de su gran amigo Ángel Ganivet.
La Habana, 21 de Febrero.
El profesor Gordon estaba acostumbrado a pasar mucho tiempo a solas, pero permanecer obligatoriamente encerrado en un cuarto de un burdel de La Habana no era exactamente su idea de un día perfecto. A pesar de todo, no había perdido el tiempo. Entre los gustos literarios de Hernán estaba la construcción de barcos, la historia, la botánica y otras artes nobles, por lo que durante toda la jornada leyó sin parar. El suelo y la mesa estaban repletos de libros. El sillón, donde el profesor leía, tenía tres volúmenes abiertos y a su lado, una pequeña montaña de ejemplares se apilaba en un difícil equilibrio. Cuando la mujer y los dos hombres entraron en el cuarto, el profesor dejó su lectura y los recibió con efusividad.
—Queridísimos compañeros. Creí que me volvería loco entre estas cuatro paredes. ¿Escuchan el bullicio? —dijo pegándose la mano al oído. De fondo se oían gemidos, gritos y suspiros de todos los tonos—. Pues esto no ha hecho sino empezar.
—Profesor —dijo Hércules adelantándose—. Le prometo que es mejor para su seguridad que se quede aquí. Hemos estado hablando con el jefe de policía y creen que está fuera de la isla y que el incendio de su casa ha sido un accidente.
—Ya les dije que la policía de La Habana es la peor del mundo. Lo único que lamento es la desaparición de alguno de mis libros. ¿Me han traído los libros que les pedí?
—Sí —contestó Hércules sacando de un pequeño macuto varios ejemplares.
—Muchas gracias. Llevo todo el día meditando en este asunto —dijo el profesor mientras recogía los libros.
—Podemos hablar mientras cenamos algo —dijo Lincoln señalando su vacío estómago.
—Bien, bien. Si necesitan cenar, cenemos —comentó el profesor tomando un libro y volviendo a abstraerse en la lectura.
Unos minutos después todos habían cenado. Lincoln y Hércules explicaron a Helen y el profesor Gordon la información obtenida en sus dos entrevistas; la tensa reunión con el capitán Del Peral y la aburrida charla con el coronel de la Guardia Civil. Les comentaron las teorías de la explosión interna y las conclusiones provisionales de la Comisión española, haciendo especial énfasis en la extraña visita del Almirante Mantorella al
Maine
la misma noche de su explosión.
—Es muy extraño que el Almirante les haya ocultado una información tan valiosa. Ahora entiendo lo que me dijo Winston —dijo Helen.
—¿Quién? —le preguntó Lincoln.
—Winston Churchill, un periodista inglés. La arrogancia personificada —explicó Helen—. Me dijo que habían visto al Almirante y al capitán Sigsbee en una corrida de toros, pero que el embajador Lee no se encontraba con ellos.
—No sabía que mantenían ustedes una relación tan cordial —comentó Hércules indignado. No entendía cómo Mantorella le había ocultado una cosa así.
—Incluso, se rumorea entre los periodistas alemanes que la noche de la explosión Sigsbee no estaba en el barco. Que acudió en cuanto se produjo la explosión —dijo Helen.
—Tenemos que corroborar eso. Si el capitán del
Maine
no estaba en su puesto alguien lo debe haber visto en tierra —argumentó Hércules.
Helen sacó la lista de las visitas del
Maine
. Al principio el secretario del cónsul no quiso darle la información, pero sus contactos en Washington obraron el milagro. En la lista se encontraba la flor y nata de la sociedad cubana. Pero había un grupo de nombres femeninos que Hércules no pudo identificar. El español llamó a Hernán y éste echó un vistazo a la lista. El proxeneta empezó a reírse ante el asombro de los demás.
—Hércules, te puedo asegurar que estas chicas no son la flor y nata de la sociedad habanera. Son putas. De lujo, pero que muy putas.
—¿Prostitutas? Entraban y salían prostitutas del
Maine
—dijo Lincoln con los ojos abiertos como platos.
—Parece que sí. La mayoría de las chicas son de un burdel de lujo en las colinas. Es conocido como «Los campos Elíseos».
—¿Por qué? —preguntó Lincoln.
—La mayoría de las chicas son francesas. ¿No te has fijado en los nombres? —dijo Hernán señalando la lista.
—Gracias Hernán. A propósito, ¿has averiguado algo de dónde hacen sus veladas los Caballeros de Colón?
—No, pero espero que esta noche venga a visitarnos el criado del que te hablé.
—Gracias.
Hernán salió del cuarto y se dirigió a la habitación contigua. Abrió una pequeña mirilla y se quedó allí escuchando y observando a sus invitados. Hércules continuó relatando su encuentro con el comisario, les habló del yate de Hearst, de las desapariciones que se habían producido días antes de que explotara el
Maine
. —Tenía noticias de que el barco de Hearts estaba en La Habana, pero creía que era un rumor infundado. El señor Hearst lleva semanas intimidando a mi periódico—dijo Helen sorprendida de que fueran ciertos los rumores.
—Podría pedir información sobre ese barco —comentó Lincoln.
—Muy buena idea —respondió el español.
—Está claro que hay un gran número de elementos sospechosos en todo esto. Primero, el yate de un magnate de la prensa fondea al lado del
Maine
, en el que se cree que había miembros revolucionarios, después, al parecer al
Maine
sube todo tipo de personas, incluidas algunas prostitutas que, aleccionadas por alguien podían espiar a sus anchas. Además, el capitán Sigsbee y el Almirante mantienen una relación de amistad sospechosa y Mantorella visita la noche del suceso al capitán. Si a esto añadimos los rumores de que el capitán no estaba cuando se produjo la explosión, la historia se complica aún más.
—Todo es muy chocante. Con estos datos los sospechosos son sin duda los revolucionarios —añadió Helen.
—Tampoco olvidemos que ustedes mismos visitaron a un dirigente de la revolución que se encuentra en la ciudad, el señor Manuel Portuondo, que les cuenta la historia del submarino de Blume. Cuando empiezan a investigar les disparan desde un campanario y, es precisamente un revolucionario. Todo apunta hacia los revolucionarios cubanos, aunque ellos digan que no quieren una intervención de los Estados Unidos —argumentó el profesor.
—Pero, ¿por qué iban a colaborar con ellos el Almirante y el capitán Sigsbee? No puedo creer que sean unos traidores, y mucho menos unos revolucionarios —dijo Helen.
—Tiene toda la razón, señorita. Aunque hay otra posibilidad. Que ellos no actuaran, pero dejaran el campo libre para que se cometiera un atentado —explicó el profesor.
—¿Un norteamericano y un español? —dijo sonriente Lincoln.
—Puede que Sigsbee tuviera intereses ocultos o instrucciones de Washington, pero, ¿Mantorella? —añadió Hércules.
—Además queda lo del objeto encontrado en el camarote de Sigsbee —dijo Lincoln.
—¿Una pista falsa para atraer nuestra atención? —dijo el profesor.
—Los Caballeros de Colón existen. Usted lo sabe mejor que nadie —comentó Helen.
—Naturalmente, querida Helen, pero ellos buscan algo que yo tengo, no hemos encontrado ninguna relación entre ellos y el
Maine
. Tan sólo ese alfiler de corbata.
Helen se mantuvo callada por unos segundos, parecía que algo dentro de ella luchaba por salir, pero que no lograba vencer sus dudas. Hércules, que también se había mantenido en silencio comenzó a hablar.
—Todavía faltan muchas piezas para llegar a conclusiones definitivas. No podemos descartar ninguna posibilidad. Deberíamos seguir la pista de las prostitutas francesas, averiguar si el capitán estuvo o no estuvo aquella noche en el
Maine
y encontrar a los Caballeros de Colón. Todavía no hemos visitado a los dos profesores. Quedan muchas incógnitas por resolver.
Helen miró a sus compañeros y sintió alivio cuando la conversación comenzó a ir por otros derroteros. No le gustaba ocultarles información, pero había hecho una promesa a un hombre que ahora estaba muerto y, por ahora, tenía que cumplirla.
Madrid, 21 de Febrero.
Los primeros copos de nieve espolvoreaban las solitarias calles de la capital. Madrid podía ser una ciudad solitaria para un hombre triste. La luz mortecina de las farolas parecía difuminarse dando a la ciudad una imagen irreal. Unamuno observaba el exterior con las cartas abiertas en la mano, como si tuviera temor de sumergirse en los últimos pensamientos de su amigo, en cierta forma, ahogándose él también en las oscuras y heladas aguas del Dvina. Con un gesto, se aproximó a la luz y ajustándose las lentes comenzó a leer:
Riga, 10 de Febrero de 1898.
Amado amigo: Le escribo desde mi exilio voluntario, siendo como somos exiliados de la eternidad, en esta apartada ciudad de Europa. Sabía que la diplomacia era un trabajo solitario y amargo, mas nunca imaginé que desde la distancia España se viera tan deseada.
Recuerdo las palabras de Quevedo desde Italia, que al verse alejado de su amada tierra, irrumpe en el más melancólico de sus cantos. El canto de las sirenas engañosas que llevan al marino contra los riscos. No hay cuerdas que me retengan para escapar de su llamada. Mascha, el único cabo que sigue atándome a la vida, apenas puede mantenerme en pie cada mañana. Mis creencias, por el contrario, me acercan cada día más hacia mi destino. Muchas veces conversamos en Madrid sobre Dios. En aquella época, usted seguía viendo en el socialismo una salida honrosa para la raza humana. Ahora, los dos hemos vuelto sobre nuestros pasos a la fe de nuestros padres y recuperado el paraíso perdido, que también describió Milton. Mi arrogancia me lleva esta noche, en medio de la zozobra, a compartir con usted, mi alma gemela, la causa de mi actual desdicha. Siento que la vida me abandona, atravesado por el cuchillo de mi propia infamia, el aliento perdido se seca en mis labios. Los que me rodean me creen lunático cuando les digo que hay gente que me acosa. Sí, querido Miguel, unos demonios quieren mi vida y me temo, que también mi alma. Hace un tiempo, cuando todavía estaba en Amberes, conocí a un grupo, un contubernio de hombres que yo imaginaba justos. Una especie de caballeros cruzados que iban a rescatar a la Iglesia de Roma de su letargo milenario. Estos seres que yo imaginaba perfectos, se han manifestado como verdaderos demonios. No en vano dice el apóstol Pablo: son como lobos con piel de cordero. Me uní a ellos con el deseo de ver a la Iglesia y al cristianismo restituidos, mas cuando me vieron suficientemente metido en su red, manifestaron su verdadera cara. Por favor, póngase en contacto con el embajador de los Estados Unidos en Madrid…
Los ojos de Miguel se llenaron de lágrimas. Las últimas letras de su amigo habían sido emocionantes y amargas al mismo tiempo. Sacó un pañuelo de su bolsillo y secándose los ojos, continuó la lectura de la carta. Por unos instantes dejó de percibir el frío que penetraba por las ventanas y la noche oscura cubierta de nieve y se sintió transportado por la lectura a la inquietante vida de su amigo.
La puerta se abrió y Pablo entró en la estancia. Miguel estaba inclinado hacia la luz, su expresión era triste. Sus hombros echados hacia delante parecían rendirse ante el dolor de la pérdida. Dudó unos momentos en romper esos segundos de melancolía, pero determinó animar a su amigo, por lo menos aquella noche, mientras estuviera en su compañía.
—Miguel —le llamó.
—Pablo, perdona —dijo Unamuno escondiendo las cartas en el bolsillo.
—Las cartas te han evocado los recuerdos del amigo.
—Del amigo y del hermano —añadió Miguel.
—Sabes que yo no creo en esas cosas religiosas, pero espero que Ángel haya encontrado lo que buscaba al otro lado de la muerte.
—Gracias, Pablo.
Los dos hombres salieron de la sala y Pablo puso su brazo sobre el hombro de su amigo. Tomaron los abrigos y al bajar las escaleras nevadas se detuvieron para contemplar los copos blancos. Aquella noche el invierno lloraba la muerte de un poeta. Miguel de Unamuno y Pablo Iglesias subieron hasta la Plaza de Santa Ana y se perdieron sobre la alfombra blanca hasta que sus pisadas se mezclaron con las de la multitud.
Washington, 21 de Febrero.
El informe del S.S.P. estaba sobre la mesa del despacho. En los últimos días el agente especial en La Habana había enviado algunas informaciones cifradas, pero sus indagaciones eran disparatadas. Cuando los oficiales de la agencia pudieron ordenar los contradictorios mensajes, realizaron un informe y lo pusieron en la mesa del presidente.
McKinley tenía una cena de gala aquella noche en la Casa Blanca, odiaba aquel tipo de fiestas, pero en la política, los fondos siempre provenían de los bolsillos de los magnates del país. Escapó del baile esperando que nadie le echara de menos, algo difícil para un presidente de los Estados Unidos, y regresó al despacho. Se sentó en su escritorio, se desabrochó un poco el cuello del esmoquin y arqueó sus pobladas cejas al abrir la carpeta y encontrar una única hoja. Aquello parecía una historia de locos. Leyendas sobre Cristóbal Colón, sociedades secretas y prostíbulos de La Habana. El agente enviado a aquella misión no era el apropiado. El presidente desconocía cómo habían elegido a George Lincoln, pero temía que alguien interesado en que fracasase la operación hubiese mandado al agente más torpe del S.S.P.