—Tienes un buen equipo aquí, señor Enlace Internacional —dijo el californiano, que necesitaba hablar para liberar la tensión.
Y observando al sacerdote se dio cuenta de que le ocurría lo mismo. Las manos le temblaban ligeramente, y tenía la mirada perdida
—Sistemas HarperEdwards, placas base de TINCom… Es así como diste conmigo, ¿verdad?
—Tu
offshore
[18]
en Nassau, la que usaste para comprar la casa segura. Me llevó cuarenta y ocho horas dar con el servidor que había almacenado la transacción original. Dos mil ciento cuarenta y tres pasos. Eres bueno.
—Tú también —dijo Orville, genuinamente impresionado.
Los dos se miraron y asintieron, reconociéndose mutuamente. Para Albert, aquella breve distensión fue el agujero por el que los nervios que había mantenido fuera en las últimas horas entraran a su cuerpo arrasando con todo, como
hooligans
en un bar del equipo rival. Sin tiempo para levantarse vomitó en un bol de palomitas que había dejado sobre la mesa la noche anterior.
—Nunca había matado a nadie. Ese chico… del otro apenas me di cuenta, por la tensión del momento y porque le disparé sin pensar. Pero el chico… apenas era un niño. Y me miró.
Orville no dijo nada, porque no se podía decir nada.
Pasaron así diez minutos. El estómago de Albert dio un par de espasmos más, pero ya nada salió por la boca del joven sacerdote.
—Ahora lo entiendo.
—¿A quién?
—A un amigo mío. Alguien que ha tenido que matar, y que ha sufrido mucho por hacerlo.
—¿Hablas de Fowler?
Albert lo miró con suspicacia.
—¿Cómo conoces ese nombre?
—Porque todo este lío comenzó cuando Kayn Industries contrató mis servicios. Querían saber quién era el padre Anthony Fowler, de Boston. Y no he podido evitar fijarme en que tú también eres cura.
Albert se puso aún más nervioso. Gritando, agarró a Orville por el albornoz.
—¿Qué les contaste? ¡Tengo que saberlo!
—Todo —dijo Orville con voz monocorde—. Su entrenamiento, su afiliación a la CIA, a la Santa Alianza…
—Oh, Dios mío. ¿Sabrán entonces cuál es su verdadera misión?
—Lo desconozco. Me hicieron dos preguntas. La primera, quién era él. La segunda, quién le importaba.
—¿Qué averiguaste? ¿Y cómo?
—No averigüé nada. Me hubiera dado por vencido de no ser porque recibí un sobre anónimo con una foto y el nombre de una periodista: Andrea Otero. En el sobre decían que Fowler haría cualquier cosa para evitar que sufriera daño.
Albert lo soltó y comenzó a pasear en círculo por la habitación, al tiempo que empezaba a atar cabos.
—Ahora empieza a encajar todo… Cuando Kayn acudió al Vaticano diciendo que tenía una pista para encontrar el Arca, que podría estar en manos de un antiguo criminal de guerra nazi, Cirin prometió poner a su mejor hombre a buscarlo a cambio de tener un observador en la expedición. Y dándote el nombre de Otero se aseguró a la vez de que Kayn aceptaría a Fowler creyendo tenerle controlado y de que Fowler aceptaría su misión. Maldito cabrón manipulador —dijo Albert, conteniendo una sonrisa mitad asqueada y mitad admirada.
Orville lo miraba boquiabierto.
—No entiendo una palabra de lo que estás diciendo.
—Mejor, porque tendría que matarte. Es broma. Escucha, Orville, hoy no he acudido a salvarte porque sea un activo de la CIA. No lo soy. Sólo soy un humilde enlace que le está haciendo un favor a un amigo. Y ese amigo está metido en un grave peligro debido en parte al informe que le diste a Kayn sobre él. Fowler está en Jordania, en una loca expedición para recuperar el Arca de la Alianza. Y por imposible que parezca, parece que la expedición podría tener éxito.
—Huqan
—dijo Orville con un hilo de voz—. Averigüé algo de Jordania y de
Huqan
por casualidad y se lo di.
—Los chicos de la Compañía recuperaron ese nombre de tus discos duros. Pero nada más.
—Había conseguido detectar una mención a Kayn en uno de los servidores de webmail frecuentados por terroristas. ¿Sabes algo de terrorismo islámico?
—Lo que he leído en el
New York Times.
—Entonces partimos de bajo cero. Ahí te va un cursillo acelerado. La «veneración» de los medios a Osama, el gran malo de la película, no tiene ningún sentido. Al Qaeda como superorganizacíón del mal no existe. No hay una cabeza que cortar. La
jihad
no tiene una cabeza. La
jihad
es el mandato de Dios. Pero existen miles de pequeñas células, a diferentes niveles, que se impulsan unas a otras sin que ninguna tenga nada que ver con las demás.
—Es imposible luchar contra eso.
—Es como curar una enfermedad. No hay una medicina milagrosa, como la invasión de Irak, o del Líbano la semana pasada, o de Irán dentro de tres años. Sólo podemos hacer de glóbulos blancos, y matar los microbios uno por uno.
—Ése es tu trabajo.
—El problema es que no es posible infiltrarse en las células terroristas islámicas. No son sobornables, porque los mueve su religión, o la idea trastocada que tienen de ella. Eso lo entenderás bien, supongo.
Albert hizo un gesto avergonzado.
—Tienen un léxico diferente —continuó Orville—, un idioma complejísimo para los anglosajones, sus nombres pueden tener decenas de alias diferentes, emplean un calendario distinto… cada dato para un occidental requiere de decenas de comprobaciones y códigos mentales. Ahí es donde entro yo. Golpeando en el lugar donde un fanático está a un clic de ratón de otro fanático a tres mil millas de distancia.
—Internet.
—Era más bonito sobre la pantalla del ordenador —dijo Orville acariciando con cuidado su nariz aplastada, naranja por el Betadyne. Albert le había colocado un cartón con esparadrapo para enderezarla, pero era muy consciente de que si no acudía pronto a un hospital, dentro de un mes tendrían que rompérsela otra vez para colocarla bien—. Cuando los terroristas estaban lejos de mí.
Albert meditó durante unos instantes.
—Así que ese
Huqan
pretendía atentar contra Kayn.
—No recuerdo nada muy bien, aparte de que ese tipo parecía algo serio. La verdad es que lo que les pasé era un puñado de información en bruto. No había tenido tiempo de depurar nada.
—Entonces…
—Es como esas muestras gratis de los supermercados, ya sabes. Les das un poquito, y esperas sentado a que vengan a encargarte más. No me mires así. Hay que ganarse la vida.
—Tenemos que recuperar esos datos —dijo tamborileando con los dedos en el brazo del sillón—. Primero porque los que te atacaron estaban preocupados por cuánto sabías. Y segundo porque si ese
Huqan
está infiltrado en la expedición…
—No es posible. Todos mis archivos desaparecieron o ardieron.
—No todos. Hay otra copia.
Orville tardó unos instantes en comprender a qué se refería Albert.
—No. Ni de coña. Ese lugar es inexpugnable.
—No hay nada imposible, excepto una cosa: que yo aguante más tiempo sin cenar —dijo Albert levantándose y cogiendo las llaves del coche—. Intenta relajarte, volveré dentro de media hora.
El sacerdote iba a cruzar la puerta cuando Orville lo llamó. Sólo de pensar en colarse en la jaula impenetrable que era Kayn Tower había comenzado a sentir una ansiedad muy identificable. Y sólo había una manera de vencerla.
—Albert…
—¿Sí?
—Me he pensado mejor lo de las barritas de chocolate.
H
UQUAN
El imam tenía razón.
Le había prometido que la
jihad
entraría en su alma y en su corazón. Le había prevenido contra los que les llamaban radicales, a los que llamaba musulmanes blandos.
—No ha de asustarte cómo se sientan otros musulmanes hacia lo que hacemos. Simplemente Dios no los preparó para la tarea, no templó su alma y su corazón en el fuego que nos consume. Déjalos que piensen que el Islam es una religión de paz. Eso nos ayuda. Debilita las defensas del enemigo, crea agujeros por los que nosotros podemos entrar. Grietas.
Él lo sentía. Sentía gritar en su interior lo que en labios de otro era murmullo.
Lo sintió la primera vez que se le requirió para llevar el manto de la
jihad.
A él, alguien especial con condicionantes especiales. Ganarse el respeto de sus hermanos no había sido sencillo, jamás había pisado un campo de Afganistán ni del Líbano. No había seguido el camino ortodoxo, y sin embargo la Palabra se había entretejido con la médula espinal de su ser como una enredadera en un árbol aún joven.
Ocurrió a las afueras de la ciudad, en un almacén. Unos hermanos retenían a otro que había dejado que las prioridades del mundo exterior interfiriesen con los dictados de Dios.
El imam le había dicho que tendría que mostrarse firme. Mostrarse digno. Que todos los ojos estarían pendientes de él.
Camino del almacén compró una jeringuilla y dobló ligeramente la punta contra la puerta de su coche. Se suponía que tenía que entrar y dialogar con el traidor. Con el que quería abrazar la comodidad de la vida que ellos estaban llamados a erradicar. Convencerle de su error.
Atado de pies y manos en una silla, completamente desnudo, la receptividad estaba garantizada.
En lugar de eso entró en el almacén, fue directamente hasta él y le clavó en el ojo la jeringuilla que había comprado de camino al lugar. Ignorando sus gritos, tiró hacia fuera, lacerando el ojo terriblemente. Luego la clavó en el otro.
Antes de cinco minutos, el traidor suplicaba que le matasen, y
Huqan
sonrió. Había dejado claro su mensaje. Fuera sólo esperaba el dolor y el deseo de morir.
Huqan.
Jeringuilla.
Aquel día se ganó a pulso su sobrenombre.
L
A
EXCAVACIÓN
Desierto de Al Mudawwara, Jordania
Sábado, 15 de julio de 2006. 12.34
—Un Ruso Blanco, por favor.
—Me sorprende usted, señorita Otero. Yo imaginaba que tomaría un Manhattan, algo masificado y posmoderno —dijo Raymond Kayn, sonriendo—. Permítame que se lo sirva yo mismo. Gracias, Jacob.
—¿Está usted seguro, señor? —dijo Russell, a quien parecía no hacerle mucha gracia que Andrea se quedase sola con el anciano.
—Tranquilícese, Jacob. No voy a saltar encima de la señorita Otero. Es decir, si ella no quiere.
Andrea se descubrió a sí misma ruborizándose como una colegiala, y observó a su alrededor mientras el multimillonario le preparaba la copa. Cuando tres minutos antes Jacob Russell había ido a buscarla a la enfermería, Andrea estaba tan nerviosa que hubiera podido batir tres huevos sólo con el temblor de sus manos. Había dedicado un par de horas a corregir, pulir y reescribir y volver a pulir su lista de preguntas, y justo antes de entrar a la tienda había arrancado las cinco páginas de su libreta, había hecho una pelota y se la había metido en un bolsillo. Aquel hombre no era normal y no pensaba hacerle preguntas normales.
Al cruzar el umbral comenzó a dudar de su decisión. La carpa estaba dividida en dos estancias. Una antesala que obviamente ocupaba Jacob Russell, con una mesa de despacho, un portátil, y lo que Andrea supuso que era
así que es así como mantienes contacto con el barco, ¿eh? Ya intuía que no estarías del todo desconectado
una radio de onda corta. A la derecha, una fina cortina separaba el espacio de Kayn, prueba de la simbiosis que existía entre el anciano y su joven asistente.
Me pregunto hasta dónde llegará la relación de estos dos,
pensó Andrea.
Nuestro amigo Russell es sospechoso, con su porte metrosexual y esos andares envarados. ¿Me atreveré a insinuar algo en la entrevista?
Al atravesar la cortina, a Andrea le llegó un leve olor a sándalo. Una cama sencilla
pero definitivamente más cómoda que los colchones hinchables en los que dormimos nosotros
llenaba un lado de la estancia. Una réplica reducida de los retretes-ducha que utilizaba el resto del personal, un pequeño escritorio desprovisto de papeles (sin ordenador a la vista), un mueble bar y dos sillas completaban el mobiliario, íntegramente de color blanco. Una pila de libros tan alta como Andrea amenazaba con derrumbarse si alguien pasaba demasiado cerca. La joven hizo un esfuerzo por escudriñar los títulos pero no lo consiguió, aunque no tuvo tiempo porque Kayn se adelantó a recibirla.
De cerca parecía más alto que cuando Andrea lo había atisbado en la cubierta de popa de la
Behemot.
Metro setenta de carnes secas, pelo y ropa blancos, pies descalzos. El conjunto producía en un efecto extrañamente fresco y rejuvenecedor, aunque una mirada al fondo de los ojos, dos agujeros azules rodeados de una ciénaga de bolsas y arrugas, contribuía a dejarlo todo en su sitio.
No extendió la mano, dejando la de Andrea en el aire y mirándola con una sonrisa de disculpa. Jacob Russell ya le había avisado de que no intentase tocar a Kayn bajo ningún concepto, pero de no haberlo intentado no hubiese sido fiel a sí misma, además de haberle dado cierta ventaja. El millonario se había sentido evidentemente cohibido y le había ofrecido a Andrea la bebida. La periodista, como todos los de su condición, no se acobardaba ante un buen copazo fuese la hora que fuese.
—Se puede saber mucho de una persona por el cóctel que toma —dijo Kayn, ofreciéndole la copa desde arriba, sujetándola con dos dedos muy cerca del borde del vaso, dejando a Andrea espacio para agarrarla sin rozarle.
—¿Ah sí? ¿Y qué le dice el Ruso Blanco acerca de mí? —dijo Andrea, dando un sorbo del vaso y cruzando las piernas en su silla.
—Veamos… una mezcla dulce, vodka en cantidad, licor café y crema. Me dice que le gusta beber fuerte, que sabe hacerlo, que ha buscado mucho para encontrar su bebida, que le gusta estar atenta a lo que le rodea y que es una persona exigente.
—Vaya —dijo Andrea con tono irónico, su mejor aliado cuando se encontraba insegura—. ¿Sabe qué? Yo diría que usted me ha investigado y sabía perfectamente lo que tomaba. Porque ese bote de crema fresca no suele estar en cualquier mueble bar, y menos en pleno desierto de Jordania cuyo dueño es un millonario agorafóbico que no recibe visitas y que por lo que observo bebe whisky con agua.
—Bueno, ahora soy yo el sorprendido —dijo Kayn, que estaba de espaldas a la periodista, preparándose su propia copa.