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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Corsarios Americanos (11 page)

BOOK: Corsarios Americanos
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La gente del bergantín debía de haber desplazado un cañón adicional desde su porta a la proa para apuntarlo hacia la fugitiva goleta
Faithful
, porque un instante después una bala voló rasante sobre la toldilla. El paso del proyectil cortó de cuajo varias jarcias y casi alcanzó a un prisionero que se había levantado para observar. Uno de los marinos británicos le provocó con sorna:

—¿Qué me dices ahora, amigo? ¡El acero americano lo vas a probar tú, y no con gusto, esta vez!

Balleine corrió hacia la popa y preguntó:

—¿Quiere que corte las amarras de los botes, señor? Sin ellos detrás ganaríamos nuestro buen medio nudo.

Una nueva bala impactó en el agua muy cerca del costado y levantó sobre la toldilla una masa de espuma que parecía lluvia tropical.

Un marinero avisó entonces con voz incrédula:

—¡El
yankee
vira por proa, señor!

Sparke se permitió lucir una momentánea sonrisa de satisfacción. La niebla había continuado en retirada y las inmensas torres del aparejo del
Trojan
aparecían ya entre sus jirones, que se movían a toda velocidad entre mástiles y jarcias dibujando caprichosas y fantasmagóricas figuras. El navío avanzaba raudo a reunirse con ellos y mostraba en la banda sus baterías, con las portas abiertas y las hileras de cañones formando dos líneas negras y amenazadoras.

—¡Que Dios nos proteja, señor Bolitho! —exclamó Sparke—. ¡Si nos despistamos tirarán contra nosotros!

El guardiamarina Libby corrió hacia popa con la agilidad de un conejo. Un instante después el pabellón británico se desplegaba en el extremo del pico con su escandaloso color encarnado, que correspondía al ostentado por el
Trojan
sobre su toldilla dorada.

En la pequeña cámara situada bajo cubierta, Stockdale, mientras secaba con un trapo húmedo la frente de Quinn, levantó la vista hacia el tragaluz del techo.

Quinn movió con lentitud sus labios resecos:

—¿Qué es ese griterío?

—Hurras, señor —respondió Stockdale, que le observaba con tristeza—. Apuesto a que han avistado ya al viejo
Trojan
.

Quinn parecía medio atontado, entre las oleadas de dolor y la cantidad de brandy que él mismo le había obligado a ingerir. Si sobrevivía, no volvería a ser el mismo joven de antes. Se acordó entonces de los surtidores de espuma causados por los cuerpos, amigos y enemigos, que habían caído al agua desde la borda. El mar era su tumba. Por lo menos Quinn había tenido más suerte que ellos.

4
UNA CITA

Bolitho anduvo por la cubierta del
Trojan
y se detuvo bajo su toldilla. Sentía sobre su espalda la mirada de los que le observaban desde el puente superior. Ya de regreso de su misión, las gentes de a bordo le habían recibido con ávida curiosidad. No podía dejar de pensar en el lastimoso aspecto que ofrecía su uniforme hecho jirones, con un desgarro enorme en la manga debido al tajo de una espada y unos calzones sucios y cubiertos de sangre seca.

Mirando por encima del hombro entrevió la silueta de la goleta apresada, que navegaba sin dificultad tras la estela del
Trojan
y que en la distancia aún parecía más elegante. Sólo con gran esfuerzo lograba recordar en imágenes los acontecimientos vividos en la goleta durante la última noche; todavía se sorprendía de haber logrado sobrevivir.

Una vez que el
Trojan
y la
Faithful
hubieron establecido contacto y diálogo mediante señales, Sparke se trasladó al navío. El se quedó al mando de quienes transportaban los heridos y daban sepultura al hombre al que se le había disparado el mosquete en plena cara.

Antes de presentarse al capitán no pudo resistir la tentación de bajar al sollado, temiendo y al mismo tiempo deseando saber lo que allí ocurría. «Se siente responsable», había dicho Sparke. Así se sintió al ver el cuerpo que reposaba, con los brazos y las piernas estirados, sobre la mesa del cirujano. A la luz temblorosa de las linternas colgantes de los baos le pareció ver un cadáver. Quinn estaba completamente desnudo. Cuando Thorndike cortó por fin el último resto del vendaje, Bolitho descubrió por primera vez la forma de su herida. Partía del hombro izquierdo de Quinn y recorría todo su pecho, en diagonal, con una abertura de la piel que recordaba una boca gigante y obscena.

Quinn había perdido el sentido. Thorndike dijo con frialdad:

—Podría ser mucho peor, pero otro día… —sugirió con un movimiento de los hombros— no vale la pena hablar de ello.

—¿Le salvará la vida? —preguntó Bolitho.

Ante la pregunta, Thorndike le miró y le mostró el delantal ensangrentado, como si le hubiesen golpeado en la cara.

—Haré lo que pueda. Acabo de amputarle la pierna a uno de esos desgraciados. Otro tiene una astilla clavada en el ojo.

—Lo siento mucho —se excusó Bolitho con incomodidad—. No voy a hacerle perder más tiempo.

Ahora, mientras se acercaba a la cabina de popa —ante la que hacía guardia, erguido y con el arma al hombro, un infante de marina uniformado con su casaca escarlata—, experimentó de nuevo el sentimiento doloroso de fracaso y desánimo. Sí, habían capturado una presa, pero a un precio demasiado alto.

En cuanto el centinela golpeó sus tacones en señal de atención, apareció en la puerta Foley, el impecable mayordomo; sus ojos se abrieron como platos ante el desaliñado aspecto de Bolitho, a quien observó con notorio disgusto.

Bolitho penetró en la cabina trasera y se encontró con el comandante Pears, que sentado ante su escritorio, observaba diversos papeles esparcidos sobre la madera mientras sostenía en la mano una alargada copa de vino.

Bolitho advirtió el aspecto que presentaba Sparke: elegante, planchado y afeitado, nadie diría que había pasado la noche fuera del navío.

—Vino para el cuarto teniente —ordenó Pears.

Estudió el gesto con que Bolitho recibía la copa de manos del sirviente y percibió la tensión acumulada, la fatiga producida por una noche de acción.

—El señor Sparke me ha estado contando sus impresionantes hazañas, señor Bolitho —empezó el comandante, cuyo semblante no traducía la más mínima emoción—. Excelente botín, esa goleta.

Bolitho esperó a que el vino calentase su estómago y calmase el dolor de su mente. Sparke había vuelto directamente al navío, con lo que tuvo tiempo de lavarse y cambiarse de ropa antes de presentar su informe al comandante. ¿Qué habría contado de la primera parte? ¿Habría relatado la detonación del mosquetón en la noche, que llamó la atención del enemigo y que había costado tantas vidas?

—Por cierto, ¿cómo se encuentra el señor Quinn? —preguntó Pears.

—El doctor tiene esperanzas, señor.

Pears le estudió con expresión extraña:

—Me alegro. También tengo entendido que los dos guardiamarinas se portaron como hombres.

Su atención se desvió entonces hacia los papeles esparcidos en el escritorio, como si el tema estuviese ya zanjado. Siguiente capítulo.

—Esos documentos —explicó Pears fueron hallados por el señor Sparke en la cámara del
Faithful
. Para nosotros resultarán incluso más valiosos que el barco apresado. —Ofreció a los dos oficiales su mirada sombría—. Explican con detalle cuál iba a ser la misión de la goleta una vez lograse capturar un cargamento de armas y municiones del convoy. Poca cosa hubieran podido hacer los buques de escolta para proteger un convoy entero, y mantenerlo intacto, si continuaba ese tiempo inestable que hemos tenido durante los últimos días. Porque, además, no lo duden, todavía iba a ser peor en las cercanías de Halifax. De momento el bergantín tendrá que apañárselas sin la compañía de la goleta, aunque no me extrañaría que tuviese otra compañía. Con un cargamento tan valioso en la zona, debe de haber otros zorros al acecho.

—¿Cuándo espera usted que avistemos los buques mercantes, señor? —preguntó Bolitho.

—Tanto el señor Bunce como yo creemos que será mañana —respondió el comandante como si eso ya no importase—. Pero hay otra tarea que debemos hacer sin esperar más. La
Faithful
debía encontrarse con el grueso del enemigo cerca de la entrada de la bahía de Delaware. Bastantes dificultades encuentra nuestro ejército, en Filadelfia, para mandar material a las guarniciones estacionadas río arriba: en cada recodo hay una patrulla y tienden emboscadas a nuestros remolcadores y nuestras barcazas. Piensen lo que puede ocurrir si el enemigo recibe una nueva provisión de armas y pólvora.

Bolitho asintió al tiempo que recibía otra copa llena de manos de Foley. Entendía perfectamente el problema.

La bahía de Delaware se hallaba a unas cuatrocientas millas al sur de la posición actual del
Trojan
. Con tiempo favorable y buen viento, un velero ágil podía llegar a la cita prevista en tres días.

Se habían confiado demasiado, pensó, al mantener en la vela mayor el recuadro de paño rojo. Era un aviso para los observadores apostados en la costa. El lugar, además, era ideal para un desembarco discreto. Las aguas poco profundas estaban plagadas de bancos de arena, muy traicioneros en marea baja; ninguna fragata de vigilancia iba a atreverse a perseguir a un barco sospechoso y arriesgarse a partir en dos su quilla.

—¿Ha decidido enviar la
Faithful
, señor? —preguntó.

—Sí. Por supuesto, existen algunos peligros. La travesía se puede alargar más de lo que planeamos. El enemigo sabe ya que la
Faithful
ha sido capturada, y sin perder un instante usará todos los medios posibles para avisar y hacer llegar la noticia hacia el sur. Postes de señales, relevos de hombres a caballo, todo es posible. —Se permitió a sí mismo mostrar una helada sonrisa—. El señor Reveré ha explicado esa posibilidad de forma exhaustiva.

Sparke se incorporó, sacó pecho y se dirigió a Bolitho.

—Es para mí un honor que se me haya encomendado el mando de la misión.

Pears añadió pausadamente:

—Si usted lo desea, señor Bolitho, puede acompañar al segundo teniente como ya hizo en la misión de anoche. Esta vez la decisión queda en sus manos.

Bolitho asintió, con una convicción que le sorprendía a sí mismo.

—Sí, señor. Me gustaría acompañarlo.

—Todo arreglado entonces. —Pears hurgó en su bolsillo y extrajo el reloj de oro—. Me ocuparé inmediatamente de que les den las órdenes por escrito, aunque el señor Sparke conoce ya la esencia del asunto.

Cairns se introdujo en la cámara con el sombrero de dos picos apretado bajo su brazo.

—Señor, he mandado un grupo de marinos a la goleta. El jefe de artilleros está revisando los cañones. —Hizo una pausa y aprovechó para mirar a Bolitho—. El señor Quinn aún no ha recuperado el sentido, pero el doctor informa que su corazón late bien y que respira con normalidad.

Pears asintió con un gesto:

—Ordene a mi secretario que se presente de inmediato.

Cairns, ya en la puerta, vaciló un instante:

—Hemos trasladado a bordo al grupo de prisioneros, señor. ¿Quiere que les aliste en nuestra dotación?

Pears negó con la cabeza.

—No. Estoy dispuesto a aceptar voluntarios, pero esta guerra ya es demasiado abierta como para imaginar que alguien se pasa de un bando a otro así, sin más. Tendríamos manzanas podridas que contagiarían las sanas, gente de la cual no nos podríamos fiar. No quiero fomentar el descontento a bordo. Esperaremos a volver a Nueva York y allí los entregaremos a las autoridades.

En cuanto Cairns hubo desaparecido, Pears continuó:

—Las órdenes por escrito no les protegerán contra la artillería de nuestros barcos que patrullan la zona. Procuren, por tanto, esquivarles y moverse con rapidez. Eso ayudará a que los espías que pueda haber se traguen la artimaña.

Se introdujo en la cámara el secretario del comandante, Teackle. Pears les permitió entonces retirarse:

—Retírense y prepárense, señores. Quiero que sean puntuales a la cita y que destruyan lo que allí encuentren. Seguro que será de gran valor para el enemigo. Su acción puede ser vital para nuestras tropas destacadas en Filadelfia.

Habían abandonado ya la cámara del comandante y Sparke dijo, pensando en voz alta:

—Esta vez prefiero embarcar algunos infantes de marina. —Su expresión parecía disgustada por tener que compartir el mando de la misión—. Pero lo más importante es moverse rápido. Vaya a dar prisa a su gente. Necesitamos tener las provisiones y las armas a bordo de la goleta cuanto antes.

—Sí, señor —respondió Bolitho tocándose el sombrero.

—Y sustituya al guardiamarina Couzens por el señor Weston. En esta misión no podemos llevar chiquillos.

Bolitho, alejándose ya en el helado ambiente de la mañana, observó las dos procesiones de botes que transferían material yendo y viniendo desde los dos veleros. Parecían una doble hilera de hormigas.

Weston era el guardiamarina encargado de señales. Con Libby, que había acompañado a Sparke en su bote, se preparaba ya para el examen de ascenso a teniente. Si Quinn fallecía, uno de los dos sería ascendido de forma inmediata.

Vio a Couzens, que también observaba desde el pasamanos de sotavento; el
Trojan
se mecía incómodo en el agua y sus maderos gemían, quejosos por la presión del aparejo que se mantenía en facha mientras duraba el trasvase de hombres y pertrechos.

Couzens ya debía de conocer su sustitución, pues, sin aliento, dijo:

—Me gustaría acompañarles, señor.

Bolitho le miró con semblante grave. A pesar de tener sólo trece años, Couzens valía el doble que Weston. Éste era un joven de diecisiete años con pelo claro, rechoncho y abúlico, que se volvía caprichoso y autoritario a poco que se le dejaba algo suelto.

—Quizá la próxima vez —respondió mirando a la distancia—. Ya veremos.

Le sorprendió no pensar jamás en la posibilidad de que alguien le sustituyese a él, como tampoco se le ocurría que algún día podía estar en la lista de muertos en acto de servicio.

Morir en combate era una cosa y ser sustituido por alguien, especialmente alguien conocido y de la misma dotación, era como un jarro de agua fría.

A lo lejos vio cómo Stockdale esperaba sentado en el tejadillo de la goleta. El hombretón tenía los brazos cruzados, y su tronco oscilaba al ritmo del imparable balanceo. No se impacientaba. Su instinto natural le decía que el teniente Bolitho pronto cruzaría hasta la goleta y se reuniría con él.

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