Entretanto cantaban, y lo hacían con sus vocecitas delicadas, dulces y tristes, que llegaban al alma, mostrándose muy contentos porque la maestra los elogió al terminar. Mientras pasaban por los bancos, le besaban las manos y los brazos para demostrar su gratitud a quien tanto se desvela por ellos. Y es que, además de reconocidos, esos pobrecitos son muy cariñosos. Y algunos son listos y estudian con notable provecho, según me dijo la maestra, que es joven y agraciada, mostrando su bondad en el semblante, pero con cierto aire de tristeza, como reflejo de las desventuras que ella acaricia y consuela. ¡Meritísima muchacha! Entre todos los que se ganan la vida con su trabajo, no hay nadie que lo haga más santamente que tú.
TU MADRE
Martes, 9
Mi madre es buena y mi hermana Silvia se le parece en bondad y grandeza de corazón.
Ayer por la noche estaba escribiendo una parte del cuento mensual De los Apeninos a los Andes, que el maestro nos ha dado a copiar a todos por trozos, pues es muy largo, cuando entró mi hermana Silvia de puntillas y me dijo deprisa y bajito:
—Ven conmigo a ver a mamá. Esta mañana les he oído hablar preocupados. A papá le ha debido salir mal algún asunto; estaba afligido, y mamá le decía palabras de aliento. Seguramente estamos pasando momentos de apuros, ¿comprendes? No hay dinero, y papá decía que es preciso hacer sacrificios para salvar la situación. ¿No te parece que nosotros debemos ayudarles en la medida de nuestras posibilidades? ¿Tú estás dispuesto? Bueno, pues cuando yo hable a mamá, no tienes más que asentir a lo que diga y prometerle, como hombre, que se hará lo que acordemos.
Dicho esto, me tomó de la mano y me llevó al salón, donde mamá cosía con cara preocupada. Yo me senté a un lado del sofá y Silvia a la otra parte, diciendo seguidamente:
—Mamá, tengo que hablar contigo. Bueno, venimos los dos a hablar contigo.
Mamá nos miró extrañada, y Silvia empezó:
—Papá no tiene dinero, ¿no es así?
—¿Qué dices, criatura? —replicó con viveza mamá—. ¿Qué sabes tú de eso? No es verdad. ¿Quién te ha dicho eso?
—Yo que lo sé —respondió Silvia—. Mira, mamá, nosotros estamos también dispuestos a hacer sacrificios. Tú me habías prometido un abanico para finales de mayo y Enrique esperaba su caja de pinturas; no queremos nada, no gastéis dinero con nosotros, y estaremos muy contentos, ¿sabes?
Mamá intentó hablas, pero Silvia añadió:
—Tiene que ser así. Lo hemos decidido. Hasta que papá no se reponga, suprimiremos los postres y cuanto sea necesario. Nos bastará con un plato de sopa al mediodía, y para desayunar nos contentaremos con un pedazo de pan. Así se gastará menos para comer, que ya se gasta bastante entre unas cosas y otras. Y te prometemos que nos verás siempre tan alegres como antes. ¿No es así, Enrique?
Yo respondí que sí.
—Siempre tan contentos como antes —repitió Silvia, tapando la boca a mamá con una mano—, y si hay que hacer algún otro sacrificio en el vestir o en lo que sea, lo haremos con mucho gusto. También venderemos nuestros regalos; estoy dispuesta a desprenderme de cuanto posea de valor. Te haré de camarera, no mandaremos a hacer nada fuera de casa, trabajaré todo el día contigo y haré cuanto quieras, pues estoy dispuesta a todo. ¡A todo! —exclamó echando los brazos al cuello de mamá—, para que nuestros queridos papá y mamá no sufran y estén tan tranquilos y contentos como siempre con su Silvia y su Enrique, que os quieren muchísimo y darían la vida por vosotros.
Jamás había visto a mi madre tan contenta como al oír tales palabras, ni nunca nos había besado en la frente de modo semejante, llorando y riendo a la vez, sin poder hablar. Después aseguró a Silvia que había entendido mal, que no estábamos tan apurados como se figuraba y nos dio mil veces las gracias. Estuvo muy contenta hasta que llegó papá, a quien le contó todo. Él no replicó. ¡Pobre papá! Pero este mediodía, cuando nos sentamos a comer, experimenté un gran placer y profundo disgusto a la vez, pues debajo de mi servilleta encontré mi caja de pinturas y Silvia, su abanico.
Jueves, 11
Esta mañana había terminado de copiar la parte que me correspondía del cuento De los Apeninos a los Andes, y estaba buscando un tema para la redacción que el maestro nos ha encargado, cuando oí un griterío insólito por la escalera, entrando poco después en casa dos bomberos, que pidieron a mi padre permiso para examinar las estufas y las chimeneas, porque se veía humo por los tejados sin saber de dónde procedía. Mi padre les dijo que revisasen lo que creyeran necesario y, aunque no teníamos nada encendido, ellos recorrieron las habitaciones, registrando las paredes, para comprobar si el fuego hacía ruido por el interior de las subidas de los otros pisos que comunicaban con las chimeneas de la casa.
Mientras iban por las habitaciones, me dijo mi padre:
—Ahí tienes, Enrique, un buen tema para tu composición: Los bomberos. Escribe lo que voy a contarte.
«Yo los vi trabajando una noche, hace dos años, cuando salíamos del teatro Balbo. Al entrar en la calle Roma, vi un resplandor desacostumbrado y mucha gente que corría. Se había declarado un incendio en una casa. Grandes llamaradas y nubes de humo salían por las ventanas y por encima del tejado. Hombres, mujeres y niños aparecían y desaparecían de nuestra vista lanzando gritos desesperados. Delante de la puerta gritaba la gente:
—¡Que se queman vivos! ¡Socorro! ¡Los bomberos!
En aquel momento llegó un coche; de él saltaron inmediatamente cuatro bomberos, los primeros que se encontraron en el Ayuntamiento, y se precipitaron al interior del edificio siniestrado.
Apenas habían entrado, vimos algo horroroso: una mujer se asomó, gritando, por una ventana del tercer piso; se agarró al antepecho, saltó y luego quedó colgando, como suspendida en el vacío, con la espalda fuera, encorvada bajo el humo y las llamas, que, saliendo de la habitación, casi le tocaban la cabeza.
La multitud lanzó un grito de horror. Los bomberos, que por equivocación se habían detenido en el segundo piso, requeridos por los aterrorizados inquilinos, habían derribado ya una pared, introduciéndose en un apartamento, cuando cientos de gargantas les gritaban:
—¡Al tercer piso! ¡Al tercer piso!
Subieron volando al tercer piso y pudieron apreciar una devastación infernal: vigas del techo que crujían, pasillos llenos de llamas y de un humo asfixiante… Para llegar a las habitaciones en que estaban los inquilinos encerrados, no había más camino que el tejado. Se echaron para adelante y un minuto después se vio como un fantasma negro saltar por las tejas entre el espeso humo. Era el jefe, que había llegado antes. Para ir a la parte del tejado que correspondía al cuartito cerrado por el fuego, tenía que pasar por un espacio muy reducido entre un alero y la fachada; todo lo demás se encontraba en llamas, y aquel estrecho pasillo estaba cubierto de nieve y de hielo, sin lugar dónde agarrarse.
—¡Es imposible que pase! —decía la gente que había en la calle.
El jefe de bomberos avanzó por el alero, y todos temblaban mirando y conteniendo la respiración. Pasó, y se oyó una gran ovación. El jefe reanudó la marcha y, al llegar al punto amenazado, empezó a romper furiosamente con un pequeño pico tejas y viguetas, para abrir un agujero por el que colarse al interior. Entretanto la mujer continuaba suspendida fuera de la ventana y las llamas le llegaban a la cabeza. Un minuto más y habría caído a la calle. En cuanto estuvo abierto el agujero, el jefe se quitó la banderola y descendió, siguiéndole los otros bomberos. En aquel instante llegaron otros bomberos con una altísima escalera, que apoyaron en la cornisa de la casa, delante de las ventanas por donde salían las llamas y locos alaridos. Pero creíamos que ya era demasiado tarde.
—¡Ninguno se salvará! —comentaba la gente—. ¡Los bomberos arden! ¡Esto se ha acabado! ¡Han muertos todos!
Mas de pronto apareció por la ventana de la esquina la negra figura del jefe, iluminada por las llamas de arriba abajo. La mujer se inclinó hacia él cuanto pudo, y el hombre la cogió con ambos brazos por la cintura, la subió y la metió a la habitación. La multitud dio un grito que superó el crepitar del incendio. Pero, ¿y los demás? ¿Cómo podrán bajar?
La escalera, apoyada en el tejado por delante de otra ventana, distaba bastante del sitio en que se precisaba. ¿Cómo podrían utilizarla? Mientras la gente se hacía tal pregunta, uno de los bomberos salió fuera de la ventana, puso el pie derecho en el alero y el izquierdo en la escalera, y de este modo, de pie y con el cuerpo al aire, fue cogiendo con sus brazos uno a uno a todos los inquilinos, que los otros le iban dando desde el interior; después los entregaba a otro compañero que había subido desde la calle y que los iba bajando uno a uno, ayudado por otros compañeros.
Primeramente pasó la mujer que había corrido mayor peligro, luego una niña, otra mujer y un anciano. Al fin todos quedaron a salvo. Tras el anciano descendieron los bomberos que habían quedado en el interior, haciéndolo en último lugar el jefe, que fue el primero en acudir.
La multitud los acogió a todos con salvas de aplausos, pero cuando apareció el primero de los salvadores, el que había afrontado antes que todos el abismo y que habría muerto si alguien hubiese tenido que perecer, el gentío lo saludó como a un triunfador, gritando y extendiendo los brazos en señal de afectuosa admiración y de gratitud. En unos instantes, su nombre, antes desconocido, José Robbino, se repetía en millares de bocas.
Eso es valor, Enrique, el valor del corazón que no razona ni vacila, y va derecho con los ojos cerrados a donde oye el grito de quien se muere. Un día te llevaré a los ejercicios de amaestramiento que realizan los bomberos, y te presentaré al jefe Robbino, porque creo que te gustará conocerlo, ¿no es así?»
Yo respondí que sí.
—Aquí lo tienes —dijo mi padre.
Yo me volví de repente. Los dos bomberos, una vez terminada la visita de inspección, cruzaban la habitación para salir de casa.
Mi padre me señaló al más bajo, que llevaba galones, y me dijo:
—Estrecha la mano al señor Robbino.
El aludido se detuvo y me dio la mano, sonriendo; yo se la estreché; él me hizo el saludo y se marchó.
—No olvides este momento —añadió mi padre—, porque de los millares de manos que estreches en tu vida, tal vez no haya ni diez que valgan como la suya.
CUENTO MENSUAL
Hace muchos años, un chico genovés de trece años, hijo de un obrero, marchó solo desde Génova a América en busca de su madre, que dos años antes había ido a Buenos Aires, capital de la república Argentina, para ponerse a servir en alguna casa de gente rica y ayudar, de este modo, a salir de apuros a su familia, que, por diversas causas, había caído en la pobreza y contraído bastantes deudas.
No son pocas las mujeres intrépidas que realizan un viaje tan largo con ese mismo fin, y que, gracias a la buena remuneración que tienen allá los servicios domésticos, regresan a la patria al cabo de unos años con unos miles de liras. La pobre mujer había llorado mucho al separarse de sus hijos, uno de dieciocho años y otro de once; pero marchó muy animada y llena de esperanza.
La travesía se efectuó con toda normalidad, y al poco tiempo de llegar a Buenos Aires, por medio de un comerciante genovés, primo de su marido, establecido allí desde hacía tiempo, encontró colocación en casa de una familia argentina acomodada, que le pagaba mucho y la trataba bien.
Durante algún tiempo mantuvo una correspondencia regular con los suyos. Según lo tenían acordado, el marido dirigía las cartas al primo, quien las entregaba a la mujer, y ésta le daba las suyas para que las enviase a Génova, escribiendo siempre algo de su parte.
Como ganaba ochenta liras al mes y no tenía gastos, cada tres meses podían enviar a su marido una cantidad considerable, con la que el hombre iba pagando las deudas más urgentes y manteniendo de ese modo su buena reputación de persona honrada.
Entretanto trabajaba y estaba contento de sus cosas, porque tenía la esperanza de que la mujer regresaría pronto, ya que la casa, sin ella, parecía estar vacía, y el hijo menor, de manera especial, que quería muchísimo a su madre, no podía resignarse a tan prolongada ausencia.
Pero, transcurrido un año desde su partida, después de una carta de pocas líneas, en la que decía que no se encontraba bien de salud, no habían vuelto a recibir ninguna otra. Escribieron dos veces al primo, y éste no contestó. También escribieron a la familia argentina a la que prestaba sus servicios, pero, no habiendo llegado a su destinatario, tal vez por no haber puesto bien la dirección, tampoco obtuvieron respuesta. Temiendo alguna desgracia, escribieron al Consulado italiano de Buenos Aires, pidiéndole que hiciese las oportunas averiguaciones; mas al cabo de tres meses les contestó el Cónsul que, a pesar del anuncio publicado en los periódicos, nadie se había presentado a dar alguna noticia de su paradero.
Y no podía ser de otro modo, aparte otras razones, porque la mujer, con el fin de salvar el honor de los suyos, que a ella le parecía mancharlo haciéndose criada, no había dado a la familia argentina su verdadero nombre.
Pasaron otros meses sin ninguna noticia. El padre y los hijos estaban consternados; el más pequeño, sobre todo, no podía librarse de su desconsolada tristeza. ¿Qué hacer en tales circunstancias? ¿A quién recurrir? La primera idea del padre fue emprender el viaje e ir a América en busca de su mujer. Pero, ¿cómo abandonar el trabajo? ¿Quién sostendría a sus hijos? Tampoco podía ausentarse el hijo mayor, que por entonces empezaba a ganar algo y era imprescindible para la familia. Con esta inquietud vivían, repitiéndose todos los días las mismas dolorosas consideraciones y mirándose entre sí silenciosos, cuando una noche, dijo Marco, el hijo menor, con gran resolución:
—Yo iré a América a buscar a mi madre.
El padre movió la cabeza, entristecido, y no respondió. Era algo loable, pero imposible de realizar. ¿Cómo iba a ir solo a América un chico de trece años, si hacía falta un mes para llegar? Pero el muchacho insistió en su idea aquel día y en los sucesivos, sin ninguna vacilación y razonando como un hombre.
—Otros han ido —decía— y aun menores que yo. Una vez en el barco, llegaré allá como cualquier otro, y cuando esté en Buenos Aires no tengo más que buscar el comercio del tío. Hay tantos italianos por aquellas tierras, que alguno me dirá por dónde he de ir. Una vez que encuentre al tío, encontraré a mamá, y si no la encuentro, acudiré al Cónsul y buscaré a la familia argentina. Ocurra o que ocurra, allí hay trabajo para todos, y alguno encontraré para ganar lo suficiente con que pagar el pasaje de vuelta.