—¿Es difícil de manejar? —preguntó Andrea.
—No, si es que sabe usted caminar. A cada uno de ustedes se le asignará una serie de cuadrantes del cañón, separados por varias decenas de metros. Todo lo que tienen que hacer es apretar el botón de encendido en el arnés y dar un paso cada cinco segundos, así.
Gordon dio un paso hacia delante y se detuvo. Al cabo de cinco segundos, la máquina de la mochila emitió un suave pitido. Gordon volvió a avanzar, y el pitido cesó. A los cinco segundos, el pitido se reanudó.
—Harán esto durante doce horas al día, en intervalos de hora y cuarto con descansos de quince minutos —dijo Forrester.
Se alzó un muro de protestas.
—¿Y los que tenemos otras obligaciones?
—Ocúpense de ellas cuando no estén peinando el cañón, señor Frick.
—¿Pretende que caminemos diez horas al día? ¿A pleno sol?
—Les recomiendo beber mucha agua. Al menos un litro cada hora. A 44 grados de temperatura, el cuerpo se deshidrata rápido.
—¿Y si no nos da tiempo a cumplir las diez horas durante el día?
—Seguirán ustedes por la noche, señor Hanley.
—Viva la democracia, joder —susurró Andrea. Al parecer no lo suficientemente bajo, porque Forrester la oyó.
—¿Le parece injusto, señorita Otero? —dijo el arqueólogo, con voz muy suave.
—Pues ahora que lo menciona, sí —dijo Andrea, desafiante. Encogió la espalda temiendo un nuevo codazo de Fowler, pero éste no llegó.
—El gobierno jordano nos ha concedido un mes en esa falsa licencia de explotación de fosfatos. Imagínese que yo les impusiera un ritmo más suave. Imagínese que terminásemos de hacer la prospección de datos del cañón dentro de tres semanas. Imagínese que no pudiésemos extraer el Arca a tiempo. ¿Sería eso justo?
Andrea bajó la cabeza, abochornada. Odiaba a aquel hombre, y mucho.
—¿Hay alguien más que se apunte al sindicato de la señorita Otero? —dijo Forrester, escrutando las caras de los presentes—. ¿Nadie? Bien. A partir de ahora no son ustedes ni médicos, ni sacerdotes, ni operadores de perforadora ni cocineros. Son mis mulas de carga. Disfrútenlo.
L
A
EXCAVACIÓN
Desierto de Al Mudawwara, Jordania
Jueves, 13 de julio de 2006. 12.27
Paso, espera, pitido, paso.
Andrea Otero no había hecho jamás una lista con las tres peores experiencias de su vida. Primero porque Andrea detestaba las listas y las clasificaciones. Segundo, porque tenía una nula capacidad de introspección y, a pesar de ser muy inteligente, solía encontrar pocas respuestas dentro de ella misma. Y tercero, porque cuando los problemas le explotaban en la cara, su sistema consistía en huir de ellos hacia delante.
Si la noche anterior Andrea hubiese dedicado cinco minutos a pensar en esa lista, la primera de las experiencias sería la de las judías.
Era el último día de colegio, y ella marchaba con paso firme y decidido por la edad del pavo. Volvió de clase con una sola idea en la cabeza: estrenar la nueva piscina de la urbanización. Por eso comió a toda velocidad, decidida a embutirse en el bañador antes que nadie. Aún con el último bocado en la garganta, se levantó de la mesa. Y entonces su madre soltó la bomba.
—¿A quién le toca fregar los platos?
Andrea casi ni se dio la vuelta, porque aquel día le tocaba a su hermano mayor, Miguel Ángel. Pero sus otros tres hermanos no estaban dispuestos a tener que esperar por su líder en aquel día tan especial. Y respondieron como un solo hombre:
—¡A Andrea!
—Y una mierda. ¿Pero estáis mal de la cabeza, o qué? A mí me tocó antes de ayer.
—Hija, haz el favor, que no te tenga que lavar la boca con lejía.
—Eso, mamá, con lejía —terciaron los hermanos.
—Pero, mamá, es que no me toca —dijo Andrea, dando una patada en el suelo.
—Pues los friegas igual, hija, y lo ofreces al Señor por tus pecados. Que estás en una edad muy mala —dijo la madre, mientras Miguel Ángel disimulaba una sonrisa y los hermanos se felicitaban a codazos por debajo de la mesa.
Una hora después, Andrea, que nunca había tenido la lengua precisamente corta, pensaría cinco réplicas posibles a tamaña injusticia. Pero en aquel momento sólo se le ocurrió un:
—Mamáaaa.
—Nada de mamá. Friegas los platos y dejas a tus hermanos bajar a la piscina antes, que lo están deseando.
En ese momento, Andrea lo entendió.
Su madre lo sabía. Sabía que no le tocaba a ella.
Es difícil comprender lo que hizo sin ser la más pequeña de cinco hijos, y la única chica. Sin haber crecido en un entorno católico preconciliar donde la culpa aparece antes que el pecado. Sin ser hija de un militar de la vieja escuela, que tenía muy claro a quién prefería. Sin haber sido pisoteada, escupida, vejada y dejada de lado por ser mujer. A escala de niño, quizás. Con sensibilidad de niño, seguro.
Aquel día dijo basta.
Andrea volvió a la mesa, levantó la olla de las judías con tomate que habían comido de primero. Estaba medio llena. Sin una sola duda, la niña vertió la olla sobre la cabeza de Miguel Ángel y se la colocó de sombrero.
—Friega tú los platos si quieres, hijoputa.
El castigo fue lo peor. Además de, obviamente, fregar los platos, su padre le impuso un correctivo de lo más imaginativo. Nada de prohibirle bajar a bañarse durante todo el verano. Eso hubiera sido demasiado suave. Le ordenó sentarse a la mesa de la cocina, desde cuya ventana había una vista perfecta de la piscina, y le puso tres kilos de judías encima de la mesa.
—Cuéntalas. Cuando me digas cuántas hay, podrás bajar a la piscina.
Andrea esparció las judías por la mesa y comenzó a contar una a una, echándolas dentro de una cacerola. Cuando iba por mil doscientas ochenta y tres, se levantó para ir al servicio.
A la vuelta, la olla estaba vacía. Alguien las había arrojado de nuevo al montón.
Papá, vas listo si te crees que vas a escucharme llorar,
pensó.
Por supuesto que lloró. Durante cinco larguísimos días en los que, intentase lo que intentase, tuvo que volver a empezar a contar cuarenta y tres veces.
La noche anterior Andrea hubiese relatado aquella experiencia como la peor de su vida, superior a la brutal paliza que recibió el año anterior en Roma. Aquella mañana, no obstante, la experiencia del magnetómetro ocupaba sin lugar a dudas la cabeza de la lista.
El día había comenzado a las cinco en punto, tres cuartos de hora antes de la salida del sol, con un molesto coro de bocinazos. A Andrea le había tocado dormir con la doctora Harel y la arqueóloga Kyra Larsen en la enfermería, segregadas por sexos debido a la mojigatería del profesor Forrester. El pelotón de Dekker ocupaba una tienda, el personal de servicio otra y los cinco ayudantes de Forrester y el padre Fowler la última. El profesor prefería dormir separado, en una pequeña tienda individual de ochenta dólares que llevaba consigo a todas las expediciones. No debía dormir demasiado, ya que a las cinco en punto se colocó en el centro de la plaza de tiendas y comenzó a hacer sonar una bocina de aire comprimido hasta que consiguió varias amenazas de muerte y un montón de gente despierta.
Andrea se levantó entre maldiciones y buscó a tientas la toalla y el neceser que había dejado junto a la colchoneta inflable y el saco de dormir que les servían de cama. Ya se dirigía a la puerta, cuando Harel la llamó. A pesar de la hora, estaba completamente vestida.
—No estará pensando en ducharse.
—Pues sí.
—Usted verá. Pero le recuerdo que las duchas funcionan con un código individual, y que sólo disponemos de treinta segundos de agua al día. Si gasta su agua ahora, esta noche estará tan pegajosa que pedirá a gritos que le escupamos encima.
Andrea volvió a desplomarse en el colchón, descorazonada.
—Muchas gracias. Me ha jodido el día.
—Cierto. Pero le he salvado la noche.
—Estoy horrible —dijo Andrea incorporándose y recogiéndose el pelo en una coleta, algo que no hacía en público desde la universidad.
—Más que horrible.
—Joder, Doc, se supone que usted tenía que decir «No tanto como yo» o «Qué va, estás genial». Ya sabe, corporativismo femenino.
—Bueno, yo no he sido nunca una mujer muy convencional —dijo Harel, mirando a Andrea fijamente a los ojos.
¿Qué demonios has querido decir con eso, Doc?,
se preguntó Andrea, mientras se ponía unos pantalones cortos y unas botas.
¿Eres lo que yo creo? Y lo más importante… ¿me atreveré a tomar la iniciativa?
Paso, espera, pitido, paso.
Stowe Erling había sido el encargado de conducir a Andrea a su cuadrante y colocarle el arnés. Así que allí estaba Andrea, en un cuadrado de terreno de 15 metros de lado, delimitado por una cuerda enganchada con piquetas a veinte centímetros del suelo.
Sufriendo.
Lo primero había sido el peso. Dieciséis kilos no parecen gran cosa al principio, sobre todo cuando van enganchados en un arnés. Pero al comenzar la segunda hora, Andrea empezó a tener los hombros muy doloridos.
Lo segundo había sido el calor. Al mediodía, aquello no era arena sino una parrilla de color rosa. Y el agua se le agotaba a la media hora de empezar cada turno.
Lo tercero habían sido los descansos. A cada uno le correspondía un cuarto de hora al finalizar cada turno, pero ocho de aquellos minutos se le iban en ir y volver de su cuadrante, dos en recoger botellas de agua fría y otros dos en volver a echarse crema solar factor sesenta. Eso le dejaba exactamente tres minutos, que consistían en escuchar a Forrester carraspear y mirar su reloj.
Pero por encima de todo estaba la repetición de la tarea. Aquel absurdo paso, espera, pitido, paso.
Estaría mejor en Guantánamo, joder. Aunque los torturen al sol, al menos no tienen que cargar con este peso.
—Buenos días. Hace un poco de calor, ¿verdad? —dijo una voz en español.
—Váyase a la mierda, padre.
—Tenga un poco de agua —dijo Fowler tendiéndole una botella de agua. El cura vestía pantalones de sarga y su habitual camisa negra de manga corta con el distintivo sacerdotal. Volvió a salir del perímetro de cuerda y se sentó en el suelo, observándola divertido.
—¿Puede explicarme a quién ha sobornado para no tener que cargar con el yugo? —dijo Andrea, vaciando la botella ansiosamente.
—El profesor Forrester tiene mucho respeto por mi condición religiosa. Él también es un hombre de Dios, a su manera.
—Más bien un maníaco ególatra.
—Eso también. ¿Qué me dice de usted?
—El esclavismo no está entre mis defectos.
—Me refiero a la religión.
—¿Pretende salvar mi alma con una botella de medio litro?
—¿Sería eso suficiente?
—Yo diría que necesitaría al menos un litro.
Fowler sonrió y le tendió otra botella.
—Si la bebe a pequeños sorbos le calmará la sed mucho más.
—Gracias.
—¿No va a responderme?
—La religión es algo demasiado profundo para mí. Prefiero montar en bici.
El sacerdote rió a gusto y dio un trago a su propia botella de agua. Parecía cansado.
—Venga, señorita Otero, no se enfade conmigo por no tener que hacer de mula. ¿Se cree que las cuerdas que delimitan los cuadrantes han aparecido por arte de magia?
El cuadrante estaba situado a sesenta metros de la zona de tiendas. El resto de miembros de la expedición estaba repartido por toda la superficie del cañón, cada uno con su propio paso, espera, pitido, paso. Andrea llegó al final de la cuerda, dio un paso hacia la derecha, giró ciento ochenta grados y echó a andar de nuevo, de espaldas al sacerdote.
—Y yo que no podía encontrarlos… Así que es eso lo que estuvieron haciendo la doctora y usted toda la noche.
—Había más gente. No tiene usted que preocuparse.
—¿Qué ha querido decir con eso, padre?
Fowler no dijo nada. Durante un rato todo lo que se oyó fue el ritmo del paso, espera, pitido, paso.
—¿Cómo lo ha sabido? —dijo Andrea, angustiada.
—Lo sospechaba. Ahora lo sé.
—Joder.
—Siento haber invadido su intimidad, señorita Otero.
—Y una mierda lo siente —Andrea hizo una pausa y se mordió el puño—. Mataría por poder fumar.
—¿Qué se lo impide?
—El profesor Forrester me dijo que interfería con los instrumentos.
—¿Sabe, señorita Otero? Para llevar esa pose de estar de vuelta de todo es usted extraordinariamente ingenua. El humo del tabaco no altera el campo magnético terrestre. Al menos no según mis fuentes.
—¡Viejo cabrón!
Andrea rebuscó en los bolsillos y se encendió un cigarro.
—¿Le dirá algo a Doc, padre?
—Harel es inteligente, mucho más que yo. Y además judía. No necesita charlas de un viejo sacerdote.
—¿Y yo sí?
—Bueno, es usted católica, ¿no?
—Perdí la confianza en su gremio hace 14 años, padre.
—¿En cuál? ¿En el de los militares o en el de los curas?
—En ambos. Mis padres se encargaron de joderme bien.
—Todos los padres lo hacen. ¿No es así como empieza la vida?
Andrea giró la cabeza hacia él, alcanzando a verle con el rabillo del ojo.
—Así que tenemos algo en común.
—Ni se imagina. ¿Por qué nos buscaba anoche, Andrea?
La periodista miró a derecha e izquierda antes de contestar. El ser humano más cercano era David Pappas, encadenado al arnés a treinta metros de ellos. Un chorro de viento caliente sopló desde la entrada del cañón, formando remolinos de arena de belleza infinita a los pies de Andrea.
—Ayer, cuando llegamos a la entrada del cañón yo recorrí la duna a pie. En la cima me puse a hacer unas fotos con el teleobjetivo, y vi a un hombre.
—¿Dónde? —espetó Fowler.
—En la cima del risco que está tras su espalda. Sólo lo vi un segundo. Llevaba ropas marrones. No le dije nada a nadie porque no sé si tiene que ver con la persona que intentó matarme en la
Behemot.
Fowler entrecerró los párpados, se pasó la mano por la calva cabeza, tomó aire profundamente. Tenía una nube sobre el rostro. De pronto las arrugas alrededor de los ojos parecieron multiplicarse.
—Señorita Otero, esto es muy, muy peligroso. El éxito de la expedición se basa en el secreto. Si alguien descubre lo que de verdad hacemos…
—¿Nos expulsarán de aquí?