—José Mazzini, nacido en Génova en 1805, murió en Pisa en 1872; patriota de alma grande, escritor de preclaro ingenuo, inspirador y primer apóstol de la revolución italiana, por amor a la patria vivió cuarenta años pobre, desterrado, perseguido, errante, con heroica consecuencia en sus principios y en sus propósitos. José Mazzini, que adoraba a su madre, y que había heredado de ella todo lo que en su alma fortísima y noble había de más elevado y puro, escribía así a un fiel amigo suyo para consolarle de las desventuras. Poco más o menos, he aquí sus palabras: «Amigo: No, no verás nunca a tu madre sobre esta tierra. Esta es la tremenda verdad. No voy a verte, porque el tuyo es de aquellos dolores solemnes y santos que es necesario sufrir y vencer por sí mismo. ¿Comprendes lo que quiero decir con estas palabras? ¡Hay que vencer el dolor! Vencer lo que el dolor tiene de menos santo, de menos purificador; lo que, en vez de mejorar el alma, la debilita y la rebaja. Pero la otra parte del dolor, la parte noble, la que engrandece y levanta el espíritu, ésta debe permanecer contigo y no abandonarte jamás. Aquí abajo nada sustituye a una buena madre. En los dolores, en los consuelos que todavía puede darte la vida, tú no la olvidarás jamás. Pero debes recordarla, amarla, entristecerte por su muerte de un modo que sea digno de ella. ¡Oh, amigo, escúchame! La muerte no existe, no es nada. Ni siquiera se puede comprender. La vida es la vida, y sigue la ley de la vida: el progreso. Tenías ayer una madre en la tierra; hoy tienes un ángel en otra parte. Todo lo que es bueno sobrevive, con mayor potencia, a la vida terrena. Por consiguiente, también el amor de tu madre. Ella te quiere ahora más que nunca, y tú eres responsable de tus actos ante ella más que antes. De ti depende, de tus obras, encontrarla, volverla a ver en otra existencia. Debes, por tanto, por amor y reverencia a tu madre, llegar a ser mejor; que se alegre de ti en tu conducta. Tú, en adelante, deberás en todo acto tuyo, decirte a ti mismo: «¿Lo aprobaría mi madre?» Su transformación ha puesto para ti en el mundo un ángel custodio, al cual debes referir todas las cosas. Sé fuerte y bueno; resiste el dolor desesperado y vulgar; ten la tranquilidad de los grandes sufrimientos en las almas grandes; esto es lo que ella quiere».
—¡Garrone! —añadió el maestro—, sé fuerte y está tranquilo; esto es lo que ella quiere. ¿Comprendes?
Garrone indicó que sí con la cabeza; pero gruesas y abundantes lágrimas le caían sobre las manos, sobre el cuaderno, sobre el banco.
CUENTO MENSUAL
A las doce estábamos con nuestro maestro ante el palacio municipal para presenciar el acto de entrega de la medalla del valor cívico al chico que salvó a un compañero suyo de perecer ahogado en el Po.
En el balcón principal de la fachada ondeaba una gran bandera tricolor.
Entramos en el patio del palacio municipal que se hallaba repleto de gente. Al fondo había una mesa con tapete encarnado; encima, papeles, y por detrás una hilera de sillones dorados para el alcalde y los componentes de la junta. También había ujieres municipales con dalmáticas azules y calzas blancas. A la derecha del patio estaba formado un piquete de guardias municipales que ostentaban en el pecho muchas condecoraciones, y junto a ellos un grupo de carabineros; en la parte opuesta había bomberos con uniforme de gala, y bastantes soldados de caballería, de infantería y de artillería, en grupo, que habían acudido para presenciar la ceremonia. Los laterales estaban ocupados por gente del pueblo, algunos militares, mujeres y niños, todos apiñados. Nosotros nos situamos en un ángulo, donde ya había muchos alumnos de otras escuelas con sus respectivos maestros, y cerca de nosotros un grupo de muchachos del pueblo, entre los diez y los dieciocho años, que se reían y hablaban fuerte, notándose que eran del barrio del Po, amigos o conocidos del que iba a recibir la medalla.
Por las ventanas del edificio se asomaban los empleados del Ayuntamiento. La galería de la biblioteca estaba también llena de gente, que se apiñaba contra la balaustrada, y en el lado opuesto, en los huecos que hay encima de la puerta de entrada, había gran número de chicas de las escuelas públicas y muchas huérfanas de militares con sus oscuros uniformes, luciendo todas ellas en los sombreros cintas azules. Aquello parecía un teatro en función de gala. Todos charlábamos animadamente, mirando de vez en cuando hacia donde estaba la mesa roja, para ver si llegaban las autoridades. La banda municipal, situada en el fondo del pórtico, amenizaba el acto tocando diversas composiciones en tono bastante bajo. Las paredes estaban iluminadas por el sol. Resultaba un espectáculo realmente precioso.
De pronto cuantos estábamos en el patio lo mismo que quienes se hallaban en los pisos superiores, empezamos a aplaudir.
Yo me puse de puntillas para ver mejor.
La gente que se hallaba detrás de la mesa presidencial dejó paso a un hombre y a una mujer. El daba la mano a su hijo, el muchacho que había salvado a un compañero.
El hombre era albañil e iba vestido de fiesta. Su mujer, bajita y rubia, vestía de negro. El muchacho, también rubio y más bien bajo para su edad, llevaba una chaqueta gris.
Al ver tal gentío y escuchar la estruendosa ovación, los tres se quedaron tan sorprendidos que no acertaban a mirar hacia ninguna parte ni a mover un solo pie. Un ujier les acompañó al sitio que se les había designado, a la derecha de la mesa roja.
De momento se produjo un gran silencio, y después se empezó a aplaudir por todas partes. El muchacho miró hacia las ventanas y luego a la galería de las Hijas de los militares; tenía el sombrero en las manos y parecía no comprender dónde estaba. Yo diría que en la fisonomía se parece bastante a Coretti, aunque tiene color más encendido. Su padre y su madre no levantaban la vista de la mesa.
Entretanto los chicos del barrio del Po, que se hallaban cerca de nosotros, procuraban ponerse en sitio preferente y hacían señas a su compañero para hacerse ver, y le llamaban en voz baja, pero insinuante: «¡Pin! ¡Pin! ¡Pinot!» A fuerza de llamarle se hicieron oír. El muchacho los miró y ocultó su sonrisa poniéndose delante el sombrero.
A cierto punto todos los guardias se cuadraron.
Entró el señor Alcalde, acompañado por muchos señores.
El Alcalde, vestido de blanco, con una gran faja tricolor en bandolera, se situó de pie junto a la mesa, quedando los demás detrás y a los lados.
La banda de música dejó de tocar, y a una señal del señor Alcalde, todos callamos.
Empezó a hablar. Sus primeras palabras no las oí bien, pero supuse que estaba refiriéndose al heroico comportamiento del muchacho. Después levantó más la voz, y se esparció con tal claridad y sonoridad por todo el patio, que ya no perdí palabra.
—…Cuando desde la orilla vio al compañero que se debatía en el río, presa ya del terror de la muerte, él se desnudó y se dispuso a tirarse al agua para acudir en socorro del que estaba en peligro de muerte. «¡No te tires —le dijeron—, que te ahogarás!» Y le sujetaron. Mas él logró desasirse de todos, y se lanzó resueltamente al agua.
El río iba muy crecido, constituyendo un riesgo terrible, incluso para un hombre. Pero él desafió la muerte con todas las fuerzas de su pequeño cuerpo y gran corazón, consiguiendo llegar junto al que se hundía, agarrarlo y sacarlo a flote. Luchó denodadamente con la corriente, que le quería engullir, y con el compañero que se le enredaba; varias veces desapareció y volvió a salir a la superficie haciendo esfuerzos desesperados; con admirable obstinación en su empeño, no parecía un muchacho con deseos de salvar a otro muchacho, sino un padre luchando por librar de la muerte a un hijo, que es su esperanza y su vida.
Al fin no permitió Dios que una hazaña tan generosa resultase inútil, y el nadador arrebató su presa al gigantesco río, la sacó a la orilla y aun le prestó, juntamente con otros, los primeros auxilios; después de lo cual marchó a su casa, sano y tranquilo, para referir ingenuamente su meritísima acción.
Señores, bello y admirable es el heroísmo de un hombre; pero el de un niño sin miras de ambición o de interés alguno, que debe tener tanto más atrevimiento cuanto menores son sus fuerzas; el de un niño al que nada le exigimos y que a nada está obligado, pareciéndonos un ser amable y noble, no ya cuando cumple sus pequeños deberes, sino cuando se percata del sacrificio ajeno, el heroísmo de un niño, digo, raya en lo divino. Nada más quiero añadir, señoras y caballeros. No he de adornar con palabras superfluas una grandeza tan manifiesta. Aquí tienen ustedes al generoso y admirable salvador. Saludadlo, soldados, como a un hermano; vosotras, madres, bendecidlo como a un hijo; vosotros, chicos aquí presentes, recordad su nombre, grabad bien en vuestra memoria su semblante, y que su figura no se borre jamás ni de vuestra mente ni de vuestro corazón. Acércate, muchacho. En nombre del Rey, prendo en tu pecho la medalla al mérito civil.
Un viva estruendoso, dicho a la vez por centenares de gargantas, hizo retemblar las paredes del edificio.
El señor Alcalde tomó de la mesa la condecoración y la puso en el pecho del muchacho, y, acto seguido, lo abrazó y besó.
La madre se llevó una mano a los ojos y el padre tenía la barbilla sobre el pecho.
El Alcalde estrechó la mano de ambos y entregó el diploma de la concesión, atado con una cinta de seda a la venturosa madre.
Después, dirigiéndose al muchacho, le dijo:
—Que el recuerdo de este día tan fausto para ti y tan honroso para tu padre y tu madre, te sostenga toda la vida por el camino de la virtud y del honor. ¡Adiós!
El Alcalde, seguido de su acompañamiento, salió del patio; la banda de música empezó a tocar y, cuando todo parecía terminado, el grupo de bomberos se abrió para dejar paso a un chico de ocho o nueve años, impulsado por una señora que enseguida se ocultó; el niño corrió a abrazar con toda efusión al muchacho condecorado.
Volvieron a repetirse los vítores y aplausos de la multitud. Todos comprendieron al punto que se trataba del niño librado de perecer en el Po, que daba gracias públicamente a su salvador. Después de besarlo, se agarró a su brazo para acompañarlo fuera. Yendo los dos delante, y detrás el padre y la madre del homenajeado, se dirigieron a la puerta de salida, pasando con dificultad por entre la gente, que se apretujaba para hacerles calle, entre mezcla de guardias, chiquillos, soldados y mujeres. Todos intentaban ponerse delante y se empinaban para ver al heroico muchacho. Los que estaban en primer término le tocaban cariñosamente la mano.
Al pasar ante los chicos de las escuelas, todos agitaron sus gorras en el aire. Los del barrio del Po eran los más bulliciosos, le estiraban de los brazos y de la chaqueta, gritando: «¡Pin! ¡Viva Pin! ¡Bravo, Pinot!»,
Pasó muy cerca de mí, pudiendo ver que estaba colorado, que se encontraba contento y que la cinta de la condecoración llevaba los colores nacionales. Su madre lloraba y reía a la vez: su padre se retorcía las puntas del bigote con una mano que le temblaba mucho, como si hubiese estado acometido por la fiebre. Desde la ventanas y galerías continuaban asomándose y aplaudiendo. Cuando el condecorado y los suyos iban a entrar bajo el pórtico de la galería ocupada por las huérfanas Hijas de militares cayó sobre la cabeza del muchacho y de sus padres una verdadera lluvia de pensamientos, ramilletes de violetas y margaritas. Muchos se apresuraron a recoger las flores esparcidas por el suelo para ofrecerlas a la madre. En el fondo del patio, la banda tocaba en tono bajo un precioso motivo, que parecía el canto de muchas voces argentinas alejándose lentamente por las orillas del gran río.
Viernes, 5
Hoy no he ido a la escuela porque no me encontraba bien, y mi madre me ha llevado al Instituto de los niños minusválidos, donde fue a recomendar a una niña del portero; pero no me ha dejado entrar…
Supongo, Enrique, que habrás comprendido por qué no te he dejado entrar: para no presentarte, entre esas criaturas desdichadas, como muestra ostentosa de un chico sano y robusto. Demasiadas ocasiones se les ofrecen para hacer dolorosas comparaciones.
¡Qué espectáculo más deprimente! En cuanto entré sentí una gran congoja en mi pecho. Habría unos sesenta, entre niños y niñas… ¡Pobres huesos torturados! ¡Pobres manos, pobres piececitos encogidos y atrofiados! ¡Pobres cuerpecitos contrahechos! Pronto pude observar guapas caritas, ojos llenos de inteligencia y cariño. Había una niñita de nariz afilada, barbilla puntiaguda, que parecía una viejecita, pero con una sonrisa de dulzura celestial. Algunos, vistos por delante, parecen completamente normales y sin ninguna deformación… pero, al volverse, se le parte a una el corazón. El médico del Instituto los ponía de pie sobre los bancos y les levantaba la ropa para tocarles el vientre abultado y las articulaciones; las pobres criaturas no se avergonzaban, debido a la costumbre de estar desnudas y que las examinen y palpen por todas partes. ¡Y pensar que ahora están en el mejor período de su enfermedad y que casi ya no sufren! Pero, ¿quién puede saber cuánto sufrieron durante la deformación de su cuerpecito, cuando aumentando la enfermedad veían que disminuía el cariño alrededor de ellos, abandonados los pobrecitos horas y horas en algún rincón de una habitación o de un patio, mal alimentados y a veces torturados meses enteros por vendajes y aparatos ortopédicos inútiles?
Ahora, gracias a los cuidados de personas competentes, a la buena alimentación y a la gimnasia, muchos van mejorando. La maestra les obligó a hacer gimnasia. Daba lástima ver cómo, ante ciertas órdenes, extendían bajo los bancos sus piernecitas fajadas, oprimidas entre los aparatos, nudosas, deformes, unas piernecitas que se habrían cubierto de besos. Algunos no podían levantarse del banco, y permanecían con la cabeza caída sobre el brazo, acariciando las muletas con la mano; otros, al mover los brazos, notaban que les faltaba la respiración, y volvían a sentarse, muy pálidos, pero sonriéndose para disimular su impotencia.
¡Ah, Enrique! Tú y los que estáis bien no apreciáis la salud. Yo pensaba en los chicos sanos y robustos que las madres llevan a pasear, como en triunfo, orgullosas de su belleza; y habría estrechado todas aquellas pobres cabecitas contra mi corazón. De haber estado sola, sin obligaciones familiares, de buena gana me habría quedado allí para dedicarles toda mi vida, servirles, hacerles de madre hasta los últimos instantes de mi existencia…