De repente cuestiones como si odias más a papá por ser un homófobo intolerante o a mamá por ser la persona más mezquina del mundo empiezan a perder sentido en favor de cuestiones como ¿aguantará esta cuerda mi peso?
Andrea, que no había practicado rapel en su vida, pidió que la bajaran muy despacio al fondo de la cueva. En parte por el miedo que tenía, y en parte porque quería buscar ángulos diferentes para sus fotos.
—Vale, chicos. Parad un poquito. Tengo una buena —gritó alzando un poco la cabeza.
La cuerda se detuvo.
Bajo sus pies se encontraban aún los restos de la miniexcavadora, como el juguete destrozado de un niño. Parte del brazo sobresalía en un ángulo extraño, y aún había restos de sangre en el destrozado parabrisas. Andrea apartó el objetivo, porque
odio la sangre, la odio
su falta de ética profesional tenía límites. Enfocó hacia el fondo de la cueva, pero cuando iba a disparar comenzó a dar vueltas.
—¿No podéis estaros quietos? No hay manera de enfocar así.
—Señorita, no es usted ninguna pluma, ¿sabe? —dijo Brian Hanley, en lo alto. Él y Tommy Eichberg estaban bajándola con ayuda de un fulcro—. Creo que será mejor que sigamos.
—¿Vaya, hombre, no sois capaces de manejar mis 55 kilos? Parecéis más fuertes que todo eso —dijo Andrea, que siempre había sabido cómo manipular a los hombres.
—Pesa bastante más de 55 kilos —refunfuñó Hanley en voz baja.
—Lo he oído —dijo Andrea, haciéndose la ofendida.
Estaba tan excitada por lo que estaba viviendo que le resultaba imposible enfadarse con Hanley. El trabajo de iluminación de la cueva que había realizado el electricista era soberbio, hasta tal punto que Andrea desechó completamente el flash. Aumentando un poco la sensibilidad podría tomar fotos espectaculares de la fase final de la expedición.
No puedo creerlo. Estamos sólo a un paso del mayor descubrimiento de todos los tiempos y la foto que aparecerá en todas las portadas será la mía.
La periodista contemplaba el interior de la cueva por primera vez. El lugar desde el que Pappas había calculado trazar un túnel en diagonal sobre la presumible posición del Arca se había encontrado de manera abrupta con una cavidad natural en la tierra que bordeaba las paredes del cañón.
—Imagine las paredes del cañón hace treinta millones de años —le había explicado el día anterior Pappas, dibujando un pequeño esquema en su libreta—. Entonces había agua en esta zona, que es la que formó el cañón. Cuando el clima cambió, las paredes de roca comenzaron a desgastarse y produjeron ese terreno de tierra compacta y rocas que rodea los bordes de los muros como un sarro gigantesco, tapando las cuevas con las que dimos por casualidad. Por desgracia mi error ha costado muchas vidas. Si hubiera recomprobado la resistividad del suelo en el interior del túnel…
—Me gustaría decirle que sé cómo se siente, David, pero no tengo ni la menor idea. Sólo puedo ofrecerle mi ayuda y al carajo lo demás.
—Gracias, señorita Otero. Significa mucho para mí. Especialmente después de que algunos miembros de la expedición aún me crean culpable de la muerte de Stowe sólo porque estuviésemos todo el día discutiendo.
—Por favor, llámame Andrea, ¿quieres?
—Me encantaría —dijo el arqueólogo, empujándose las gafas sobre la punta de la nariz con timidez. La periodista se dio cuenta de que David estaba rígido como un alambre, a punto de estallar por la tensión. Pensó en darle un abrazo, pero realmente había algo en ese chico que le producía un malestar creciente, como un cuadro al que de repente ves con más luz y te das cuenta de que en realidad representa una escena completamente diferente de la que tú pensabas.
—Dime, David, ¿crees que los que enterraron el Arca conocían la existencia de las cuevas?
—No lo sé. Creo que es posible que haya una entrada en el cañón que nosotros no hayamos localizado, cubierta por rocas o por tierra. Seguro que es la que utilizaron para colocar el Arca ahí abajo, un lugar que nosotros habríamos podido localizar de no haber sido toda esta maldita expedición una locura improvisada sobre la marcha. En lugar de eso hicimos algo que un arqueólogo jamás haría. Tal vez un buscador de tesoros sí. Pero esto no es lo que me enseñaron a hacer.
A Andrea le habían enseñado a hacer fotos, y eso es lo que estaba haciendo. Aún luchando contra el movimiento circular de la cuerda, estiró el brazo izquierdo por encima de su cabeza y se agarró a un saliente de la roca, mientras con la derecha apuntaba al fondo de la cueva, un espacio estrecho y alto con una cavidad aún más estrecha al final. Allí había instalado Hanley un generador y potentes focos, que recortaban las sombras del profesor Forrester y David Pappas contra la enorme y rugosa pared de roca. Cada vez que uno de ellos se movía ligerísimos granos de arena se desprendían de las piedras y flotaban por el aire. El olor allí dentro era seco y amargo, como el de un cenicero de arcilla que se ha pasado demasiado tiempo en el horno. El profesor tosía una y otra vez, a pesar de llevar puesta una mascarilla de papel como las de los hospitales.
Hizo varios disparos antes de que Hanley y Tommy se cansasen.
—¡Suéltese del saliente, que vamos a bajarla!
Andrea obedeció y se encontró de pie un minuto después. Soltó los mosquetones de su arnés, y la cuerda se elevó de nuevo. Era el turno de Brian Hanley.
Andrea se acercó a David, que intentaba ayudar al profesor a sentarse en el suelo. El viejo temblaba como una hoja al viento, y tenía la frente empapada en sudor.
—Beba un poco de mi agua, profesor —dijo David acercándole la cantimplora.
—¡Idiota! Tienes que bebértela tú. Tú eres quien tiene que entrar en esa cueva —y esas palabras le costaron un nuevo ataque de tos. Se arrancó la mascarilla y escupió un cuajaron de sangre en el suelo.
Aún con la voz mutilada por su enfermedad, el profesor sabía ser tremendamente insultante. David volvió a colocarse la cantimplora en el cinturón y se acercó a Andrea.
—Gracias por venir a ayudarnos. Tras el accidente sólo quedamos el profesor y yo… y no es que él sirva de mucho en su actual estado —añadió bajando la voz.
—La caca de mi gato tiene mejor aspecto.
—Va a… Bueno, ya lo sabe. La única forma en la que conseguiría retrasar lo inevitable sería subirse en el primer avión a Suiza.
—Vaya, a eso me apunto.
—Con el polvo que hay en el interior de la cueva…
—No puedo respirar, pero el oído lo tengo perfectamente —dijo el profesor, acabando cada palabra con un sonido que a Andrea le recordó el que se obtiene al frotar muy fuerte dos papeles—. Dejad de hablar de mí y poneros a trabajar. No voy a morirme hasta que no la saques de ahí, pedazo de inútil.
David hizo un gesto de disgusto. Por un momento Andrea creyó que iba a replicar al viejo, pero las palabras parecieron morir en sus labios.
Te tiene bien jodido, ¿eh? Lo odias muchísimo y sin embargo no eres capaz de enfrentarte a él… No es que te haya dejado sin pelotas, es que te ha obligado a freírlas y comértelas para desayunar,
pensó Andrea con un ataque de lástima.
—Bueno, David, dime qué puedo hacer.
—Sígame, por favor.
Unos metros hacia el fondo de la cueva la configuración de la pared cambiaba ligeramente. Andrea se dijo que de no tener tantos miles de vatios iluminando la cueva podría haberla pasado por alto. En lugar de la roca desnuda había una zona en la que la pared parecía formada por pedazos de roca superpuestos.
Aquello estaba hecho por el hombre.
—Dios mío, David.
—Lo que me asombra es cómo consiguieron un muro tan sólido sin usar mortero y tapando sólo por un lado.
—Tal vez haya una salida de la cámara del otro lado. Tú mismo dijiste que tiene que haberla.
—Puede que tengas razón, pero no lo creo. He hecho nuevas lecturas con el magnetómetro. Detrás de este tapón de piedras está la zona inestable que habíamos identificado en un principio. Una cavidad similar a la que contenía el Rollo de Cobre, de hecho.
—¿Casualidad?
—Lo dudo mucho.
David se arrodilló y acarició la pared con la punta de los dedos. Cuando sus yemas encontraban un resquicio entre dos piedras intentaba tirar con todas sus fuerzas.
—No hay manera —continuó—. La cavidad de roca ha sido tapada a conciencia con piedras que por alguna razón están ahora más apretadas entre sí que en el momento en el que se colocaron. Probablemente en los casi dos mil años que han pasado haya habido un aumento del peso del suelo en la vertical del muro. Casi como…
—¿Como qué?
—…como si Dios hubiera sellado él mismo la puerta. No se ría.
No, no me río,
pensó Andrea.
Nada de esto tiene ya la más mínima gracia.
—¿No podemos retirar las piedras una a una?
—No sin saber cuál es el grosor del muro y lo que hay detrás.
—¿Y cómo piensas hacerlo?
—Mirando dentro.
Cuatro horas más tarde, con la ayuda de Brian y Tommy, habían conseguido taladrar el muro de parte a parte con un pequeño agujero por el que una pelota de golf entraría bastante justa. Había sido necesario desmontar el motor de la miniperforadora —que aún no habían estrenado, dado que el primer túnel había sido horizontal, y en una zona de sólo tierra— y bajarlo al túnel por piezas. Hanley montó un antiestético híbrido de la perforadora aprovechando partes de la estructura de la miniexcavadora que yacía destrozada al principio de la cueva.
—Esto es reciclaje,
¡Ei gut!
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—dijo Hanley, encantado de su labor.
El resultado era feísimo y poco práctico. Para conseguir equilibrarlo tenían que empujar los cuatro a la vez, realizando un enorme esfuerzo. Para colmo sólo se permitió utilizar los cabezales más pequeños para no someter el muro a excesivas vibraciones.
—¡Dos metros y catorce centímetros! —gritó Hanley, por encima del ruido traqueteante del motor.
David introdujo una cámara de fibra óptica conectada a un pequeño visor por la abertura, pero el cable de la cámara era demasiado rígido y corto y el suelo al otro lado del muro estaba lleno de obstáculos.
—¡Mierda! Así no hay manera de ver nada.
Poc.
Andrea se llevó la mano al cogote. Alguien le estaba tirando piedrecitas. Se dio la vuelta.
Forrester trataba de llamar su atención, incapaz de hacerse oír por encima del ruido del motor. Pappas se acercó y se agachó junto a su oreja.
—¡Eso es! —gritó David, nervioso y exultante a la vez—. Así lo haremos, profesor. ¿Brian, crees que podrías ampliar ese agujero hasta veinte por treinta?
—Ni de coña —dijo Hanley, rascándose la cabeza—. Estamos sin cabezales pequeños.
Llevaba las manos cubiertas por guantes muy gruesos, y estaba desmontando la punta del último cabezal, que desprendía humo y tenía la punta deformada. A Andrea le recordó lo que había pasado cuando intentó colgar un cuadro con una preciosa foto de Manhattan en su apartamento y escogió un muro de carga para hacerlo. La broca se había deshecho como si estuviera hecha de yogur.
—Tal vez Frick lo hubiese conseguido —se lamentó Brian, mirando hacia la esquina donde había muerto su compañero el día anterior—; él tenía mucha más experiencia con estos bichos que yo.
Pappas guardó silencio unos minutos. El esfuerzo era visible en su cara. El resto de los presentes casi pudieron oírle pensar.
—¿Y si te dejase usar cabezales medianos? —dijo al fin.
—Entonces sin mayor problema. Puede estar listo en dos horas. Pero la vibración será mucho mayor. La zona inestable… hay un riesgo. ¿Eres consciente?
David se rió, y en su carcajada no había ni un ápice de alegría.
—¿Me preguntas si soy consciente de que cuatro mil toneladas de piedras pueden aplastar el objeto más importante de la Historia? ¿Arruinar el trabajo de muchos años, una inversión de centenares de millones de dólares? ¿Que el sacrificio de cinco personas muertas haya sido inútil?
Joder. Hoy lo veo distinto. Está… tan contaminado como el profesor,
pensó Andrea.
—Sí, soy consciente, Brian. Y voy a correr el riesgo —continuó David.
L
A
EXCAVACIÓN
Desierto de Al Mudawwara, Jordania
Miércoles, 19 de julio de 2006. 19.01
Andrea hizo una nueva foto de Pappas arrodillado frente al muro de piedra. La cara le quedaba ensombrecida, pero el robot se veía perfectamente.
Casi mejor, David… no es que seas una belleza precisamente,
se dijo Andrea, maliciosa. Tendría tiempo en pocas horas de lamentar ese pensamiento, pero en aquel momento nada había más cerca de la verdad. Aquel artilugio era una maravilla.
—Stowe lo llamó ATER: Annoying Terrain Explorer Robot,
[26]
pero nosotros lo llamamos Freddie.
—¿Por algo en especial?
—Lo hacíamos por joder a Stowe. Era un capullo arrogante, eso es todo —dijo David, y Andrea se sorprendió ante la explosión de rabia contenida del tímido arqueólogo.
Freddie era un desarrollo de Stowe Erling, quien por desgracia no estaría allí en el estreno de su robot. Consistía en un sistema capaz de introducir una cámara móvil y controlada a distancia en lugares a los que el ser humano no podía acceder sin peligro. Para salvar obstáculos, Freddie estaba dotado de dos pares de cadenas similares a las de un tanque. Era capaz de comprimirse verticalmente y de sumergirse en agua durante diez minutos sin sufrir daños. Erling había copiado la idea de un grupo de arqueólogos de Boston y lo había recreado junto con varios ingenieros del Massachusetts Institute of Technology, que le habían demandado por largarse con el prototipo a esa misión, algo que a Stowe poco podía importarle ya.