—Te digo que no fui yo, Jackson. Aquí nadie es quien dice ser.
—Agradece a tu Dios entonces que tengamos un protocolo Ypsilon en esta misión —dijo Jackson, enseñando una dentadura perfecta y blanquísima, que le había costado a su madre ochenta turnos dobles en la cafetería donde trabajaba.
—En cuanto tu novio diga «Zarzaparrilla» y empiecen a caer cabezas, el primero a por quien voy a ir es el cura.
—No digas la clave,
chingado.
Y sube de una vez.
—Aquí nadie va a subir —dijo Alryk, deteniendo a Torres con un gesto. El colombiano retiró la mano de sus fichas—. El escáner de frecuencias no funciona. No para de reiniciarse.
—Joder. Algo tiene que andar mal con la electricidad. Déjalo estar, coño.
—
Halt die klappe Affe.
[12]
No podemos estar sin ese cacharro encendido, o Dekker pateará los nuestros culos. Voy a chequear lo cuadro eléctrico. Vosotros seguid jugando.
Torres hizo un ademán de continuar, pero le echó una mirada fría a Jackson y se levantó.
—Voy contigo, blanquito. Quiero estirar las piernas.
María se dio cuenta de que había presionado a Torres demasiado con su hombría, y de que ahora el colombiano la había colocado muy arriba en su lista de asesinables. Se arrepintió sólo un poco. Torres odiaba a todo el mundo, así que por qué demonios no darle una buena razón.
—Yo también voy.
Los tres salieron al calor abrasador del exterior, y Alryk se agachó junto a la plataforma.
—Aquí todo está bien. Voy a comprobar el grupo electrógeno.
Meneando la cabeza, María volvió al interior de la tienda, deseando echarse un rato. Pero antes de entrar se fijó en que el colombiano se agachaba junto al borde de la plataforma y hurgaba en la arena. Extrajo un objeto y se quedó mirándolo durante un buen rato con una extraña sonrisa en los labios.
María no entendía qué tenía de especial aquel mechero rojo con flores estampadas.
L
A
EXCAVACIÓN
Desierto de Al Mudawwara, Jordania
Viernes, 14 de julio de 2006. 20.31
La tarde de Andrea consistió en una serie de huidas.
A duras penas había conseguido escapar de debajo de la plataforma cuando escuchó levantarse a los soldados. Qué a tiempo. Unos segundos más soportando el chorro de aire caliente del grupo electrógeno y se hubiera desmayado sin remedio. Se arrastró hacia el lado opuesto a la puerta, se puso de pie y anduvo muy despacio hacia la enfermería, intentando no caerse. Lo que de verdad necesitaba era meterse debajo del grifo de la ducha, pero eso estaba descartado, pues no quería encontrarse con Fowler. Cogió dos botellas de agua y su cámara de fotos y volvió a salir, buscando un lugar entre las rocas del índice, la parte menos concurrida del cañón.
Logró un buen escondite en un repecho y allí se dedicó a observar el trajín de los arqueólogos, aunque desconocía por completo en qué fase se encontraban. En un momento dado Fowler y la doctora Harel pasaron por delante de ella, sin duda buscándola. Andrea agachó la cabeza tras las rocas e intentó meditar sobre lo que había escuchado.
La primera conclusión a la que llegó fue que no podía confiar en el sacerdote —algo que ya sabía— ni en Doc, lo que le incomodaba aún más. No se había hecho demasiadas ilusiones al respecto de la doctora, más allá de la poderosa atracción física
hace que me corran hormigas bajo la piel
que sentía por ella. Pero el hecho de que fuera una espía del Mossad superaba su capacidad de aguante.
La segunda conclusión era que no le quedaba más remedio que confiar en el cura y la doctora si quería salir viva. Aquellas palabras sobre el protocolo Ypsilon habían trastocado por completo su percepción del equilibrio de fuerzas existente.
Tenemos por un lado a Forrester y sus lacayos, todos demasiado serviles como para coger un cuchillo y matar a uno de los suyos ¿o no? El personal de mantenimiento, dedicado a sus oscuras tareas, sin que nadie le preste demasiada atención. Kayn y Russell, los cerebros de esta locura. Un grupo de soldados pagados por ellos, y una clave secreta para matar. ¿A quién? Lo que está claro es que nuestro destino quedó sellado para siempre en el momento en que nos unimos a esta expedición, para bien o para mal. Casi seguro para mal.
Debió de quedarse dormida, porque cuando quiso darse cuenta la tarde había caído y una luz pesada, gris y caliente había sustituido al mundo de alto contraste, sombra y arena, que suponía el día en el cañón. Andrea lamentaba haberse perdido el atardecer. Cada día procuraba ir a la zona abierta, fuera del cañón, cuando llegaba la hora. El sol se zambullía en la arena, creando armoniosas espirales de calor que hacían ondular el horizonte. El último destello del sol antes de desaparecer creaba una explosión naranja cuyo resplandor permanecía en el cielo varios minutos.
Al fondo del índice, la única vista de noche era la piedra arenosa. Con un suspiro se llevó la mano al pantalón y sacó el paquete de tabaco, pero el mechero no aparecía por ninguna parte. Se palpó los bolsillos, extrañada, cuando una voz en español casi le hizo escupir el corazón.
—¿Buscas esto, zorrita?
Andrea levantó la vista. A metro y medio por encima de ella, Torres se hallaba recostado en el repecho, con el brazo extendido, ofreciéndole el mechero rojo. La joven dedujo que el colombiano llevaba un buen rato
acechando
allí, y un escalofrío de miedo le recorrió la espalda. Hizo un esfuerzo por no mostrar miedo, se puso de pie y estiró la mano para recoger el mechero.
—¿Es que tu madre no te enseñó a hablarle a una dama, Torres? —dijo Andrea, logrando controlar su pulso lo suficiente para encender el cigarro, y exhalando el humo en dirección al mercenario.
—Sí que lo hizo. Pero yo aquí no veo ninguna.
Torres tenía la mirada clavada en los tersos muslos de Andrea. La joven periodista llevaba un pantalón desmontable algo arremangado, y la marca del sol creaba una frontera sensual. Cuando Andrea vio adónde se dirigía la mirada del colombiano, su miedo se acentuó. Giró la cabeza hacia el extremo del índice. Un grito potente serviría para poner sobre aviso a la gente que trabajaba en la excavación, que había comenzado unas horas atrás, casi al mismo tiempo que su excursión bajo la tienda de los soldados.
Pero al girarse no encontró a nadie. La excavadora aparecía solitaria y un poco ladeada.
—Se han ido todos al funeral, zorrita. Estamos solos.
—¿No deberías estar en tu puesto, Torres? —dijo Andrea señalando a uno de los riscos con estudiadísima despreocupación.
—No soy el único que está donde no debe, ¿verdad? Ésa es una actitud que hay que corregir, sí señorita, claro que sí.
El soldado bajó de un salto hasta colocarse al mismo nivel que Andrea. Estaban en una plataforma de roca a unos cuatro metros del suelo del cañón, no más grande que una mesa de ping-pong. Una irregular masa de piedras se alzaba junto al borde, creando una terraza natural que había servido a Andrea para ocultarse… pero de la que ahora no podía escapar.
—No sé de qué me hablas, Torres —dijo Andrea intentando ganar tiempo. El colombiano dio un paso hacia delante, y ahora estaba tan cerca que Andrea podía ver con claridad las gotitas de sudor que le poblaban la frente, la grasa que se le acumulaba en el pelo grasiento, las uñas de luto riguroso.
—Por supuesto que sí. Y ahora vas a hacer algo por mí, si sabes lo que te conviene. Es un desperdicio que una mujer tan chosca como tú sea una bollera, pero yo creo que eso es porque nunca has probado una buena.
Andrea dio un paso hacia el borde izquierdo de la terraza, pero el colombiano se interpuso entre ella y el lugar por el que había subido.
—No te atreverás, Torres. Tus compañeros pueden estar mirándonos ahora mismo.
—Desde aquí sólo nos ve Waaka… y él no moverá un dedo. Le dará bastante envidia, pero a él ya no se le para la pija desde hace mucho. Demasiados esteroides. No te preocupes, que la mía funciona muy bien. Ahoritita mismo te lo demuestro.
Andrea se dio cuenta de que huir era imposible, así que tomó una decisión de pura desesperación. Tiró el cigarro, plantó los dos pies firmemente en la roca y se inclinó un poco. No se lo iba a poner fácil.
—Vale, hijo de puta. Si lo quieres, ven por él.
Un brillo púrpura cruzó por los ojos de Torres, mezcla de la excitación por el desafío y de la ira por el insulto a su madre. Se lanzó hacía delante y enganchó a Andrea por un brazo, atrayéndola hacia sí con una fuerza que contradecía su baja estatura.
—Me encanta que me lo pidas, pendeja.
Andrea arqueó el cuerpo y le golpeó con el codo en la boca. Un hilo de sangre aterrizó sobre las piedras del borde de la terraza, y Torres soltó un grito de rabia. Tiró fuerte de la camiseta de Andrea, desgarrándola por un brazo y dejando un sujetador de color negro al descubierto. Aquella visión pareció enardecer más al mercenario, que agarró de los dos brazos a Andrea e intentó darle un mordisco en el pecho. La joven se echó hacia atrás en el último instante, y los dientes chasquearon al encontrar sólo aire.
—Déjate, que te va a gustar… si lo estás deseando.
Andrea intentó darle un rodillazo en la entrepierna o en el estómago, pero Torres había ladeado el cuerpo y cruzado las piernas anticipándose al movimiento.
Que no te tire al suelo,
dijo Andrea, recordando un reportaje que había realizado dos años atrás sobre una asociación de víctimas de violación. Había asistido con otras chicas a un cursillo antiviolación con una instructora a la que habían intentado forzar en su adolescencia. Ella había perdido un ojo, pero no el virgo. El violador lo perdió todo.
Si te tira al suelo, estás perdida.
Un nuevo tirón arrancó las cintas del sujetador y dejó las copas colgando. Torres decidió que aquello era suficiente, y aumentó la presión sobre las muñecas de Andrea, que apenas podía mover los dedos. Le retorció cruelmente el brazo derecho, dejando el izquierdo libre. Andrea quedó de espaldas, inmovilizada por la presa del colombiano que la obligó a doblarse sobre el vientre y le golpeó en los tobillos para abrirle las piernas.
El violador es vulnerable en dos momentos,
resonó la voz de la instructora, tan llena de energía y de control que Andrea sintió sus fuerzas renovadas.
Cuando te quita la ropa y cuando se quita la suya. Si tienes la suerte de que él lo haga primero, aprovéchala.
Con una sola mano, Torres se desabrochó el cinturón y los pantalones de camuflaje formaron un acordeón junto a sus tobillos. Andrea pudo notar su miembro erecto entre los muslos, caliente y amenazador.
Espera a que se incline sobre ti.
El mercenario se dobló sobre Andrea, buscando a tientas el broche de los pantalones de la joven. La áspera barba le rascaba la nuca, y aquella fue la señal que necesitaba la joven. Levantó la izquierda de golpe, basculando todo el peso de su cuerpo sobre su lado derecho. Torres, cogido por sorpresa, soltó el brazo de la joven, que rodó hacia su derecha. El colombiano cayó hacia delante y se dio de bruces en el suelo. Intentó incorporarse pero Andrea ya se había puesto en pie y le dio una, dos, tres patadas en el estómago en rápida sucesión, atenta a que el mercenario no le enganchase de los tobillos y le hiciese caer. Torres recibió los golpes de lleno, y cuando intentó hacerse una bola para evitar más patadas dejó al descubierto un objetivo mucho más delicado.
Dios, gracias. Nunca me canso de hacer esto,
dijo la más pequeña de cinco hermanos.
Echó el pie hacia atrás para ganar impulso e impactó en los testículos de Torres, cuyo aullido resonó por las paredes del cañón.
—Mantengamos esto entre nosotros —dijo Andrea—. Ahora ya estamos en paz.
—Te cogeré, zorra. Te cogeré tan fuerte que te atragantarás con mi pija —berreó Torres, casi llorando.
—Pensándolo bien…
Andrea, que ya había alcanzado el borde de la terraza y se disponía a bajar, se dio la vuelta y, tomando un poco de carrerilla, acertó con la punta de la bota de nuevo en la entrepierna del mercenario, al que no sirvió de nada el tapárselos como pudo con las manos. La segunda vez fue mucho más fuerte, y Torres se quedó boqueando en busca de aire, con el rostro colorado, dos lagrimones colgando y sin fuerzas ni para quejarse.
—… ahora sí estamos en paz.
L
A
EXCAVACIÓN
Desierto de Al Mudawwara, Jordania
Viernes, 14 de julio de 2006. 21.43
Andrea caminó de vuelta hacia el campamento a toda la velocidad de la que era capaz sin correr. No miró hacia atrás ni se preocupó en exceso de su ropa destrozada hasta que llegó junto a la hilera de tiendas. En ese momento le entró una extraña vergüenza de lo que le había sucedido, mezclada con el miedo a que alguien descubriese su aventura con el escáner de frecuencias. Intentó recomponer su figura lo mejor posible. La camiseta no tenía arreglo, así que se deslizó hasta la enfermería, afortunadamente sin encontrarse con nadie. Al ir a entrar, se chocó con Kyra Larsen, que llevaba todas sus cosas en la mano.
—¿Qué sucede, Kyra?
La arqueóloga le dedicó una mirada gélida.
—Ni siquiera has tenido la decencia de presentarte a la
hesped
de Stowe. Supongo que da igual, porque tú no lo conocías. Para ti no era nadie, ¿verdad? Por eso te trae sin cuidado que muriera por tu culpa.
Andrea estuvo a punto de replicarle que otros compromisos la habían retenido, pero dudaba que Kyra la entendiese. No dijo nada.
—No sé qué os traéis entre manos —continuó la arqueóloga, apartándola con el hombro—. Tú sabes muy bien que la doctora no estaba en su cama aquella noche. Puede que haya engañado a todo el mundo, pero no a mí. Me voy a dormir con mis compañeros. Ahora hay un catre libre gracias a ti, puta.
Andrea se alegró de que se fuera, porque no estaba de humor para enfrentarse con nadie y porque íntimamente suscribía todas y cada una de las palabras de Kyra, aunque no lo dijese en voz alta.
Parte importante de su educación católica era la culpa, y la del pecado de omisión era tan pegajosamente persistente y dolorosa como la que más.
Entró en la tienda y se encontró con la doctora Harel, que de inmediato volvió la cabeza. Era evidente que había discutido con Larsen.
—Me alegro de que estés bien. Estábamos preocupados por ti.