Comprendía que todo aquello tendría que terminar. Cada noche se decía: «Hoy no me levantaré». Pero al dar las doce, cuando habría debido confirmar vigorosamente su propósito, sentía remordimiento, pareciéndole que, si continuaba en la cama, faltaba a una obligación, qué robaba una lira a su padre y a la familia. Y se levantaba pensando que si su padre se despertaba y le sorprendía alguna noche, o si se enteraba por casualidad del engaño contando dos veces las fajas, entonces terminaría, naturalmente, todo, sin un acto de su voluntad, para el que no se sentía con ánimos. Y continuaba realizando el no pequeño sacrificio.
Mas una noche, en la cena, el padre pronunció una palabra que fue decisiva para él. Su madre le miró y, pareciéndole más demacrado y pálido que de costumbre, le dijo:
—Tú estás malo, Julio —luego, dirigiéndose al padre, añadió—: Nuestro hijo está enfermo. ¿No adviertes su palidez? ¿Qué te pasa, Julito mío?
El padre le miró de reojo y dijo:
—La mala conciencia hace que tenga también mala salud. No estaba así cuando era un chico muy estudioso y un hijo cariñoso.
—¡Pero está malo! —replicó la madre.
—¡No me importa! —replicó el padre.
Aquella palabra fue como una puñalada en el corazón del infeliz muchacho. ¡Ah! ¡No le importaba ya su salud a su padre, que antes temblaba con sólo oírle toser! Así, pues, no lo quería; había muerto en el corazón de su padre…
«¡No, no!, padre mío —dijo entre sí el muchacho oprimido por la angustia—; esto se ha acabado de verdad; yo no puedo vivir sin tu cariño; lo quiero íntegro para mí; te lo diré todo, no te engañaré más, suceda lo que suceda, padre mío, para que vuelvas a quererme. ¡Esta vez estoy del todo decidido!»
No obstante, todavía se levantó aquella noche, más por costumbre que por otra causa; y cuando se levantó quiso ir a visitar, a volver a ver unos minutos, en el silencio de la noche, por última vez, la pequeña habitación donde tanto había trabajado secretamente, lleno de satisfacción y de ternura. Y cuando volvió a encontrarse en la mesa, habiendo encendido el quinqué, viendo las fajas en blanco que ya no llenaría escribiendo unos nombres de ciudades y de personas que ya se sabía de memoria, le invadió una gran tristeza, y tomó con decisión la pluma para reanudar su acostumbrado trabajo. Mas, al extender la mano, tropezó con un libro que se cayó al suelo. Le dio un vuelco el corazón. ¡Si su padre se despertaba!… Claro está que no le sorprendería cometiendo ninguna mala acción, y que él mismo había decidido contárselo todo; sin embargo… el oír acercarse aquellos pasos en la oscuridad, el ser sorprendido a hora tan intempestiva, el que su madre se despertara y se asustara, el pensamiento de que tal vez experimentara su padre una humillación ante él al quedar todo descubierto… casi le aterraba. Aguzó el oído, contuvo la respiración… no oyó nada…; escuchó por la cerradura de la puerta que tenía a sus espaldas: nada. Todos dormían. Su padre no había oído. Se tranquilizó y empezó a escribir de nuevo.
Las fajillas se amontonaban unas sobre otras. Oyó el paso cadencioso de la guardia municipal por la desierta calle; luego, el ruido de un coche, que cesó al cabo de un rato; después, pasado cierto tiempo, el estrépito de una hilera de carros que rodaban lentamente por el empedrado; por último, un silencio profundo interrumpido de vez en cuando por el lejano ladrido de algún perro. Y continuó escribiendo.
Mientras tanto, su padre se hallaba detrás de él: se había levantado al oír caer el libro, y estuvo esperando buen rato; el ruido de los carros había hecho pasar inadvertido el roce de sus pies y el ligero chirrido de las hojas de la puerta; allí estaba con su blanca cabeza sobre la negra de Julio; había visto correr la pluma sobre las fajas, adivinando, recordando, comprendiéndolo todo, y un desesperado arrepentimiento, una inmensa ternura, habían invadido su alma, y le tenían clavado detrás de su heroico hijo.
Julio dio, de pronto, un grito muy agudo: dos brazos convulsos le habían estrechado la cabeza.
—¡Oh, padre, perdóname! —gritó al reconocer a su padre con lágrimas en los ojos.
—¡Tú eres el que debes perdonarme! —respondió el padre, sollozando y cubriéndole de besos la frente—. Lo he comprendido todo, lo sé todo, ¡por eso te pido perdón, santo hijo mío! ¡Ven, ven conmigo! —y le empujó, o más bien le llevó a la cama de su madre, que estaba despierta; se lo echó a sus brazos y le dijo:
—¡Besa a este ángel de hijo, que desde hace tres meses no duerme y trabaja por mí, y al que he entristecido cuando nos ganaba el pan!
La madre lo abrazó fuertemente contra su pecho, sin poder articular palabra; después le dijo:
—¡Vete a dormir y a descansar, hijo mío! ¡Llévalo a la cama!
El padre lo tomó en brazos, lo llevó a su habitación, lo acostó, acariciándole, y le arregló las almohadas y la ropa.
—Gracias, padre —repetía el hijo—, gracias; pero acuéstate; ya estoy contento; vete a la cama, papá.
Mas su padre quería verle dormido; sentose junto a él, le tomó la mano y le dijo:
—¡Duerme, duerme, hijo mío!
Julio, rendido, se durmió y se despertó mucho después, gozando por primera vez, al cabo de unos meses, de un sueño tranquilo, soñando cosas alegres. Cuando abrió los ojos, hacía un buen rato que brillaba el sol. Primeramente notó y luego vio la blanca cabeza de su padre, que había pasado la noche apoyándola en el borde de la cama cerca de su pecho, y que todavía dormía con la frente inclinada junto a su corazón.
Miércoles, 28
Mi compañero Stardi sería capaz de imitar al pequeño florentino. Esta mañana ocurrieron en la escuela dos sucesos memorables: Garoffi estaba loco de contento porque le habían devuelto su álbum con la propina de tres sellos de la república de Guatemala, que él buscaba desde hacía tres meses. Stardi, por su parte, ha obtenido la segunda medalla. ¡Casi nada! ¡Stardi el primero de la clase después de Derossi!
Todos quedamos sorprendidos. Quién lo habría dicho en octubre cuando le llevó su padre metido en el capote verde, diciendo al maestro en presencia de todos nosotros: «¡Tenga mucha paciencia con él, pues es bastante duro de mollera!» Al principio se le creía un perfecto adoquín. Pero él se dijo: «O reviento o triunfo»; y empezó a estudiar con ahínco de día y de noche, en casa, en la escuela, en el paseo, apretando los dientes y con los puños cerrados, tan paciente como un buey, terco como un mulo, y así, a fuerza de machacar, sin hacer caso de las burlas, y dando puntapiés o codazos a los que le distraían, el testarudo ha adelantado a los demás.
No comprendía lo más mínimo de Aritmética; llenaba de disparates las redacciones, no lograba aprender de memoria un período y ahora resuelve los problemas, escribe correctamente y canta las lecciones como un papagayo. Claramente se ve que posee una voluntad de hierro si uno se fija en su facha: cabeza cuadrada y sin cuello, las manos cortas y gorditas, y una voz áspera. Estudia incluso en los pedazos de periódico y en los anuncios de los teatros; en cuanto reúne unas monedas se compra un libro, habiéndose ya formado, de ese modo, una pequeña biblioteca, y en un momento de buen humor me dijo que me llevaría a su casa para que la viera. No habla con nadie, ni enreda; siempre se le ve en el banco con los puños en las sienes, tan firme como una roca, oyendo la explicación del maestro. ¡Cuánto se ha debido esforzar el pobre Stardi!
Aunque el maestro estaba esta mañana impaciente y de mal humor, al entregarle la medalla, le dijo:
—Te felicito, Stardi, el que la sigue la consigue.
Pero él no parecía estar enorgullecido; ni siquiera ha sonreído, y en cuanto ha regresado al banco, con su medalla, ha vuelto a apoyar las sienes en los puños, a estar más inmóvil y con mayor atención que antes.
Pero lo mejor ha ocurrido a la salida. Le esperaba su padre, un sangrador, grueso y tosco como él, de cara ancha y voz de trueno. El hombre no se esperaba aquella medalla, ni lo quería creer; fue menester que se lo asegurase el maestro, y entonces se echó a reír de gusto, dio una suave manotada en el pescuezo de su hijo, diciendo en voz alta:
—¡Muy bien, querido ceporrón mío!
Y le miraba sumamente complacido, asombrado y riéndose de gusto. También nos sonreíamos todos los que estábamos a su alrededor; pero no él, que estaba serio pensando ya en la lección del día siguiente.
Sábado, 31
Yo creo que tu compañero Stardi no se quejará nunca de su maestro. Has escrito: «El maestro estaba esta mañana impaciente y de mal humor», y lo dices en tono de resentimiento. Piensa en las veces que tú te impacientas, ¿y con quién? Con tu padre y con tu madre, lo cual convierte tu impaciencia en una falta bastante peor. ¡Tiene sobrada razón tu maestro para mostrarse impaciente alguna que otra vez! Ten en cuenta que lleva muchos años trabajando con muchachos y que si es cierto que algunos son cariñosos y corteses, también hay otros, la mayoría, ingratos, que abusan de su bondad y no se acuerdan de sus cuidados, resultando que, en definitiva, recibe más amarguras que satisfacciones.
Piensa que el hombre más santo de la tierra, puesto en su lugar, se dejaría llevar a veces por la ira. Y, además, ¡si supieses cuántos días, aun estando enfermo, acude a clase, por no ser su enfermedad lo suficientemente grave para dispensarse de su obligación, impacientándose porque sufre molestias y le apena que vosotros no lo advirtáis o abuséis de él…! Respeta y quiere a tu maestro, hijo mío.
Quiérele porque tu padre lo quiere y lo respeta; porque dedica su vida al bien de muchos chicos que luego no se acordarán de él, porque despierta e ilumina tu inteligencia y te educa el corazón; porque un día, cuando seas hombre y ya no estemos en el mundo ni él ni yo, su imagen se presentará con frecuencia en tu recuerdo al lado de la mía, y entonces, ciertas expresiones de dolor y de cansancio en su rostro de hombre apacible y honrado, en las que ahora no reparas, las recordarás y te causarán pena, aun pasados treinta años; y te avergonzarás, sentirás tristeza por no haberle querido como se merecía y por haberte portado mal con él.
Quiere a tu maestro, porque pertenece a la gran familia de cincuenta mil docentes primarios, esparcidos por toda la geografía de Italia, y que son como los padres intelectuales de los millones de chicos que crecen contigo, unos trabajadores no conceptuados merecidamente y mal pagados, que preparan para nuestra patria una generación mejor, más próspera y desarrollada que la presente.
No me satisfará el cariño que me tienes si no lo profesas también a todos los que te hacen algún bien, y entre ellos ha de ocupar el primer lugar tu maestro, después de tus padres. Quiérele como querrías a un hermano mío; quiérele cuando te complace y cuando te regaña, cuando a tu parecer, obra con justicia y cuando creas que es injusto; quiérele cuando se muestre afable y de buen humor, pero más todavía cuando lo veas triste. Quiérele siempre. Pronuncia en todo momento con respeto el nombre de maestro que, después del de padre, es el más noble y dulce que un hombre puede dar a otro.
TU PADRE
Miércoles, 4
Tenía razón mi padre al decir que el maestro estaba de malhumor porque no se encontraba bien, y desde hace tres días, efectivamente, le sustituye el suplente, el joven barbilampiño que parece poco más que un chiquillo.
Esta mañana sucedió una cosa desagradable. Ya el primer día y el segundo habían alborotado en la clase porque el suplente tiene mucha paciencia y no se hace respetar. No para de decir: «¡Estaos quietos y en silencio, por favor!» Pero esta mañana los chicos se han pasado de la raya. Tanto y tan fuerte se hablaba, que no se oían sus palabras; él amonestaba y suplicaba, mas no le hacían caso. Dos veces se asomó el Director y, al irse, crecía el murmullo, como en un mercado.
Garrone y Derossi hacían señas a sus compañeros para que guardasen buena compostura, ya que era una vergüenza lo que estaba sucediendo; pero inútilmente. Solamente estaban quietos y callados, Stardi, con los codos en el pupitre y los puños en las sienes, pensando, quizá, en su famosa biblioteca, y Garoffi, el de la nariz en forma de gancho y apasionado por los sellos, que estaba muy ocupado extendiendo papeletas para la rifa de un tintero de bolsillo. Los demás charlaban y reían, hacían sonar plumas clavadas por la punta en los bancos, y se tiraban bolitas de papel utilizando las ligas de los calcetines.
El suplente agarraba por el brazo ya a uno, ya a otro, los sacudía y hasta puso a uno de cara a la pared. Todo resultaba inútil.
No sabiendo ya qué hacer, ni a qué santo invocar, decía:
—¿Pero por qué hacéis esto? ¿Queréis obligarme a castigaros? —después daba fuertes puñetazos en la mesa y gritaba con voz de rabia y de impotencia:
—¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio!
Daba realmente pena oírle; pero el griterío seguía aumentando.
Franti le tiró una flecha de papel; unos imitaban el maullar de los gatos; otros se daban pescozones; era un desbarajuste imposible de describir. De pronto entró el bedel y dijo:
—Señor maestro, le llama el Director.
El maestro se levantó y salió de prisa desesperado. El alboroto se hizo entonces más fuerte.
Mas he aquí que sube Garrone al estrado, descompuesto y apretando los puños, gritando, ahogado por la indignación:
—¡Acabad de una vez! Sois unos perfectos botarates. Abusáis porque es bueno. Si os moliese los huesos, estaríais más sumisos que los perros. Sois una cuadrilla de truhanes. Al primero que haga ahora lo más mínimo, le espero fuera y le rompo los dientes, ¡aunque sea en presencia de su padre!
Acto seguido, reinó el silencio más profundo.
¡Qué gusto daba ver a Garrone echando chispas por los ojos! Parecía un leoncillo furioso. Miró uno a uno a los más díscolos y todos ellos bajaban la cabeza. Cuando el suplente volvió a la clase con los ojos enrojecidos, se podía oír el vuelo de una mosca. Se quedó asombrado. Pero después, al ver a Garrone muy rojo y agitado, lo comprendió todo, y le dijo con expresión de gran afecto, como se lo habría dicho a un hermano:
—¡Muchas gracias, Garrone!
Viernes, 6
He ido a casa de Stardi, que vive enfrente de la escuela, y he sentido verdaderamente envidia al ver su biblioteca. No es en manera alguna rico, no puede comprar muchos libros, pero conserva con gran cuidado los de la escuela y los que le regalan sus padres; y, además, cuantas monedas le dan las pone aparte y las gasta en la librería; de este modo ha reunido ya una pequeña biblioteca, y cuando su padre ha advertido esta afición, le ha comprado un bonito estante de nogal con cortinas verdes, y ha hecho encuadernar todos los volúmenes en los colores que a él más le gustan. Así, ahora él tira de un cordoncito, la cortina verde se descorre y se ven tres filas de libros de todos los colores, muy bien adornados, limpios, con los títulos en letras doradas en el lomo: libros de cuentos, de viajes y de poesías, y algunos ilustrados con láminas. El sabe combinar perfectamente los colores; pone los volúmenes blancos junto a los encarnados, los amarillos al lado de los negros, y junto a los blancos los azules, de modo que se vean de lejos y presenten buen aspecto; luego se divierte variando las combinaciones. Ha hecho un catálogo, y está como el de un bibliotecario. Siempre anda a vueltas con sus libros, limpiándoles el polvo, hojeándolos, examinando sus encuadernaciones: hay que ver con qué cuidado los abre con sus manos chicas y regordetas, soplando las hojas: parece que todos están nuevos todavía. ¡Yo en cambio tengo tan estropeados los míos! Para él cada libro nuevo que compra es una delicia abrirlo, ponerlo en su sitio y volver a tomarlo para mirarlo por todos lados y guardarlo después como un tesoro. No hemos visto otra cosa en una hora. Tiene los ojos malos de tanto leer. Estando yo allí, entró en el cuarto su padre, que es grueso y tosco como él, y tiene la cabeza como la suya. Le dio dos o tres palmadas en el cuello, y me dijo con aquel vozarrón: