—A precios desorbitados, debo añadir. ¿Me devuelven mis calzoncillos, por favor?
Cuatro años y medio después, Orville había engordado otros cinco kilos a pesar de que (o gracias a que) seguía obstinadamente la dieta Atkins. También había engordado su cuenta corriente. GlobalInfo empleaba ahora a diecisiete personas que elaboraban refinados análisis y búsqueda de información para los principales gobiernos del mundo occidental, casi siempre referida a asuntos de seguridad. Orville Watson era ahora millonario, y comenzaba a aburrirse otra vez.
Hasta que llegó aquel encargo.
GlobalInfo tenía una norma. Todas las peticiones que recibían debían realizarse en forma de pregunta. Y aquella pregunta en concreto, unida a las palabras «presupuesto ilimitado» y al hecho de provenir de una empresa privada, no del gobierno de un país, había despertado su curiosidad.
¿Quién es el padre Anthony Fowler?
Orville se levantó del carísimo sofá en el que esperaba para desentumecer un poco los músculos. Juntó las manos y estiró los brazos hacia atrás todo lo que pudo. Una petición de información por parte de una empresa privada, incluso de una como Kayn Industries, que estaba entre las cien primeras de la lista
Fortune
500, era inusual. Especialmente una tan concreta, extraña, sobre aquel simple sacerdote de Boston.
Sobre el que parecía un simple sacerdote de Boston,
se corrigió Orville mentalmente.
La entrada en la antesala de un joven moreno y fibroso, vestido con elegante traje de Carolina Herrera pilló de improviso a Orville, en pleno proceso de estiramiento de sus miembros superiores. El ejecutivo, que apenas rozaba la treintena, le miró muy serio desde detrás de sus gafas de montura al aire. El tono anaranjado de su piel le delataba como asiduo de los rayos UVA. Habló con un acento británico tan envarado como un locutor de la BBC.
—Señor Watson. Soy Jacob Russell, asistente ejecutivo de Raymond Kayn. Hemos hablado por teléfono.
Orville intentó recomponer su figura, con escaso éxito, y le tendió la mano.
—Señor Russell, encantado. Siento…
—No tiene importancia. Sígame, por favor. Lo llevaré hasta su reunión.
Ambos cruzaron la enmoquetada antesala hasta unas puertas de color caoba al fondo de la estancia.
—¿Reunión? Creía que le expondría a usted mis conclusiones.
—Bien, no será así, señor Watson. Su oyente de hoy será Raymond Kayn.
Orville se quedó mudo.
—¿Hay algún problema, señor Watson? ¿Se siente mal?
—Sí. No. Quiero decir, no hay ningún problema, señor Russell. Simplemente me ha sorprendido mucho. El señor Kayn…
Russell tiró de un pequeño saliente en el marco de la puerta de caoba, donde había disimulada una puertecita. Detrás había una simple placa de cristal oscuro. El ejecutivo colocó su mano derecha sobre la placa, que despidió una luz anaranjada. La puerta de caoba se desbloqueó con un zumbido.
—Comprendo su asombro, a raíz de lo que han contado los medios de comunicación sobre él. Como usted probablemente sepa, mi jefe es una persona muy celosa de su intimidad…
Es un jodido ermitaño, eso es lo que es,
pensó Orville.
—… pero eso no debe intimidarle. No es habitual que quiera ver a personas del exterior, pero si sigue ciertas normas…
Accedieron a un pasillo enmoquetado muy estrecho, al final del cual aparecían las relucientes puertas metálicas de un ascensor.
—¿Qué quiere decir con que no es habitual, señor Russell?
El ejecutivo carraspeó, incómodo.
—Debo decirle que usted es la cuarta persona fuera de los altos ejecutivos de esta empresa con la que el señor Kayn se entrevista personalmente en los tres años que llevo trabajando para él.
Orville soltó un silbido discordante de puro desconcierto.
—Vaya.
Llegaron junto al ascensor. No había botón de llamada, sólo una consola alfanumérica a un lado.
—Dese la vuelta, señor Watson, si es tan amable —dijo Russell, señalando con un gesto la consola.
El joven californiano obedeció. Un interminable repiqueteo de bips le indicó que el asistente estaba introduciendo la contraseña.
—Puede girarse. Gracias.
Orville meneó la cabeza. La puerta del ascensor se abrió y ambos entraron. En el interior del ascensor no había botones, sólo un lector de tarjetas magnético. Russell sacó un rectángulo de plástico y lo deslizó por el lector. Las puertas de la cabina se cerraron y el ascensor se puso en marcha suavemente.
—Parece que su jefe se toma muy en serio la seguridad —dijo Orville.
—El señor Kayn ha recibido numerosas amenazas de muerte. Hace unos años incluso sufrió un grave atentado, del que tuvo la fortuna de salir ileso. Por favor, no se alarme por la nube. Es absolutamente normal.
Orville se estaba preguntando de qué demonios hablaba Russell, cuando una miríada de minúsculas gotas descendió del techo. Levantó la mirada y vio que en la parte superior del ascensor había varios nebulizadores, que cubrieron a ambos hombres con una fresca nube.
—¿Oiga, qué es esto?
—Sólo un leve compuesto antibiótico, absolutamente inofensivo para su salud. ¿Le gusta el olor?
Diablos, pero si hasta rocía a los visitantes antes de verlos por si lo contaminan. Rectifico. Este tipo no es un ermitaño, es un paranoico.
—Mmmm, sí, claro. ¿Menta, verdad?
—Esencia de menta silvestre. Refrescante.
Orville se mordió los labios para no responder como quería. Se obligó a pensar en la factura de siete cifras que iba a cobrar en cuanto saliese de aquella jaula dorada. Eso lo animó un poco.
El ascensor se abrió a un espacio diáfano, lleno de claridad. La mitad de la planta treinta y nueve era un gigantesco mirador de paredes de cristal, cuya vista se abría sobre el río Hudson. Al frente y detrás, Hoboken, y hacia el sureste, la isla de Ellis.
—Impresionante.
—A mi jefe le gusta recordar sus orígenes. Sígame, por favor.
Una decoración sencilla contrastaba con la majestuosidad del panorama. El suelo y los escasos muebles eran de color blanco. La otra mitad de la planta, la que daba al interior de Manhattan, quedaba dividida del mirador por una pared también blanca, en la que se abrían diversas puertas. Russell se detuvo a pocos pasos de una de ellas.
—Bien, señor Watson, el señor Kayn le recibirá ahora. Pero antes de que entre me gustaría recordarle algunas sencillas normas para su entrevista. Primero, no lo mire directamente. Segundo, no le formule preguntas. Y tercero, no intente tocarlo o acercarse a él. Al entrar en la sala verá una mesita con una copia de su informe y un mando a distancia. Ese mando controla la presentación en Power Point que su oficina nos hizo llegar esta mañana. Manténgase junto a la mesita, haga su exposición y márchese cuando haya terminado. Lo estaré esperando aquí fuera. ¿Me ha comprendido?
Orville asintió, algo nervioso.
—Lo haré lo mejor que pueda.
—Adelante entonces —dijo Russell abriéndole la puerta.
El joven californiano se detuvo antes de cruzar el umbral.
—Ah, sólo una cosa más. GlobalInfo ha descubierto algo interesante en una investigación rutinaria que realizábamos para el FBI. Hay indicios que hacen suponer que Kayn Industries podría ser objetivo de terroristas islámicos. Está todo en este informe —dijo Orville tendiéndole un DVD al asistente. Éste lo recibió con aire preocupado—. Considérelo una cortesía por nuestra parte.
—Muchas gracias, señor Watson. Buena suerte.
H
OTEL
L
E
M
ERIDIEN
A
MMÁN
,
Jordania
Miércoles, 5 de julio de 2006. 18.11
Mientras tanto, al otro lado del mundo, Tahir Ibn Faris, funcionario del Ministerio de Industria, salía de su oficina más tarde de lo habitual. El motivo no era su dedicación al trabajo —por otro lado, ejemplar— sino evitar miradas indiscretas. Tardó menos de dos minutos en llegar a su destino, que esta vez no era como siempre la parada del autobús sino el lujoso Le Méridien, el mejor hotel de cinco estrellas de Jordania y alojamiento temporal de dos caballeros que habían solicitado verle por mediación de un conocido industrial de la capital. La fama del industrial no le venía, por desgracia, de negocios demasiado limpios o demasiado claros. Por eso Tahir sabía que aquella invitación a tomar café podía llevar implícita alguna circunstancia turbia. Y aunque Tahir se había enorgullecido durante sus veintitrés años en el Ministerio de actuar con la máxima honradez, empezaba a desear tener menos orgullo y más activos negociables. El motivo era la inminente boda de su hija mayor y los gastos —tremendos— que iba a acarrear.
Camino de una de las suites ejecutivas, Tahir examinó su reflejo en el espejo del ascensor y deseó tener pinta de hombre codicioso. Apenas llegaba al metro setenta, y la barriga, la barba canosa y la calva incipiente hacían pensar más en un entrañable borrachín que en un funcionario corrupto. Y él quería borrar de su apariencia hasta la última traza de incorruptibilidad.
Lo que no podían más de dos décadas de honradez era generar un temple acorde con las presentes circunstancias. Mientras su dueño llamaba a la puerta de la suite, las rodillas del menudo funcionario parecían querer formar su propio dúo de percusión. Logró serenarse un instante antes de entrar en la suite. Un americano bien vestido, que aparentaba rondar los cincuenta años, le dio la bienvenida. Otro algo más joven lo esperaba sentado en el espacioso salón, fumando y hablando por el móvil. Al verle entrar colgó y se levantó a darle la bienvenida.
—Ahlan wa sahlan
—bienvenido, en perfecto árabe.
Tahir se sorprendió. Las veces que había rechazado sobornos para recalificación de terrenos de uso industrial y comercial en Ammán —la auténtica mina de oro de sus compañeros menos escrupulosos— no lo había hecho sólo por sentido del deber y de compromiso, sino por la insultante prepotencia de los occidentales cuando arrojaban sobre la mesa fajos de dólares a los tres minutos de conocerse.
La conversación con los dos americanos no pudo ser más diferente. Ante los ojos incrédulos de Tahir, el americano más viejo se sentó frente a una mesita baja en la que había preparadas cuatro
dellas,
las cafeteras beduinas y un pequeño fuego de carbones. Con mano diestra tostó unos granos frescos de café con una sartén de hierro y los dejó enfriar. Luego molió el café recién tostado con granos más maduros en el
mahbash,
un pequeño mortero. Una agradable conversación sobre temas banales acompañó todo el proceso, excepto en los momentos en que la mano del mortero golpeaba rítmicamente el
mahbash,
ya que este sonido es considerado música por los árabes, y el invitado debe apreciarlo con embeleso artístico.
El americano añadió semillas de cardamomo y una invisible pizca de azafrán a la mezcla y lo coció siguiendo la centenaria tradición hasta el más mínimo detalle. Tahir sostuvo educadamente la taza sin asas mientras el americano la llenaba hasta la mitad —es privilegio del anfitrión servir primero a la persona más importante de la habitación— e ingirió el brebaje, algo escéptico aún sobre el resultado. No pensaba tomar más que una taza, pues para él ya era tarde, pero tras probarlo tomó regocijado hasta cuatro más. Y hubiera tomado una sexta de no ser porque las reglas de la cortesía consideran de mala educación tomar un número par de rondas.
—Señor Fallón, jamás hubiera imaginado que alguien nacido en el país del Starbucks pudiera ejecutar con esta maestría el ritual beduino del
gahwa
—dijo Tahir, que se encontraba ya muy a gusto y pretendía dejarlo claro, para saber qué demonios querían los americanos de él.
El más joven de los anfitriones le tendió por enésima vez una pitillera de oro.
—Querido Tahir, deje de llamarnos por nuestros apellidos, por favor. Yo soy Peter y él es Frank. Eso es todo —dijo encendiéndole el enésimo Dunhill.
—Gracias, Peter.
—Bien, Tahir, y ahora que nos hemos relajado, ¿consideraría usted muy grosero por mi parte que habláramos de negocios?
El funcionario se sorprendió. Habían pasado casi dos horas. El árabe detesta comenzar con asuntos serios antes de media hora, pero aun así el americano mayor le pedía cortésmente permiso. En aquel momento sintió que le hubiese recalificado incluso el Palacio del Rey Abdulá.
—En absoluto, amigo mío.
—Bien, pues esto es lo que necesitamos. Una licencia de explotación de fosfatos para Kayn Mining Co., con validez para un año a partir de hoy.
—Eso no será sencillo, amigo mío. Casi todo el litoral del mar Muerto está ocupado por las industrias locales. Ya sabe que los fosfatos y el turismo son prácticamente nuestros únicos recursos nacionales.
—Ah, Tahir, no hay problema. Nosotros no queremos parte del mar Muerto. Tan sólo una pequeña área de diez millas cuadradas con centro en estas coordenadas.
Le tendió un papel.
—¿29° 34' 44" N, 36° 21' 24" E? Amigos míos, no pueden estar hablando en serio. Esto está al noreste de Al Mudawwara.
—Sí, no lejos de la frontera con Arabia Saudita. Lo sabemos, Tahir.
El jordano los miró confundido.
—Pero no hay fosfatos allí. Eso es el desierto. Sólo hay piedras sin valor.
—Bueno, Tahir, nosotros tenemos una gran confianza en nuestros ingenieros, y ellos se ven capaces de extraer una cantidad muy importante de fosfatos de la zona. Y por supuesto, y a título meramente de amistad, habría una pequeña compensación para usted.
Tahir abrió los ojos como platos cuando su nuevo amigo colocó un maletín abierto delante de él.
—Pero ahí debe de haber…
—Suficiente para la boda de la pequeña Myiesha, ¿verdad?
Y para una casita en la playa, con su coche en el garaje
—pensó Tahir—.
Qué demonios, igual estos americanos se creen más listos que nadie y sueñan que van a encontrar petróleo en esa zona. Como si nosotros no hubiésemos buscado una y mil veces. En fin, no seré yo quien les quite la ilusión.
—Amigos, no se puede negar que son ustedes dos personas de gran valía y educación. Estoy seguro de que sus negocios serán muy bienvenidos en el reino hashemita de Jordania.
A pesar de las azucaradas sonrisas de Peter y Frank, Tahir siguió taladrándose el cerebro durante mucho rato.