El que le sostenía el brazo aumentó la presión y Tahir dejó escapar un grito ahogado.
—No grites, Tahir. Si amas a tu familia, no grites.
Tahir se llevó el otro brazo a la boca y mordió la manga de su cazadora con todas sus fuerzas. La presión siguió aumentando.
Sonó un crujido seco, terrible.
Tahir se derrumbó, llorando en silencio. El brazo derecho le colgaba del cuerpo como un calcetín relleno de carne.
—Bravo, Tahir. Enhorabuena.
—Señor. Por favor. He cumplido vuestras instrucciones. Durante las próximas semanas nadie se acercará a la zona de la excavación.
—¿Te has asegurado bien de ello?
—Sí, señor. De todas maneras nadie va allí nunca.
—¿Y la policía del desierto?
—La carretera más cercana es un camino de tierra a seis kilómetros. No pasan por allí ni tres veces al año. Cuando los americanos monten el campamento serán suyos. Lo juro.
—Bien, Tahir. Lo has hecho bien.
En aquel momento alguien restableció la corriente y las luces del salón volvieron a encenderse. Tahir se incorporó un poco y lo que vio le heló la sangre en las venas.
Myesha, su hija, y Zayna, su mujer, estaban atadas y amordazadas en el sofá. Pero eso no fue lo que aterrorizó a Tahir. Al fin y al cabo su familia ya estaba así cuando él salió cinco horas antes para cumplir las exigencias del grupo de hombres encapuchados.
Lo que le aterrorizó fue que esos hombres ya no llevaban las capuchas.
—Por favor, señor —dijo Tahir.
El funcionario había regresado con la esperanza de que todo se arreglase. Que el soborno de sus amigos americanos no trascendiese, que los encapuchados se marchasen y dejasen en paz a su familia. Ahora la esperanza se evaporó como una gota de agua en una sartén al rojo.
Tahir evitó la mirada del hombre sentado entre su mujer y su hija, que tenían los ojos encarnados de tanto llorar.
—Por favor, señor —repitió.
El hombre llevaba algo en la mano. Era una pistola, y en el extremo de su cañón habían sujetado una botella de Coca-Cola de plástico, de medio litro, vacía. Tahir sabía perfectamente lo que era eso: un silenciador primitivo y efectivo.
El funcionario no pudo controlar su temblor.
—No tienes nada que temer, Tahir —dijo el hombre, agachándose para hablarle al oído—. ¿Acaso Alá no preparó la Vida Futura para los hombres honrados?
La detonación fue leve, como un chasquido. Las otras dos se espaciaron unos minutos. Al fin y al cabo, colocar una nueva botella vacía y sujetarla con cinta aislante lleva su tiempo.
A
BORDO
DE
LA
B
EHEMOT
Navegando por el golfo de Aqaba, mar Rojo
Miércoles, 12 de julio de 2006. 09.47
Andrea despertó en la enfermería de la nave, un lugar espacioso con un par de camas, varios armarios de cristal y un escritorio. Una preocupada doctora Harel le había obligado a quedarse allí la noche anterior. La médica no debía de haber dormido demasiado, ya que cuando Andrea abrió los ojos la vio de espaldas, sentada a su escritorio. Leía un libro y daba pequeños sorbos a una taza de café. Andrea bostezó ruidosamente.
—Buenos días, Andrea. Se está perdiendo mi bonito país.
Andrea se levantó de la cama frotándose los ojos. Una cafetera de goteo sobre la mesa era todo lo que alcanzaba a distinguir. La doctora la observó divertida mientras la cafeína empezaba a obrar su mágico efecto sobre el cuerpo de la periodista.
—¿Su bonito país? —dijo Andrea en cuanto fue capaz de articular palabra—. ¿Es que estamos en Israel?
—Técnicamente estamos en aguas de Jordania. Salgamos y se lo mostraré.
Cuando salieron de la enfermería, cuya puerta estaba junto al costado de babor, Andrea alzó el rostro al sol de la mañana. Sería un día caluroso. La joven respiró a gusto y se estiró en su pijama, abriendo mucho los brazos. La doctora Harel, acodada en la borda, se mofó de la periodista.
—Tenga cuidado, no se vaya a caer.
Andrea se estremeció, dándose cuenta de la suerte que tenía de estar viva. La noche anterior, con la agitación del rescate y la vergüenza que había pasado al mentir diciendo que se había caído no dejaron resquicio para el miedo. Pero en ese momento, a la luz del día, el ruido de las hélices y la fría negrura del agua pasaron por su recuerdo como un viento oscuro. Intentó centrar su mente en la hermosura del paisaje que tenía delante.
La
Behemot
se acercaba pausadamente a los muelles, precedida por la pequeña nave del práctico del puerto de Aqaba. Harel señaló hacia la proa del barco.
—Eso es Aqaba, Jordania. Y aquello es Eilat, Israel. Observe como las dos ciudades forman un espejo.
—Es hermoso, cierto. Aunque no lo más bonito que hay por aquí.
Doc se ruborizó ligeramente y apartó la mirada.
—A nivel del agua no se aprecia —Harel siguió hablando atropelladamente—, pero si hubiésemos venido en avión vería como el golfo forma una costa cuadrada. La esquina este está ocupada por Aqaba y la oeste por Eilat.
—Ahora que lo menciona, ¿por qué no hemos venido en avión?
—Porque esto no es oficialmente una excavación arqueológica. El señor Kayn quiere recuperar el Arca y llevarla a Estados Unidos. Jordania no estaría de acuerdo con eso bajo ningún concepto. Así que parte de nuestra cobertura como buscadores de fosfatos es venir por mar, como los demás. En Aqaba se embarcan a diario cientos de toneladas de fosfatos con destino a todo el mundo. Nosotros sólo somos un humilde equipo de prospección. Y además traemos nuestros propios vehículos en la bodega.
Andrea asintió pensativa y se recreó en la placidez de la costa. Miró hacia Eilat. Una nube de embarcaciones de recreo flotaba alrededor de ella, como palomas blancas alrededor de un nido verde.
—Nunca he estado en Israel.
—Debe ir —dijo Harel sonriendo con tristeza—. Es una tierra hermosa. Un vergel arrancado al desierto. De arena y de sangre.
La periodista observó a Harel detenidamente. El pelo ensortijado y la tez morena de la doctora eran aún más bellos bajo aquella luz, como si los pequeños defectos presentes en cualquier rostro se difuminasen a la vista de su patria.
—Creo que sé a lo que se refiere, Doc.
Andrea sacó un arrugado paquete de Camel del bolsillo del pijama y encendió uno.
—No debería haberse dormido con él.
—Tampoco debería fumar, ni beber, ni apuntarme a expediciones amenazadas por terroristas.
—Creo que tenemos más cosas en común de las que parece.
Andrea se quedó mirando a Harel, intentando descifrar su último comentario. La doctora adelantó la mano y le tomó un cigarro del paquete.
—Vaya, Doc. No sabe la alegría que me da.
—¿Por?
—Me encanta ver a médicos que fumen. Adoro ver grietas en sus armaduras de autocomplacencia.
Harel soltó una carcajada.
—Usted me gusta. Por eso me resulta tan jodido verla en esta situación.
—¿Qué situación? —dijo Andrea alzando una ceja.
—Hablo del atentado que sufrió ayer.
La periodista se quedó con el cigarro a mitad de camino de la boca abierta.
—¿Quién le ha dicho eso?
—Fowler.
—¿Lo sabe más gente?
—No. Pero me alegro de que me lo haya contado.
—Voy a matarle —dijo Andrea aplastando el cigarro en la borda—. ¿Sabe la vergüenza que he pasado, cómo me miraban todos ayer…?
—Sé que él le pidió que no se lo dijera a nadie, pero créame, en mi caso es un poco diferente.
—… ¡Fíjate en esa idiota, ni siquiera sabe mantener el equilibrio!
—Bueno, no es algo que no haya estado a punto de pasarle de verdad, ¿se acuerda?
Andrea se azoró al recordar cómo el día anterior Harel había tenido que agarrarla por la camiseta cuando el BA-609 estaba a punto de aterrizar.
—No se preocupe —siguió Harel—. Fowler me lo ha contado con un propósito.
—Que sólo él conoce. Desconfío de él, Doc. Nos encontramos hace tiempo…
—Y también le salvó la vida.
—Veo que también sabe eso. Dicho sea de paso me pregunto cómo fue capaz de sacarme del agua.
—El padre Fowler fue oficial de la Fuerza Aérea de Estados Unidos hace tiempo. Formaba parte de un grupo de élite llamado Pararescatadores.
—Oí hablar de ellos hace un tiempo. Son gente que busca a soldados desaparecidos, ¿verdad?
Harel asintió.
—Creo que le ha cogido a usted cariño, Andrea. Le recuerda usted a alguien.
Andrea se quedó mirándola, pensativa. Allí había una conexión que ella se estaba perdiendo, y estaba decidida a averiguar de qué se trataba. Cada vez estaba más convencida de que su reportaje sobre la búsqueda de una reliquia antigua o su entrevista a uno de los multimillonarios más esquivos del mundo eran sólo pequeñas desviaciones del tema principal. Y para colmo la habían arrojado de un barco en marcha.
Que me cuelguen si tengo la menor idea de lo que está pasando aquí. Pero la clave está en Fowler y Harel… y cuánto estén dispuestos a contarme,
pensó la periodista.
—Parece que sabe mucho de él.
—Bueno, el padre Fowler viaja mucho.
—Será mejor que concrete un poco, Doc. El mundo es enorme.
—No en el que él se mueve. Él conoció a mi padre, ¿sabe?
—Era un hombre extraordinario —dijo el padre Fowler.
Ambas se volvieron, sorprendidas. El sacerdote estaba detrás de ellas.
—¿Lleva ahí mucho rato? —preguntó Andrea. Una pregunta estúpida que sólo le indica a quien se la haces que has dicho algo que no quieres que sepa. Pero el padre Fowler ignoró la pregunta. Traía un aire muy serio en el rostro.
—Tenemos una tarea urgente que hacer.
O
FICINAS
D
E
G
LOBAL
I
INFO
Sommerset Avenue, Washington
Miércoles, 12 de julio de 2006. 01.59
El agente de la CIA condujo a un aterrorizado Orville Watson a través del vestíbulo de su oficina calcinada. Aún flotaba algo de humo en el aire, pero lo peor era el olor a hollín, suciedad y cadáveres. El suelo enmoquetado tenía al menos un centímetro de agua fangosa.
—Tenga cuidado, señor Watson. Hemos cortado la luz para evitar cortocircuitos. Tendremos que apañarnos con las linternas.
Usando los potentes círculos de luz de sus MagLite, Orville y el agente recorrían los pasillos. El joven no daba crédito a sus ojos. Cada vez que el haz de la linterna se posaba sobre un escritorio volcado, sobre un rostro chamuscado o una papelera aún humeante le entraban ganas de llorar. Aquellos eran sus empleados. Aquella era su vida. Mientras el agente —Orville creía que era el mismo que le había llamado por teléfono nada más bajar del avión, aunque no podía asegurarlo— le iba desgranando los horribles detalles del atentado, el joven apretaba los dientes en silencio.
—Los pistoleros entraron por la puerta principal. Encañonaron a la recepcionista, arrancaron los cables del teléfono y comenzaron a disparar. Por desgracia estaban todos en su puesto de trabajo. ¿Eran diecisiete, verdad?
Orville asintió. Su mirada horrorizada se había quedado clavada en el collar de ámbar de Olga, de contabilidad. Orville le había regalado aquel collar por su cumpleaños, dos semanas atrás. El círculo de luz le confería un brillo irreal. En la oscuridad apenas se intuían las manos carbonizadas, curvadas como garras.
—Los mataron a todos, uno a uno, fríamente. No tenían adónde escapar. La única salida de la oficina es por la puerta principal y en total la sala tendrá… ¿ciento cincuenta metros cuadrados? No tenían dónde esconderse.
Claro. Porque Orville amaba los espacios abiertos. Toda la oficina era un espacio diáfano forrado de cristal, acero y wengué. No había puertas. Ni cubículos. Sólo luz.
—Al terminar colocaron una bomba en el armario del fondo y otra en la entrada. Explosivos de fabricación casera. Nada demasiado potente, pero bastó para prender fuego a todo.
Los servidores. Un millón de dólares en hardware y millones de datos valiosísimos recopilados a lo largo de todos estos años, perdidos. El mes pasado habían renovado el sistema de almacenaje de copias de seguridad a discos Blu-ray. Habían grabado doscientos discos, más de 10 terabytes de información que se guardaban en un armario ignífugo… que ahora aparecía abierto y vacío. ¿Cómo diablos habían sabido dónde buscar?
—Las activaron con teléfonos móviles. Creemos que todo el atentado no pudo durar más de tres minutos, cuatro a lo sumo. Cuando alguien llamó a la policía los terroristas ya estaban lejos.
Una oficina en una casa de una sola planta, en un barrio alejado del centro, rodeado tan sólo por pequeños comercios independientes y un Starbucks. El lugar perfecto para trabajar con comodidad, sin angustias. Sin sospechas. Sin testigos.
—Los primeros agentes que llegaron al lugar acordonaron la calle, avisaron a los bomberos y mantuvieron alejados a los curiosos. Después llegó nuestro equipo de control de daños. A la gente le dijimos que había habido una explosión de gas con un muerto. Nadie debe saber lo que ha ocurrido hoy aquí.
Podría haber sido por un millar de operaciones. Al Qaeda, Brigadas de los Mártires de Al-Aqsa, IBDA-C… cualquiera de esos grupos, alertado de la auténtica actividad de GlobalInfo, hubiese considerado prioritaria aquella masacre, porque la empresa de Orville exponía su punto más débil: su medio de comunicación. Pero Orville sospechaba que aquello tenía una raíz más misteriosa y profunda: su último trabajo para Industrias Kayn. Y un nombre. Un nombre muy, muy peligroso.
Huqan.
—Tuvo usted mucha suerte de estar de viaje, señor Watson. En fin, ahora ya no tiene que preocuparse de nada. La CIA lo toma bajo su protección.
Al oír aquello, Orville habló por primera vez desde que había cruzado el umbral.
—Su protección de mierda es tan buena como un billete
express
a la morgue. Ni se les ocurra seguirme. Voy a desaparecer unos meses.
—No puedo permitirlo, señor —dijo el agente, dando un paso atrás y poniendo una mano en la pistolera. Con la otra mano apuntaba su linterna al pecho de Orville. La floreada camisa del joven contrastaba tanto con aquel ambiente de humo y muerte como un payaso en un funeral vikingo.
—¿De qué está hablando?
—En Langley quieren hablar con usted, señor.