Contrato con Dios (19 page)

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: Contrato con Dios
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—Nos matarán a todos.

—Ah.

Andrea alzó la vista, tremendamente consciente del aislamiento del lugar y de lo encerrados que estarían en aquel lugar si la fina línea que representaban los hombres de Dekker se rompía.

—Tengo que hablar con Albert. Urgentemente.

—Creí que había dicho que no podía usar su teléfono satélite aquí, padre. Que Dekker tiene un escáner de frecuencias.

El sacerdote se limitó a mirarla.

—Oh, mierda. Otra vez no —dijo Andrea.

—Lo haremos esta noche.

N
OVECIENTOS
METROS
AL
OESTE
DE
LA
EXCAVACIÓN

Desierto de Al Mudawwara, Jordania

Viernes, 14 de julio de 2006. 01.18

El hombre alto se llamaba O. y estaba llorando. Había tenido que apartarse de sus compañeros para hacerlo. No le gustaba nada que lo vieran expresar sus sentimientos, y menos aún hablar sobre ellos. Pero sin duda hubiese sido muy peligroso manifestar en voz alta por qué lloraba.

Había sido por la niña, en realidad. Le recordaba demasiado a su propia hija. Había odiado tener que matarla. Matar a Tahir había sido sencillo, un alivio en realidad. Incluso se permitió disfrutar un poco, jugar con él. Darle un adelanto del infierno en la tierra.

La niña era otra historia. Sólo 16 años.

Y sin embargo, D. y W. habían estado de acuerdo con él. La misión era demasiado importante. No sólo estaban en juego las vidas de los diez hermanos que se hacinaban en la cueva, sino la de toda Dar al-Islam. La madre y la hija sabían demasiado. No podía haber excepciones.

—Menuda guerra de mierda —musitó.

—¿Ahora hablas solo?

Era W. Se había acercado reptando por el suelo, despacio. No le gustaba correr riesgos. Siempre hablaba en susurros, incluso dentro de la cueva.

—Estaba rezando.

—Tenemos que volver al agujero. Podrían vernos.

—Sólo hay uno de los centinelas en la pared oeste, y no tiene ángulo para cubrir esta zona. No te preocupes.

—¿Y si cambia de sitio? Llevan gafas de visión nocturna.

—No te preocupes. Ahora le toca al negro enorme. Se pasa todo el rato fumando. La brasa del cigarro no le deja ver nada —dijo O., irritado por tener que hablar tanto cuando sólo quería disfrutar del silencio.

—Vuelve a la cueva, anda. Jugaremos al ajedrez.

Ese W… no lo había engañado ni por un momento. Sabía que estaba melancólico. Afganistán, Pakistán, Yemen. Habían pasado por mucho juntos, y era un buen compañero. Por torpe que fuera, era un intento de animarlo.

O. se estiró cuan largo era sobre la arena. Se hallaban en una hondonada al pie de una pequeña formación rocosa. La cueva se formaba cerca de la base, y era un diminuto espacio natural de apenas diez metros cuadrados. Había sido O. quien lo había localizado tres meses atrás, cuando comenzó a preparar la operación. Apenas había sitio para los diez, pero aunque la cueva hubiese sido cien veces más grande, O. hubiera preferido estar fuera. Se sentía encerrado en aquel agujero ruidoso, acosado por los ronquidos y las ventosidades de los hermanos.

—Creo que me quedaré aquí fuera un rato. Me gusta el frío.

—¿Esperas la señal de
Huqan?

—Aún queda para eso. Los infieles no han encontrado nada todavía.

—Me gustaría que se diesen un poco de prisa. Estoy harto de estar hacinado, de comer latas y mear en un cubo.

O. no contestó. Cerró los ojos y se concentró en las sensaciones de la brisa sobre su piel. A él se le daba bien esperar.

—¿Vamos a quedarnos aquí sin hacer nada? Somos diez, bien armados. Yo digo que entremos y los matemos a todos —insistió W.

—Seguiremos las órdenes de
Huqan.


Huqan
es un temerario.

—Lo sé. Pero es listo. Él me contó una historia. ¿Sabes cómo encuentra agua un guerrero bosquimano en el Kalahari cuando está lejos de casa? Busca a un mono y le observa durante todo el día. No puede dejar que el mono le vea, porque si sospecha, el juego se acaba. Con paciencia, el mono acaba revelando su escondrijo. Una hendidura en la roca, un pequeño pozo… lugares que el bosquimano no hubiera encontrado nunca.

—¿Y qué hace entonces?

—Se bebe el agua y se come al mono.

L
A
EXCAVACIÓN

Desierto de Al Mudawwara, Jordania

Viernes, 14 de julio de 2006. 01.18

Stowe Erling mordió nerviosamente su bolígrafo y maldijo al profesor Forrester con todas sus fuerzas. Al fin y al cabo no había sido culpa suya que los datos de la prospección de aquel cuadrante no hubiesen llegado a su destino. Bastante tenía él con aguantar las quejas de los forzados prospectores mientras les colocaba o retiraba los arneses, cambiaba las baterías y se aseguraba de que nadie hiciese el mismo cuadrante dos veces.

A él, sin embargo, nadie lo estaba ayudando a colocarse el arnés. Y no es que la operación fuese sencilla, en mitad de la noche y con tan sólo la luz de un camping gas. A Forrester nadie le importaba un carajo. Es decir, nadie salvo él mismo. Detectó la anomalía en los datos después de la cena y le ordenó a Stowe realizar de nuevo el análisis del cuadrante 22K.

De nada había valido que Stowe pidiese —casi suplicase— hacerlo al día siguiente. Si los datos de los cuadrantes no iban enlazados, el programa se bloqueaba.

Jodido Pappas. Supuestamente el mejor arqueotopógrafo del mundo, ¿verdad? Supuestamente un diseñador de
software
cualificado, ¿verdad? Un mierda, eso es lo que es. Nunca tendría que haber salido de Grecia, joder. Con lo que le lamí el culo al viejo para que me dejara preparar los encabezados de código de los magnetómetros, y se lo da a él. Dos años, dos años enteros, maldición. Dos años buscándole referencias a Forrester, enmendando sus errores infantiles, comprándole sus medicinas, vaciando su papelera de los jodidos pañuelos llenos de sangre infecta. Dos años y me sigue tratando así.

Por suerte su complicada pantomima de gestos había terminado, y el magnetómetro estaba colocado y en funcionamiento. Stowe cogió el camping gas para colocarlo a media ladera. El terreno del cuadrante 22K ocupaba en su mayor parte una ladera de arena y piedras, cerca del nudillo del índice.

El terreno allí era diferente, no el colchón esponjoso y rosado de la base del cañón, ni la pura roca tostada que lo formaba. La arena de la ladera, más oscura y con una pendiente del 14 por ciento, se agitaba bajo las botas como una rata dentro de un pastel. Stowe tenía que tirar con fuerza de las cintas que sostenían el magnetómetro en los recorridos ascendentes para no caerse. Equilibraba así el peso del aparato.

Al inclinarse para dejar el camping gas en el suelo, Stowe se rasgó la piel de la mano derecha con una rebaba de hierro de la estructura del magnetómetro, haciéndose un corte superficial.

—Mierda de… ¡Ay!

Chupándose el corte con fuerza, el joven comenzó a seguir el lento, agónico ritmo del aparato.

Ni siquiera es americano. Ni siquiera es judío, coño. Sólo es un sucio griego, inmigrante, mamón. Por el Nombre, si era ortodoxo antes de entrar a trabajar para el profesor. Se convirtió al judaísmo a los tres meses de estar con nosotros. Una conversión
express.
De lo más conveniente. Qué cansado estoy. ¿Por qué hago esto? Ojalá encontremos el Arca, las facultades de Historia se me rifarán. Encontraré un buen puesto y daré conferencias. El viejo no durará mucho, lo justito para robarnos la gloria al principio. Pero en tres o cuatro años de quien se hablará será de su equipo. De mí. Sería estupendo que esos pulmones podridos reventasen en las próximas horas. Me pregunto a quién pondría Kayn al frente de la expedición. No será a Pappas. Si se caga vivo mirando al profesor, Kayn lo derretiría con sólo mirarlo. Necesitará a alguien fuerte. Alguien con carisma. No me imagino cómo será ese Kayn. Dicen que está muy enfermo. ¿Para qué habrá venido?

Stowe se detuvo, de pronto, a media ascensión y de cara a la pared del cañón. Había creído escuchar a alguien caminando, pero eso era imposible. Miró hacia el campamento, que aparecía tranquilo y en silencio.

Claro que sí. El único que no está metido en la cama soy yo. Bueno, excepto los centinelas, pero ellos están bien abrigados y seguro que están roncando. De quién nos van a proteger. Sería mejor que…

El joven se paró. Había vuelto a oír algo, y esta vez no eran imaginaciones suyas. Inclinó la cabeza, intentando escuchar mejor, pero el pitido enervante del magnetómetro saltó de nuevo. Stowe buscó a tientas el botón de encendido del aparato y lo presionó ligeramente. Así se desconectaba el aviso sin apagar el aparato (lo que activaba una alarma en el ordenador de Forrester), algo que doce personas hubieran dado un brazo por saber hacer el día anterior.

Será uno de los soldados, cambiando de turno. Vaya, ya soy mayorcito para tener miedo a la oscuridad.

Apagó el aparato e inició el descenso de la ladera despacio. Pensándolo mejor, se volvería a la cama. Si Forrester se cabreaba, allá él. Se pondría a hacerlo a primera hora. Se saltaría el desayuno.

Eso es. Me levantaré antes que el viejo. Cuando haya algo más de luz.

Sonrió. Se alegraba de haberse alarmado por nada, al fin y al cabo podría irse antes a la cama, que era lo que de verdad necesitaba. Si se daba prisa podría dormir tres horas. Apagó el magnetómetro.

De repente algo le tiró del arnés. Stowe se inclinó hacia atrás, agitando los brazos en el aire para no perder el equilibrio. Pero cuando creía que se iba a caer de culo, su caída se topó con un cuerpo humano, que le sujetó con fuerza.

El joven no notó la punta del cuchillo que se le clavó en la base de la espina dorsal. La mano que lo agarraba por el arnés tiró más fuerte de él hacia atrás. Stowe recordó su infancia, cuando iba con su padre al lago Chebacco a pescar lubinas negras. Su padre las sostenía en la mano y después las destripaba de un solo movimiento, acompañado de un sonido húmedo y silbante. Muy parecido al último sonido que escuchó Stowe.

La mano dejó de sujetarle y el joven se desplomó en el suelo de frente como un muñeco de trapo. El magnetómetro impidió que rodase, así su cuerpo se deslizó despacio, ladera abajo.

Stowe hizo un ruido quebradizo al morir, un gañido breve y seco, y eso fue todo.

L
A
EXCAVACIÓN

Desierto de Al Mudawwara, Jordania

Viernes, 14 de julio de 2006. 02.33

La primera parte del plan era despertarse a tiempo. A partir de ahí todo fue un desastre.

Andrea se había colocado el reloj de pulsera entre la alarma y la cabeza, con la alarma puesta a las dos y media de la madrugada. Debía encontrarse con Fowler en el cuadrante 14B, donde ella había estado trabajando cuando le contó al sacerdote lo del extraño desconocido.

Todo cuanto sabía la joven era que el sacerdote necesitaba su ayuda para anular el escáner de frecuencias de Dekker, pero no le había dicho ni dónde estaba ni cómo pensaba hacerlo.

Para asegurarse de que no faltase a la cita, el sacerdote le había dejado su propio reloj, ya que el de la periodista no tenía despertador. Era un tosco MTM negro con banda de velero y aspecto de tener casi tantos años como Andrea. En la caja del reloj había una inscripción grabada: «That others may live».

Para que otros vivan. ¿Qué clase de persona lleva un reloj como éste? Un cura no, desde luego. Los curas llevan relojes Casio de veinte euros, como mucho un Lotus de los más baratos y correa de imitación de piel. Nada con tanta personalidad,
cavilaba Andrea antes de dormirse. Cuando la alarma sonó, Andrea tuvo buen cuidado de apagarla enseguida y de llevar el aparato consigo, por dos razones. Fowler le había dejado muy claro lo que le pasaría a Andrea si lo perdía. Y además la esfera del reloj llevaba integrada una pequeña linterna LED, que le haría mucha falta para poder recorrer el cañón sin tropezar con una de las cordadas de los cuadrantes y partirse el cráneo con una piedra.

Mientras buscaba a tientas la ropa, Andrea escuchaba atentamente para saber si la alarma del reloj había despertado a alguien, pero los inconfundibles ronquidos de Kyra Larsen tranquilizaron a la periodista. Decidió ponerse fuera las botas para hacer menos ruido y comenzó a caminar hasta la puerta. Pero su proverbial torpeza le jugó una mala pasada y el reloj se le cayó.

La joven intentó controlar sus nervios y recordar cómo era la configuración de la enfermería. Al fondo se situaban dos camillas, una mesa y el instrumental médico. Las tres ocupantes dormían cerca de la entrada, en colchonetas autohinchables y sacos de dormir. Andrea en el medio, Larsen a la izquierda y Harel al otro lado.

Usando los ronquidos de Kyra como indicador, comenzó a palpar el suelo. Identificó el borde de su propia colchoneta. Un poco más lejos, lo que con toda probabilidad eran los calcetines usados de la ayudante de Forrester. Con una mueca de asco se frotó la mano en los fondillos del pantalón. Buscó a tientas por encima de su propio colchón. Un poco más lejos. Aquello era el colchón de Harel.

Que estaba vacío.

Sorprendida, Andrea sacó el mechero del bolsillo y se arriesgó a encenderlo, interponiendo su cuerpo entre la llama y Larsen. Harel no aparecía por ninguna parte. Y Fowler le había dicho que no contase nada a la doctora acerca de lo que pretendían hacer.

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