Entraron en aquella tumba viviente una noche de diciembre de 1939, creyendo que la guerra duraría unas pocas semanas. No tenían hueco para estar recostados todos a la vez. Sus únicos enseres eran una lámpara de aceite y un cubo; la comida y el aire entraban a la una de la madrugada, dos horas después de que la criada del juez se marchase a su casa. A eso de las doce y media el anciano comenzaba a empujar la librería, despacio. Debido a su edad le llevaba casi media hora, con muchos descansos, apartarla lo suficiente para que todos saliesen.
El juez Rath era un prisionero más de aquella vida. Sabía muy bien que el marido de la criada era miembro del partido nazi. Tuvo que enviarla de vacaciones unos días a Salzburgo para construir el escondite, y al volver le dijo que habían reformado las tuberías del gas. No se atrevía a despedirla, pues hubiese dado que hablar. Tampoco se arriesgaba a tener grandes cantidades de comida, y desde que comenzaron los cupones de racionamiento cada vez se le hacía más complicado alimentar a cinco personas. Jora lo compadecía, pues había vendido todos los objetos de valor que pudo para hacerse con carne y patatas de contrabando, que dejaba escondidos en el trastero del edificio. Por la noche, mientras todos salían descalzos, fantasmas extraños y susurrantes, él bajaba la comida del trastero.
Los Cohen no se atrevían a permanecer más que unas pocas horas fuera de su encierro. Mientras Jora procuraba que los niños se lavasen y se moviesen un poco, Josef y Odile mantenían quedas conversaciones con el juez. Durante el día no podían decir ni una sola palabra, ni hacer el más mínimo ruido. Pasaban el tiempo durmiendo, o en un estado de duermevela que a Jora se le antojaba una tortura hasta que escuchaba los rumores sobre los campos de Treblinka, Dachau y Auschwitz. Los detalles más nimios de la vida se convertían en operaciones complicadísimas. Las necesidades fisiológicas, beber o incluso cambiar al pequeño Yudel los pañales eran procesos largos y tediosos en aquel zulo. Jora no dejaba de asombrarse de la capacidad expresiva de Odile Cohen, que había desarrollado un complejo sistema de signos que dedicaba en su mayor parte a largas y amargas discusiones con su marido.
Pasaron tres años de silencio. Yudel no aprendió a hablar más que cuatro o cinco palabras. Fue una suerte que tuviese un carácter tranquilo. De niño apenas lloraba, y prefería estar en brazos de Jora antes que en los de la madre, algo que a Odile no parecía importarle demasiado. Ella sólo tenía ojos para Elan, que fue el que más sufrió aquel encierro. Era un chico inquieto y consentido de cinco años cuando estallaron los pogromos de noviembre del 38. Tras más de mil días de encierro, tenía la mirada perdida y alucinada. Insistía en ser el último en entrar al escondite cuando sonaba la hora de volver. Muchas veces se negaba a entrar, o se quedaba clavado en la entrada. En esas ocasiones Yudel se acercaba y le tomaba la mano, animándole a hacer el sacrificio de nuevas e interminables horas de oscuridad.
Hasta que, seis noches antes, simplemente no había aguantado más. Cuando todos menos él habían vuelto al agujero, Elan se escurrió por la puerta. Los dedos artríticos del juez sólo alcanzaron a rozarle la camisa antes de que el niño se escapase. Josef intentó seguirle, pero cuando llegó a la calle no había rastro de Elan.
Las noticias llegaron tres días después, en el
Kronen Zeitung.
Un pequeño judío, deficiente mental y sin familia conocida, había sido ingresado en el
Kinderspital AM Spiegelgrund.
El juez se mostró horrorizado. Cuando les explicó, con un nudo en la garganta, cuál era el destino más probable de su hijo, Odile renunció a toda prudencia y sensatez. Jora comenzó a sentir la desazón y los mareos en el instante en el que la señora Cohen cruzó la puerta. Bajo el brazo llevaban aquel paquete que les había acompañado en el escondrijo, el mismo que habían llevado al hospital años atrás. Su marido, a pesar de sus protestas, la acompañó, no sin antes darle un sobre a Jora.
—
Para Yudel. Que no lo abra antes de su
bar mitzvah.
Habían pasado dos noches terribles desde aquel momento. Jora ansiaba noticias, pero el juez estaba más taciturno aún que de costumbre. El día anterior la casa había estado llena de ruidos extraños. Y entonces, por primera vez en tres años, la librería comenzó a desplazarse en pleno día y en el hueco apareció el rostro del juez.
—Fuera, rápido. ¡No hay un segundo que perder!
Jora parpadeó. Le costó reconocer aquel fuerte resplandor que encontraron en la parte exterior del zulo como la luz del sol. Yudel no la había visto jamás. Volvió a meterse en el agujero, asustado.
—Jora, lo siento. Ayer supe de la detención de Josef y Odile, pero no le dije nada para no preocuparla más aún. Ahora ya no puede quedarse aquí. Los interrogarán, y por mucho que aguanten acabarán descubriendo dónde está Yudel.
—La señora no dirá nada. Ella es fuerte.
El juez meneó la cabeza.
—Le prometerán la vida del mayor a cambio de revelar el escondite del pequeño, o algo peor. Siempre consiguen que la gente hable. La criada se echó a llorar.
—No hay tiempo para eso ahora, Jora. Cuando Josef y Odile no regresaron fui a ver a un amigo en la legación búlgara. Les he conseguido dos tarjetas de salida a nombre de Bilyana Bogomil, institutriz, y Mikhail Zhivkov, hijo de un diplomático búlgaro. Se supone que vuelve usted con el niño a la escuela tras pasar la Navidad con sus padres —Le enseñó unos billetes rectangulares—. Esto son dos pasajes en el tren a Stara Zagora. Pero usted no llegará hasta allí.
—No comprendo —dijo Jora.
—Ése es el destino oficial de su viaje, pero ustedes se quedarán en Cernavoda. Allí el tren hace un breve alto. Usted bajará para que el niño estire las piernas, muy sonriente y sin llevar ninguna maleta ni nada en la mano. En cuanto pueda, desaparezca. Constanta está a sesenta kilómetros al este. Tendrá que hacer el trayecto andando o en calesa, si consigue alguien que los lleve.
—Constanta —repitió Jora, intentando memorizarlo todo en su aturdimiento.
—Antes era Rumanía, ahora es Bulgaria. Mañana quién sabe. Lo que importa es que es un puerto de mar que los nazis no controlan demasiado. Allí podrá encontrar un barco a Estambul. Y desde Estambul a cualquier parte.
—Pero no tenemos dinero. No podré comprar el billete.
—Aquí tiene unos marcos para el viaje. Y en este sobre hay dinero suficiente para los pasajes.
La criada miró alrededor. En la casa no quedaba ni un solo mueble, y Jora comprendió de dónde procedían los ruidos que había escuchado el día anterior: el viejo había empeñado todo lo que poseía para darles una oportunidad.
—¿Cómo podemos agradecérselo, juez Rath?
—No lo haga. Su viaje será muy peligroso. No estoy seguro de que las tarjetas de salida sirvan para protegerlos. Que Dios me perdone, espero no estar mandándolos a la muerte.
Dos horas después Jora consiguió arrastrar al niño hasta la escalera del edificio. Iba a lanzarse al exterior cuando un camión frenó en la acera. Todos los que vivían bajo el yugo de los nazis conocían muy bien aquella lúgubre melodía. Comenzaba por un chirrido, seguido por un grito y un sordo tamborileo de botas sobre la nieve. Después el tamborileo se hacía más nítido cuando las suelas golpeaban madera, y rogabas para que la canción pasase de largo. Había un crescendo y una pausa cuando los músicos golpeaban una puerta. Tras la pausa, comenzaba el coro de lamentos, que a veces terminaba con un solo de ametralladora. Y cuando la canción concluía, las luces volvían a encenderse, los comensales a la mesa y las madres sonreían fingiendo que no había ocurrido nada.
Jora, que conocía muy bien la tonada, se ocultó bajo la escalera cuando escuchó los primeros compases. Un soldado paseó nervioso por el oscuro portal, mientras sus compañeros echaban abajo la puerta de Rath. Llevaba en la mano una linterna, y el haz de luz partía la oscuridad, hambriento. Rozaba ya el zapato gris y gastado de Jora. Yudel le agarró muy fuerte, tanto que Jora tuvo que morderse el labio para no gritar de dolor. El soldado estaba tan cerca que ambos olieron el cuero de su abrigo y el aroma frío, metálico y grasiento del cañón del arma.
El estruendo de un disparo descendió por la escalera. El soldado interrumpió su búsqueda y corrió hacia sus compañeros, que gritaban. Jora levantó en brazos a Yudel y salió a la calle, andando muy despacio.
A
BORDO
DE
LA
B
EHEMOT
Navegando por el golfo de Aqaba, mar Rojo
Martes, 11 de julio de 2006. 18.03
Casi todo el hueco de la sala lo ocupaba una mesa rectangular sobre la que habían colocado ordenadamente unas carpetas de cartón, frente a las que había sentadas una veintena de personas. Harel, Fowler y ella habían entrado los últimos y tuvieron que ocupar los huecos que quedaban. A Andrea le tocó entre una joven afroamericana con una especie de uniforme paramilitar y un hombre maduro de grueso bigote. La joven la ignoró y siguió hablando con los compañeros de su izquierda, vestidos como ella. El hombre maduro le estrechó con una mano de dedos rugosos y gruesos, tan juntos como un paquete de seis cervezas.
—Tommy Eichberg, conductor. Usted debe de ser la señorita Otero.
—Vaya, otro que me conoce. Un placer.
Eichberg sonrió. Tenía un rostro amable y redondo y empezaba a quedarse calvo.
—Espero que ya se encuentre mejor.
Andrea iba a responder pero le interrumpió un fuerte y desagradable carraspeo. Acababa de entrar un anciano que pasaba de largo los setenta. Las arrugas le hostigaban los ojos hasta empequeñecerlos, efecto que se acentuaba por los pequeños lentes que llevaba. Tenía el cráneo pelado y una enorme barba grisácea le flotaba alrededor de la boca como una nube de ceniza. Vestía con pantalones y camisa cortos de color caqui y unas gruesas botas negras. Su voz era tan aguda y desagradable como el filo de un bisturí sobre los dientes. Comenzó a hablar antes siquiera de llegar a la cabecera de la mesa, donde había una pizarra electrónica portátil. Al lado se hallaba el secretario de Kayn.
—Caballeros, señoritas. Mi nombre es Cecyl Forrester y soy profesor de Arqueología Bíblica en la Universidad de Massachusetts. No es la Sorbona, pero es un hogar.
Hubo algunas risas educadas entre los ayudantes del profesor, que habían escuchado el chiste un millón de veces.
—Han estado especulando ustedes acerca del propósito de este viaje desde que pusieron los píes en el barco. Espero que no desde antes, ya que sus, mejor dicho, nuestros contratos de confidencialidad con Kayn Enterprises requieren de silencio absoluto por su parte desde el momento en el que los firmaron y hasta que su muerte haga felices a sus herederos. Las condiciones de mi contrato, por desgracia, también incluyen que les ilumine durante la próxima hora y media. No me interrumpan excepto para hacer preguntas inteligentes. Como el señor Russell me ha facilitado sus fichas, conozco sus IQ e incluso sus marcas favoritas de condones. Así que no se molesten en intentarlo los discípulos del señor Dekker.
Andrea, que estaba parcialmente girada hacia el profesor, escuchó un murmullo amenazador a su espalda. Los de uniforme se agitaban nerviosos.
—Ese
hijoputa
se cree más listo que nadie —se oyó en un susurro—. Tal vez le haga tragar los dientes uno a uno.
—Silencio.
La voz era suave, pero tenía un matiz tan violento que Andrea no pudo reprimir un escalofrío. Giró la cabeza lo suficiente para ver que pertenecía a Mogens Dekker, el hombre de la cicatriz, apoyado en un mamparo a pocos metros. Los soldados se callaron inmediatamente.
—Bien, y ahora que todos estamos en nuestro lugar —continuó Cecyl Forrester—, será mejor que los presente. Hemos sido convocadas veintitrés personas para el que será el mayor descubrimiento de todos los tiempos, y todos ustedes jugarán un papel en él. Ya conocen al señor Russell, a mi derecha. Él ha sido quien les ha seleccionado a todos.
El asistente de Kayn hizo una inclinación de cabeza a modo de saludo.
—A su derecha, el padre Anthony Fowler, quien actuará como observador del Vaticano en la expedición. Le sigue el grupo de currantes: Nuri Zayit y Rani Peterke, cocinero y ayudante de cocina. Robert Frick y Brian Hanley, intendencia.
Los dos cocineros eran dos hombres mayores. Zayit rondaría los sesenta y era un hombre enjuto y de labios caídos, mientras que su ayudante era un hombre grueso y algo más joven. Andrea no supo precisar cuánto. Los dos de intendencia, por el contrario, eran jóvenes y estaban casi tan morenos como él.
—Además de estos obreros excesivamente pagados tenemos a mis vagos y pelotas ayudantes. Todos tienen licenciaturas en universidades caras y creen saber más que yo: David Pappas, Gordon Durwin, Kyra Corwin, Stowe Erling y Ezra Levine.
Los jóvenes arqueólogos se removieron en sus sillas y trataron de poner cara de profesionalidad. Andrea los compadeció. Los cinco rondaban la treintena, pero el dogal de terror con el que los sujetaba Forrester les hacía parecer más jóvenes e inseguros de lo que eran. Justo lo contrario del otro lado de la mesa, donde se sentaban los uniformados junto a la joven periodista.
—Al fondo, el señor Dekker y sus perros de presa: los gemelos Gottlieb, Alois y Alryk; Tewi Waaka, Paco Torres, María Jackson y Louis Maloney. Ellos se encargarán de nuestra seguridad añadiendo armas de gran calibre al material de la expedición. La ironía de esta frase es devastadora, ¿no les parece?
Los soldados no reaccionaron, pero Dekker separó la espalda de la pared y se inclinó sobre la mesa.
—Viajamos a una zona fronteriza de un país islámico. Dada la naturaleza de nuestra… misión, los lugareños podrían ponerse violentos. Seguro que el profesor Forrester apreciará el calibre de nuestras armas si llega el caso.
Forrester abrió la boca para responder pero algo en el rostro de Dekker debió convencerle de que no era el mejor momento para ácidas réplicas.
—Más a la derecha tienen ustedes a Andrea Otero, nuestra cronista oficial. Les ruego que atiendan sus peticiones de entrevistas e información para que ella pueda contar nuestra historia al mundo.
La joven lanzó una sonrisa a su alrededor y se encontró con algunas más de vuelta.
—El hombre del bigote es Tommy Eichberg, nuestro chofer. Y por último a su derecha, la matasanos oficial, Doc Harel.