Contrato con Dios (36 page)

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: Contrato con Dios
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(Una larga pausa)

Miré el auricular sin comprender nada, acariciándolo con las yemas de los dedos. La comunicación se había cortado. Creo que mi cerebro se cortocircuito en aquel momento. El resto del día se ha borrado por completo de mi cabeza.

No supo más de él.

Bendito sea el Nombre, ojalá hubiera sido así. Al día siguiente abrí los periódicos, buscando noticias de supervivientes. Entonces vi su foto. Estaba allí, suspendido, ingrávido, libre. Había saltado.

Oh. Oh, Dios mío. Lo siento, señor Kayn.

Yo no. Las llamas y el calor eran insufribles. Él tuvo que ser capaz de romper las ventanas y elegir su destino. Puede que su destino fuese morir, pero nadie le dijo cómo. Él abrazó su suerte como un hombre. Murió fuerte, volando, dueño de diez segundos de aire. Se acabaron los planes que había hecho para él durante largos años.

Dios santo, es terrible.

Todo esto hubiera sido para él. Todo.

K
AYN
T
OWER

Nueva York

Miércoles, 19 de julio de 2006. 23.39

—¿Pero estás seguro de que no recuerdas nada?

—Te lo he dicho. Me hizo darme la vuelta. Luego tecleó como un loco.

—No podemos seguir así. Aún le queda más del 60 por ciento de combinaciones. Necesito que me digas algo. Algo, cualquier cosa.

Se hallaban junto a la puerta del ascensor, y aquel panel sí que iba a suponer un desafío. Al contrario que la huella biométrica, aquel era un simple panel de números, y una breve secuencia era imposible de detectar en una memoria medianamente grande. Para conseguir abrir la puerta del ascensor Albert había conectado un cable ancho y largo al interior del panel de entrada con la intención de descubrir la clave usando un método de fuerza bruta. En líneas generales consistía en que el ordenador probaría todos los números posibles que podía contener la clave, desde todo ceros a todo nueves. Lo cual podía llevar su tiempo.

—Tenemos tres minutos para cruzar esa puerta, y al ordenador le llevará otros seis sólo completar el rango de los veinte números. Eso si no se quema antes, porque he desviado toda la potencia del procesador al programa. —Y en efecto el ventilador del ordenador hacía un ruido infernal, como si cincuenta abejas celebrasen una fiesta en una caja de zapatos.

Orville se esforzó en recordar. Se había girado de cara a la pared y había mirado su reloj. No podían haber pasado más de tres segundos.

—Limítalo a diez dígitos.

—¿Estás seguro?

—En absoluto. Pero no creo que tengamos más opción.

—¿Cuánto le llevará?

—Cuatro minutos —dijo Albert, rascándose nervioso el mentón.

—Pues esperemos que no sea el último número posible y que descifre la clave antes, porque ya los oigo acercarse.

Al otro lado del pasillo comenzaron a sonar unos golpes sobre la puerta.

L
A
EXCAVACIÓN

Desierto de Al Mudawwara, Jordania

Jueves, 20 de julio de 2006. 06.39

Por primera vez desde que ocho jornadas atrás la expedición llegase al cañón de la Garra, el amanecer del gran día encontró a casi todos sus miembros dormidos. Cinco de ellos lo hacían bajo metro y medio de arena y piedras, y no despertarían nunca más.

Otros aguantaban el frío de la madrugada bajo una manta de camuflaje, escrutando un horizonte desdibujado en el que no tardaría en explotar una luz abrasadora que convertiría la baja temperatura en el infierno del día más caluroso del verano en Jordania desde hacía 45 años. A veces daban cabezadas inquietas, y eso los atemorizaba. Pues si para todo soldado el turno de imaginaria es el más duro, para el que tiene sangre en las manos es el momento en el que los muertos vienen a soplarle en el cogote.

A media distancia entre el lecho de muerte y la vigilia de los riscos, quince personas se agitaban en sus catres, tal vez echando de menos los bocinazos con los que el profesor Forrester los obligaba a saltar de la cama antes de romper el alba. El amanecer tuvo lugar a las 5.33 de la madrugada y sólo lo recibió el silencio.

Hacia las 6.15, más o menos a la hora en la que Orville Watson y el padre Albert cruzaban el vestíbulo de la Kayn Tower, el primero en levantarse fue Nuri Zayit, que golpeó con el pie a Rani, su ayudante, y arrastró los pies fuera de la tienda. Ya en el comedor comenzó a preparar enormes jarras de café instantáneo usando leche, apenas quedaba ya, pues muchos acudieron a la leche fría en un intento de paliar la falta de agua. No había zumos ni frutas con qué prepararlos. Sólo podía comenzar a guisar tortillas y huevos revueltos. Puso todo su empeño y un poco de perejil en la preparación, como siempre hacía el viejo mudo que en su vida sólo se había comunicado a través del
filet mignon.

En la tienda enfermería, Harel se desprendió del sudoroso abrazo de Andrea y fue a comprobar el estado del profesor Forrester. El viejo estaba conectado a un respirador de oxígeno, pero los números de sus gráficas pintaban aún peor que el propio aspecto demacrado del arqueólogo. Doc dudaba mucho que consiguiese sobrevivir a esa noche. Meneando la cabeza la cabeza para alejar de sí esos pensamientos, se arrojó encima de Andrea y la despertó con un beso. Hubo magreo, charla insustancial y un sentimiento casi simultáneo de que estaban comenzando a enamorarse. Ambas se dirigieron al comedor en busca de un buen desayuno.

Fowler, quien ahora sólo compartía la tienda con David Pappas, comenzó la jornada contraviniendo todas sus normas y cometió un error. Confiando en que en la tienda de los soldados todos estuviesen dormidos, se escurrió fuera de la tienda. Hizo una llamada a Albert por medio del satélite, y el joven cura le respondió impaciente que le llamase en media hora. Fowler colgó con el corazón en un puño, aliviado de que la llamada hubiese sido tan breve y preocupado de tener que tentar a la suerte una vez más.

David Pappas, por su parte, se despertó poco antes de las seis y media y fue a ver al profesor Forrester, en buena parte deseando que se recuperase y en parte para mitigar el sentimiento de culpa que le habían producido sus locos sueños de aquella noche. Sueños en los que era el único arqueólogo vivo en el momento en que la luz del sol bañaba de nuevo la superficie del Arca.

En la tienda de los soldados, María Jackson observaba la espalda de su jefe y amante desde su propio catre —nunca dormían juntos cuando estaban en una misión, aunque se escapasen de vez en cuando para hacer misiones de reconocimiento— y se preguntaba en qué pensaría el sudafricano.

Dekker, por su parte, era uno de los que de madrugada sentía el aliento de los muertos erizándole los pelos del cuello. En el escalofrío breve e intenso entre dos pesadillas, creyó ver cómo se activaba una señal en la pantalla del escáner de frecuencias, demasiado breve para ser posicionada. Se incorporó de golpe y dio unas órdenes breves y precisas.

En la tienda de Raymond Kayn, Russell preparó la ropa para su jefe y le suplicó que tomase la pastilla roja al menos. Kayn aceptó a regañadientes y la escupió a escondidas. Se encontraba extrañamente calmado. Al fin y al cabo el objetivo de sus 76 años de existencia se cumplía aquel mismo día.

En una tienda algo más modesta, Tommy Eichberg se metió discretamente el dedo en la nariz atascada, se rascó el trasero camino del baño y buscó a Brian Hanley sin encontrarle. Necesitaba su ayuda para arreglar un cojinete de bolas que usarían después en la mini-perforadora. Eran dos metros y medio de muro, pero atacando desde arriba podrían liberar la presión vertical y después retirar las piedras una a una con las manos. Si lo hacían rápido, el trabajo podría estar hecho en seis horas. Desde luego no ayudaba nada que Hanley no apareciera por ninguna parte.

Por su parte,
Huqan
comprobó el reloj, se situó en el lugar estratégico en el que llevaba pensando toda la semana y se dispuso a esperar el cambio de turno de los soldados.

Esperar se le daba bien. Llevaba haciéndolo toda su vida.

K
AYN
T
OWER

Nueva York

Miércoles, 19 de julio de 2006. 23.41

7456898123

El ordenador encontró la clave exactamente en dos minutos y cuarenta y tres segundos, lo cual fue una gran suerte porque Albert había calculado mal el tiempo de respuesta de los vigilantes y la puerta del fondo ya se estaba abriendo, casi al mismo tiempo que la del ascensor.

—¡Quietos!

Dos de los vigilantes y un oficial de la policía irrumpieron en el pasillo con las armas preparadas y cara de pocos amigos. Albert y Orville se arrojaron dentro del ascensor. Hubo un ruido de pies que corrían sobre la moqueta e incluso una mano estuvo a punto de introducirse en el hueco entre la puerta y la célula fotoeléctrica, pero falló por unos centímetros.

La puerta se cerró con un leve chasquido. Aunque algo amortiguadas, las voces de sus perseguidores les llegaban sin embargo con toda claridad.

—¿¡Cómo se abre esto!?

—No irán muy lejos, agente. Ese ascensor sólo se pone en marcha con una llave especial. Nadie puede hacerlo funcionar sin ella.

—Activen ese protocolo de emergencia del que me habló.

—Sí, señor. Ya lo verá. Será como pescar en una lata de sardinas.

Orville, con el corazón repiqueteándole en el pecho como un martillo neumático, se volvió hacia Albert con voz histérica.

—¡Van a cogernos, joder!

Pero el sacerdote estaba sonriendo.

—¿Qué demonios te pasa? ¡Piensa algo! —insistió Orville.

—Ya lo hice. Cuando esta mañana entramos en el sistema de la Kayn Tower nos fue imposible acceder a la subrutina del ordenador que abre las puertas de este ascensor.

—Era puñeteramente imposible —se lamentó Orville, a quien no le gustaba nada perder, y con aquel maldito
firewall
había perdido estrepitosamente.

—Puede que seas un buen espía y que domines algunos trucos… pero todavía te falta algo esencial para ser un buen
hacker:
pensamiento lateral —dijo Albert cruzando los brazos tras la cabeza y relajándose como si estuviera en el salón de su casa—. Usar ventanas cuando se atrancan las puertas. O en este caso, intercambiar la subrutina de posición del ascensor. Un paso sencillo que no estaba bloqueado. Ahora el ordenador piensa que el ascensor está en el piso 39 en vez de en el 38.

—¿Y? —dijo Orville, un poco molesto ante el pavoneo del sacerdote, pero expectante.

—Pues que, amigo mío, los protocolos de emergencia de esta ciudad están obligados a hacer descender todos los ascensores a la última planta disponible y abrir las puertas después.

En ese instante, con una ligera sacudida, el ascensor comenzó a ascender, ante los asombrados gritos de los vigilantes de fuera.

—Arriba es abajo y abajo es arriba —dijo Orville, aplaudiendo en mitad de una nube desinfectante con olor a menta—. Un genio. Eres un genio.

L
A
EXCAVACIÓN

Desierto de Al Mudawwara, Jordania

Jueves, 20 de julio de 2006. 06.43

Fowler no estaba dispuesto a arriesgar otra vez la vida de Andrea. Y sin embargo usar el teléfono satélite sin protección era una locura.

No era propio del ex mayor cometer semejante error de juicio dos veces. Aquella iba a ser la tercera.

La primera había sido la noche anterior. El sacerdote levantó la vista de su breviario cuando el equipo de excavación salió de la cueva con el cuerpo medio muerto del profesor Forrester a cuestas. Andrea fue corriendo hacia él y le contó lo que había sucedido. La joven le dijo que estaban seguros de que una caja de oro se ocultaba dentro de aquel lugar, y Fowler no dudó más. Aprovechando el revuelo causado por la noticia, llamó a Albert, que le explicó que lanzaría su último intento por recabar más datos de los terroristas y de
Huqan
al filo de la medianoche en Nueva York, una hora después del amanecer en Jordania. La llamada duró exactamente trece segundos.

La segunda ocurrió una hora atrás, cuando Fowler se saltó su propio horario y llamó a Albert por su cuenta. Fueron seis segundos escasos. Dudaba que el escáner hubiera podido localizar y precisar la llamada.

La tercera iba a producirse en seis minutos y medio.

Albert, por Dios. No me falles.

K
AYN
T
OWER

Nueva York

Miércoles, 19 de julio de 2006. 23.45

—¿Por dónde crees que entrarán?

—Supongo que traerán un equipo de SWAT y se descolgarán desde el tejado con cuerdas, atravesarán los cristales a balazos y todo ese rollo.

—¿Un equipo de SWAT para dos ladrones desarmados? ¿No crees que es matar moscas a cañonazos?

—Míralo de este modo, Orville: dos desconocidos han irrumpido en la suite privada del multimillonario más paranoico del planeta. Alégrate de que no nos bombardeen. Y ahora déjame concentrarme. Para ser el único con acceso a esta planta tiene un ordenador muy protegido.

—No me digas que después de lo que nos ha costado llegar hasta aquí no puedes entrar en su ordenador.

—Yo no he dicho eso. Digo que me va a llevar al menos diez segundos más.

Albert se limpió el sudor de la frente y dejó que sus manos volasen por el teclado. Ni siquiera el mejor
hacker
del mundo puede entrar en una computadora que no está integrada en el sistema. Ése había sido el problema desde el principio. Se habían partido la cabeza durante días para localizar el ordenador de Russell, algo que había resultado imposible porque en cuestiones de informática aquella planta simplemente no pertenecía a la Kayn Tower. Como había descubierto con asombro al entrar, tanto Russell como el multimillonario usaban sendos ordenadores conectados a Internet y entre sí por tarjetas 3G, una de las cientos de miles que funcionaban en Nueva York. Sin aquel dato crucial, Albert podría haber buscado por la red dos ordenadores invisibles durante décadas.

Deben pagar más de quinientos dólares diarios por el ancho de banda y las llamadas. ¿Pero qué es eso cuando vales miles de millones? Sobre todo cuando mantienes a los de nuestra clase alejados con un truco tan sencillo,
pensó Albert.

—Creo que lo tengo —dijo el sacerdote. La pantalla pasó del fondo negro con letras blancas de la consola de comandos al brillo azulado que indicaba el inicio del sistema operativo—. ¿Ha habido suerte con el disco?

Orville había revuelto los cajones y el único armario del discreto y elegante despacho de Russell, desparramando los papeles por la elegante alfombra. En un arrebato absurdo estaba ahora arrancando los cuadros de las paredes, buscando una caja fuerte inexistente o rajando la parte baja de sillones con un abrecartas de plata.

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