Contrato con Dios (17 page)

Read Contrato con Dios Online

Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: Contrato con Dios
8.89Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Ahí va la 34, Tommy —gritó Frick, que estaba subido a la parte trasera del segundo camión. La cadena de la grúa, enganchada a dos agarraderas metálicas a ambos lados de la caja, producía un ruidoso claqueteo mientras ésta salvaba el metro y medio que la separaba del suelo arenoso—. Ten cuidado, que pesa un huevo.

La joven periodista hojeó extrañada las páginas de la lista, temerosa de haber pasado algo por alto.

—Algo no está bien en el listado, Tommy. Aquí sólo figuran treinta y tres cajas.

—No se preocupe, esta caja tiene una utilidad muy concreta… Aquí viene quien se hará cargo de ella —dijo Eichberg, bregando con las cadenas para soltarlas.

Andrea alzó la vista de las hojas para encontrarse con María Jackson y Tewi Waaka, dos de los soldados de Dekker. Ambos se arrodillaron junto a la caja y soltaron las presillas de seguridad. La tapa se deslizó con un siseo apagado, como si hubiese sido cerrada al vacío. La joven echó una discreta mirada al interior, sin que a Waaka y Jackson pareciera importarles lo más mínimo.

Casi parece que estén esperando que lo haga.

El contenido no podía ser más prosaico. Paquetes de arroz, café, legumbres, dispuestos en ocho hileras de veinte paquetes de largo. Andrea no comprendía nada, y menos aún cuando la soldado Jackson agarró un paquete con cada mano y se los lanzó al pecho. Los músculos de sus brazos se deslizaron bajo su piel negra.

—Pilla ésta, Blancanieves.

Andrea tuvo que dejar caer la tablilla con el listado para que los dos paquetes de arroz no cayeran al suelo. Waaka reprimió una risita desagradable, mientras Jackson, ignorando a la sorprendida periodista, metía la mano en el hueco que habían dejado los dos paquetes y tiraba fuerte. El conjunto de paquetes salió por completo, como una segunda tapa, y dejó ver un contenido mucho menos prosaico.

Rifles, ametralladoras y armas cortas descansaban en bandejas superpuestas. Mientras Jackson y Waaka extraían las bandejas —seis en total— y las colocaban con sumo cuidado sobre otras cajas, el resto de los soldados de Dekker y el propio sudafricano se acercaron y comenzaron a armarse.

—De acuerdo, señores. Como dijo el sabio, los grandes hombres son como las águilas… construyen sus nidos en elevada soledad. La primera guardia correrá a cargo de Jackson y los Gottlieb. Busquen posiciones de cobertura ahí, ahí y ahí —dijo Dekker, señalando tres puntos en lo alto de las paredes del cañón. El segundo de ellos no estaba lejos de donde Andrea creía haber visto al desconocido horas atrás—. Rompan el silencio de radio sólo para dar el parte cada diez minutos. Eso va por usted, Torres. Si vuelve a intercambiar recetas de cocina con Maloney como pasó en Laos, se las verá conmigo. En marcha.

Los gemelos Gottlieb y María Jackson partieron en tres direcciones distintas, intentando establecer una ruta de ascenso a las que serían las posiciones de vigía de los soldados durante la estancia de la expedición en el cañón. Cuando las encontraron colocaron largas escalas de cuerda con travesaños de aluminio, fijadas a la roca cada tres metros, para facilitar la subida vertical.

Mientras, Andrea se maravillaba de las maravillas de la tecnología moderna. Ni en sus sueños más optimistas se hubiera imaginado que durante las próximas semanas su cuerpo se podría acercar a una ducha. Pero para su asombro los cuatro últimos objetos que bajaron de los Kamaz eran dos duchas y dos retretes prefabricados, construidos en plástico y fibra de vidrio.

—Qué, preciosa… ¿No se alegra de no tener que cagar en la arena? —dijo Robert Frick.

El huesudo joven se movía nerviosamente, todo codos y rodillas. Andrea recibió su comentario soez con una sonora carcajada, mientras lo ayudaba a nivelar el último de los retretes.

—Ni se imagina cuánto, Robert. Y por lo que veo, hay baño de chicas y de chicos…

—Un poco injusto, teniendo en cuenta que ustedes son cuatro y nosotros veinte. Pero me tranquiliza el pensar que les toca cavar su propia letrina —dijo Frick.

Andrea palideció. Sólo de pensar en coger una pala con lo cansada que estaba le hacía salir ampollas en las manos. Frick, mientras, se partía de risa.

—Pues no le veo la gracia.

—¡Ja! Se ha puesto usted más blanca que el trasero de mi tía Beulah. Eso es gracioso.

—No le haga caso, niña —terció Tommy—. Usaremos la miniexcavadora. No tardaremos ni diez minutos.

—Siempre estropeas la diversión, Tommy. Tenías que haberla apretado un poco más —dijo Frick, meneando la cabeza y alejándose en busca de alguien a quien fastidiar.

H
UQAN

Tenía 14 años cuando comenzó a aprender.

Claro que primero tuvo que olvidar mucho.

Para empezar, todo lo que había aprendido en el colegio, en la escuela, de sus amigos, en su casa. Nada era real. Todo eran mentiras inventadas por los enemigos, los opresores del Islam. Porque ellos tenían un plan. Til imam se lo dijo, susurrándole al oído.

—Comienzan dando libertad a las mujeres. Poniéndolas a la altura de los hombres, para debilitarnos. Saben que somos más fuertes, más aptos. Saben que nuestro compromiso con Dios es más elevado. Después lavan nuestros cerebros, conquistan incluso a imanes santos. Nublan tu juicio con imágenes impuras de concupiscencia y degradación. Fomentan la homosexualidad. Mienten, mienten, mienten. Mienten hasta con la fecha. Ellos dicen que es 22 de mayo. Pero tú sabes qué día es hoy.

—16 de shawwal, maestro.

—Hablan de integración. De convivencia. Pero tú sabes lo que Dios quiere.

—No lo sé, maestro —dijo el chico, aterrorizado. ¿Cómo podría él estar dentro de la mente de Dios?

—Dios quiere que venguemos las Cruzadas, las de hace mil años y las de ahora. Dios quiere que restablezcamos el Califato, que ellos destruyeron en 1924. Desde aquel día, la comunidad musulmana ha sido desmembrada en pedazos de tierra controlada por nuestros enemigos. Basta leer un periódico para ver cómo los hermanos musulmanes viven bajo un estado de opresión, humillación y genocidio. Y la mayor de todas las afrentas es esa astilla clavada en el corazón de Dar al-Islam
[8]
: Israel.

—Yo odio a los judíos, maestro.


No. Sólo te lo parece. Escucha mis palabras atentamente. Dentro de unos años, ese odio que ahora crees sentir será como una chispa comparada con el incendio de un bosque entero. Sólo los auténticos creyentes son capaces. Y tú lo serás. Tú eres especial. Sólo tengo que mirarte a los ojos para sentir dentro de ti esa fuerza que puede cambiar el mundo. Devolver la unidad a la comunidad musulmana. Llevar la sharia
[9]
a Ammán, El Cairo, Beirut. Y luego a Berlín. A Madrid. A Washington.

—¿Cómo lo haremos, maestro? ¿Cómo llevaremos la sharia al mundo?

—No estás preparado para la respuesta.

—Sí lo estoy, maestro.

—¿Deseas saberlo con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente?

—No hay nada que más desee que llevar la palabra de Alá.

—No, no todavía. Pronto…

L
A
EXCAVACIÓN

Desierto de Al Mudawwara, Jordania

Miércoles, 12 de julio de 2006. 20.27

Una hora después, las tiendas estaban levantadas, las cabinas de los retretes y las duchas colocadas y conectadas al tanque de agua, y el personal civil de la expedición descansaba en la minúscula plaza rectangular que habían creado las tiendas. Andrea, sentada en el suelo con una botella de Gatorade en la mano, había desistido de buscar al padre Fowler. Ni él ni la doctora Harel aparecían por ninguna parte, así que Andrea se dedicó a contemplar las estructuras de tela y aluminio con interés. No se parecían a ninguna de las tiendas que ella había visto antes. El habitáculo principal tenía forma de cubo alargado, con una puerta vertical y varias ventanas de plástico. Una tarima de madera colocada sobre una docena de pilares de cemento las separaba cuarenta centímetros del suelo para evitar el calor abrasador de la arena. El techo estaba formado por una tela curva, sujeta por uno de los lados de la tienda al suelo para mejorar la refracción. Todas estaban conectadas a un generador situado junto al camión de gasolina para poder disfrutar de corriente eléctrica.

De las seis tiendas, tres eran diferentes. Una era la enfermería, que tenía un diseño más tosco pero hermético, según le había explicado Harel. Otra era el comedor-cocina, dotada con aire acondicionado para que la gente pudiera descansar un poco durante las horas de más calor. La última era la tienda de Kayn. Estaba algo alejada de las demás. No tenía ventanas visibles, y la rodeaba un perímetro de catenaria, como muda advertencia de que el multimillonario no quería ser molestado. Kayn había permanecido en el interior de su H3 —pilotado por Dekker— hasta que terminaron de levantarla, y no había vuelto a salir.

Dudo que vuelva a aparecer en lo que queda de expedición. Me pregunto si le habrán instalado un retrete portátil,
pensó Andrea, dándole un sorbo distraído a su bebida.
Mira, aquí llega quien me lo va a responder.

—Hola, señor Russell.

—¿Cómo está? —dijo el asistente, dedicándole una educada sonrisa.

—Bien, gracias. Oiga, respecto a la entrevista con el señor Kayn…

—Me temo que eso no va a ser aún posible —dijo Russell, esquivo.

—Espero que no me haya traído usted aquí para pasearme. Quiero que sepa…

—Bienvenidos, damas y caballeros —la desagradable voz del profesor Forrester interrumpió las quejas de la periodista—. Contra todo pronóstico han sido ustedes capaces de armar las tiendas a tiempo. Enhorabuena. Dense ustedes mismos un aplauso.

El tono en el que lo había dicho era tan desganado como el escaso y descoordinado batir de palmas que siguió. Aquel hombre producía a su alrededor un aura de humillación y desconcierto. Pese a todo, los miembros de la expedición se fueron sentando en el suelo alrededor del profesor, mientras el sol moría tras las montañas.

—Antes de comenzar con el reparto de las tiendas y de la cena, quiero terminar una historia —continuó el arqueólogo, de pie en medio de un círculo de caras intrigadas—. Recordarán que les conté cómo unos cuantos escogidos habían sacado la reliquia de la ciudad de Jerusalén. Bien, pues ese grupo de valientes…

—Una duda me ronda por la cabeza, profesor —lo cortó Andrea, ignorando la mirada fulminante del viejo—. Usted ha dicho que Yirmsyáhu fue el autor del Segundo Rollo. Que lo escribió antes de que los romanos arrasaran el templo de Salomón, ¿me equivoco?

—No se equivoca.

—¿Dejó algún otro escrito?

—No, no lo hizo.

—¿Lo hicieron los hombres que sacaron el Arca de Jerusalén?

—Tampoco.

—Entonces ¿cómo puede tener idea de lo que sucedió? Aquellos hombres llevaron un objeto muy pesado forrado de oro durante unos… ¿trescientos kilómetros? Yo apenas he conseguido subir la duna que rodea el cañón a pie, y sólo cargaba con mi cámara y una botella. Y por si fuera…

El viejo se había ido poniendo más colorado a cada palabra que decía Andrea, hasta el punto de que el conjunto de su calva y su barba parecía ahora una cereza sobre un lecho de algodón.

—¿Cómo consiguieron los egipcios construir las pirámides? ¿Cómo levantaron los nativos de la Isla de Pascua sus gigantescas estatuas de diez toneladas? ¿Cómo esculpieron Petra los nabateos? —se acercó a Andrea, tanto que ahora le hablaba encorvado sobre ella, con la cara casi pegada a la suya, escupiéndole las palabras y la saliva a partes iguales. La joven torció la cara, evitando su aliento rancio—. Con fe. La fe necesaria para recorrer a pie trescientos kilómetros, bajo un sol abrasador y un terreno inhóspito. La fe necesaria para creer que lo consiguieron.

—Así que aparte del Segundo Rollo no tiene usted ninguna otra prueba —dijo Andrea sin poder contenerse.

—No, no tengo ninguna. Pero tengo una teoría, y más le vale que tenga razón, señorita Otero, o nos volveremos a casa con las manos vacías.

La periodista iba a replicar, pero notó de repente un leve codazo en las costillas. Al girarse vio el rostro impasible del padre Fowler, mirándola fijamente. En los ojos del sacerdote había una advertencia.

—¿Dónde se había metido usted? Le he estado buscando. Tenemos que hablar.

Fowler la mandó callar con un gesto.

—Los ocho hombres que partieron de Jerusalén con el Arca alcanzaron Jericó a la mañana siguiente —Forrester ya se había incorporado y se dirigía de nuevo a las catorce personas que lo escuchaban atentamente—. Aquí entramos en el terreno de la especulación, pero la especulación de un hombre que ha dedicado décadas a pensar sobre el terreno. En Jericó se pertrecharon con comida y agua. Cruzaron el Jordán cerca de Betania, y alcanzaron el Camino de los Reyes cerca del monte Nebo. La más antigua vía de comunicación utilizada ininterrumpidamente. El sendero que condujo a Abraham desde Caldea a Canaán. Aquellos ocho judíos lo recorrieron hasta Petra, donde lo abandonaron en dirección a un lugar mítico que para los jerosolimitanos estaba en el confín del mundo. Este lugar.

—Profesor, ¿tiene idea de en qué parte del cañón buscar? Porque esto es enorme —intervino la doctora Harel.

—Ahí es donde entran ustedes, a partir de mañana por la mañana. David, Gordon. Enseñadles los equipos.

Los dos jóvenes ayudantes llegaron ataviados de una extraña guisa. Llevaban un arnés en el pecho, al que estaba acoplado un dispositivo metálico, como una pequeña mochila. Del arnés surgían cuatro cintas que sostenían una estructura metálica cuadrada a la altura de los muslos. En la parte delantera, dos protuberancias parecidas a linternas estaban colocadas en los dos extremos del cuadrado, como los faros de un coche. Las protuberancias apuntaban hacia el suelo.

—Esto, señores, será su modelito veraniego durante los próximos días. Se llama magnetómetro de precesión de protones.

Se oyeron silbidos de admiración.

—¿Sí, un nombre muy chulo, verdad? —dijo David Pappas.

—Cállese, David. Partimos de la teoría de que los escogidos de Yirmsyáhu escondieron el Arca en el cañón, pero no sabemos dónde. El magnetómetro nos lo dirá.

—¿Cómo funciona, profesor? —preguntó Tommy Eichberg.

—El aparato emite unas señales que miden el campo magnético terrestre. Una vez sintonizado, cualquier anomalía en el campo magnético, como la presencia de metales, queda registrada. No es necesario que comprendan demasiado su funcionamiento, porque el equipo está dotado de una señal inalámbrica que transmite todos los datos directamente a mi ordenador. Si encuentran algo, yo lo sabré antes que ustedes.

Other books

Outfoxed by Rita Mae Brown
Execution by Hunger by Miron Dolot
Cousin Cecilia by Joan Smith
First Round Lottery Pick by Franklin White
Rake's Honour by Beverley Oakley
A Different Reflection by Jane L Gibson
Fated Absolution by Kathi S Barton
Kiss Me Twice by Jami Alden