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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Corsarios Americanos (12 page)

BOOK: Corsarios Americanos
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Ahora eran los infantes de marina quienes descendían hacia los botes, perseguidos por los habituales insultos que les dedicaban los marineros.

El capitán D'Esterre llegó hasta el pasamanos acompañado de su sargento y se colocó junto a Bolitho.

Gracias a usted, Dick, mis muchachos podrán por fin ejercitarse, confío.

El militar saludó con un gesto al teniente de infantería, subordinado suyo, que se quedaba a bordo con el resto de los infantes de marina.

—¡Cuídese! ¡Tengo la intención de vivir más que usted!

El teniente de infantería sonrió con una mueca al tiempo que se rozaba el sombrero:

—¡Por lo menos, señor, mientras usted se halla en misión tendré alguna posibilidad de ganar a los naipes!

El capitán y su sargento siguieron la fila de hombres que se embarcaba en el bote recién abarloado:

Bolitho, que veía cómo a lo lejos Sparke despachaba con Cairns y el piloto, profirió impetuosamente:

—Por favor, vaya a ver al señor Quinn siempre que pueda. ¿Lo hará de mi parte?

Couzens asintió tocado de pronto por la gravedad de la demanda. Era una tarea muy especial. Un encargo exclusivo para él.

—Sí, señor —respondió apartándose, pues Sparke llegaba a toda velocidad desde el alcázar. El guardiamarina todavía añadió—: Rogaré a Dios por usted, señor.

Bolitho le miró con sorpresa. También a él la decisión le emocionó.

—Gracias. Le felicito por decirlo.

Luego dirigió un saludo marcial hacia el alcázar y se apresuró hacia el bote, mientras con el gesto se despedía de las caras que veía en el pasamanos.

Tras él, de un salto embarcó Sparke, cuya casaca abultaba por el fajo de documentos y órdenes escritas que llevaba en el bolsillo interior. El bote se apartó y Bolitho vio que los grupos de marineros, a toda prisa, trepaban por las jarcias y se agrupaban en los puntos de maniobra del
Trojan
, dispuestos a desplegar de nuevo las velas en el mismo instante en que los botes volvieran.

—Por fin —dijo Sparke—. Algo que les mantendrá despiertos y les obligará a actuar.

D'Esterre estudiaba el casco de la goleta, mecida por el oleaje, con una súbita aprensión.

—¿Cómo diablos, me dirán ustedes, piensan que vamos a caber todos a bordo de ese cascarón?

Sparke mostró sus afilados dientes.

—Serán sólo unos cuantos días. La gente de mar está acostumbrada a la vida dura.

Bolitho dejó volar su imaginación hacia un lugar lejano. Evocó el paisaje de su tierra al tiempo que reemprendía la redacción de la carta para su padre; la escribía mentalmente, como lo hubiera hecho sobre el papel.

Hoy he tenido la posibilidad de quedarme a bordo del navío, pero he preferido enrolarme en la misión de la goleta apresada. Observó los mástiles y botavaras que sobresalían por encima de los esforzados remeros. Quizá me equivoque, pero creo que Sparke está tan obsesionado con su propio futuro y esperanzas que es incapaz de ver otra cosa.

El bote se abarloó al costado de la goleta, y los últimos soldados, tras trepar por la borda y salvarla de un salto, pisaron la cubierta en precario equilibrio, como soldaditos de plomo en una frágil caja.

El sargento Shears, que mandaba el destacamento, les tomó a su cargo al instante. Ya en formación, los soldados descendieron de uno en uno por la empinada escala de la escotilla central; pocos minutos después no se veía en cubierta una sola casaca roja.

Varios hombres se ocupaban de trincar firmemente uno de los cañones de nueve libras de calibre del
Trojan
, también transferido a la goleta. Con gran habilidad, los aparejos y cabos eran amarrados al cuerpo del cañón y a los ganchos y bitas disponibles en la cubierta. Cómo había logrado William Chimmo, jefe de artilleros del
Trojan
, mover aquella masa de hierro a través del agua, y luego izarla por la borda y colocarla en el lugar que ocupaba ahora demostraba su habilidad y experiencia: era un auténtico suboficial de carrera. Había destinado para el servicio del cañón a uno de sus subordinados, un hombre taciturno llamado Rowhurst. Éste miraba ahora el tubo de hierro negro y lo frotaba con un paño, preguntándose sin duda qué le ocurriría a la tablazón de cubierta de la goleta cuando la pieza hiciera fuego.

Llevó su tiempo organizar a los hombres disponibles; los recién llegados a la goleta debían aprender a conocerla, porque los que embarcaron durante el ataque ya se habían familiarizado con su maniobra. Cuando empezó, por fin, el trabajo; el
Trojan
ya navegaba viento en popa, y a cada minuto desplegaba nuevas velas en sus vergas altas. Uno de los botes colgaba todavía de sus pescantes y esperaba hallar acomodo en el combés. No había duda de que Pears tenía prisa por recuperar el tiempo perdido.

Bolitho dedicó todavía unos minutos a observar el navío en la lejanía, como había hecho Quinn de niño con los grandes veleros que descendían por el Támesis. Bellos y poderosos ingenios que llevaban en sus vientres tantas esperanzas y tanto dolor como los que cabían en una ciudad amurallada. Ahora Quinn yacía en el sollado luchando por su vida. O quizá ya había muerto.

El señor Frowd se acercó y saludó.

—Todo listo para hacernos a la vela, señor —dijo mirando de reojo a Sparke, que estudiaba ensimismado el pliego de órdenes escritas.

—Estamos listos, señor —avisó Bolitho.

Sparke alzó su ceño fruncido, molesto por la interrupción.

—Pues tenga la bondad de colocar a la gente en sus puestos.

Frowd se frotó las manos y admiró las enormes velas fijas a las botavaras y los marineros que esperaban junto a ellas.

—Este bicho va a volar —dijo antes de recuperar su voz formal—. Mi propuesta, señor, es tener en cuenta el viento actual y gobernar hacia el sudeste. Eso nos ayudará a librar del todo la bahía y así podremos navegar hacia Nantucket.

—Muy bien —asintió Bolitho—. En cuanto arranque, hágalo virar por proa y navegue amurado a estribor.

Sparke pareció salir de su trance y cruzó la cubierta en cuanto Frowd se hubo apartado para dirigir la maniobra.

—Es un buen plan —afirmó adelantando su barbilla afilada—. El difunto, y nada llorado, capitán Tracy dejó por escrito todo lo referente al encuentro con sus compinches. ¡Sólo le ha faltado mencionar el color de ojos de sus compatriotas!

Se agarró a uno de los estayes para sostenerse. La rueda giraba hacia babor, y las velas, junto con sus botavaras, se abrieron sobre al agua que gorgoteaba por el costado; en un momento se hincharon y se endurecieron como forjadas en acero.

Bolitho advirtió que incluso el orificio causado por el cañonazo del bergantín enemigo había sido reparado con habilidad durante las últimas horas. La eficacia de los marinos británicos puestos al servicio de un objetivo, reflexionó, no tenía límite.

La
Faithful
parecía responder bien a los cuidados de sus nuevos dueños. En cuanto la espuma desfiló ya por debajo de su roda y remojó la cubierta brotando en pequeños ríos por los imbornales de sotavento, su casco orzó hacia el viento y viró como un pura sangre. En un instante las velas se llenaron de nuevo y vibraron al viento.

Fueron precisos numerosos reglajes y cambios de tensión de drizas para dejar satisfecho al señor Frowd, que deseaba aprovechar al máximo el viento del nuevo rumbo. Tras navegar a las órdenes del señor Bunce, el segundo piloto nunca dejaba las cosas a medias.

Sparke observaba los movimientos de la dotación sin pestañear, erguido en su posición junto al espejo de popa.

—Puede dar descanso a la guardia franca, señor Bolitho —dijo.

Luego se volvió hacia atrás y, haciendo pantalla con la mano para mejorar la visión, buscó la silueta del
Trojan
. Éste se escondía ya entre un nubarrón hinchado de lluvia y parecía poco más que una sombra, un bosquejo, un cuadro inacabado.

Sparke se movió pesadamente y alcanzó la escotilla de la cámara.

—Si me necesita, estaré abajo.

Bolitho respiró lentamente. Sparke había dejado de ser teniente de navío. Ahora: era el comandante de a bordo.

—¡Señor Bolitho, señor!

Bolitho se dio la vuelta en el colchón desconocido en que yacía y parpadeó ante la luz de una linterna medio tapada. Vio la silueta del guardiamarina Weston inclinada sobre él, mientras su sombra, como un espectro, se arqueaba y oscilaba por toda la cabina.

—¿Qué ocurre?

Bolitho luchó por arrancar su mente de la deliciosa profundidad del sueño. Se incorporó y se frotó los ojos. Notaba la garganta irritada por el hedor a humedad y podredumbre que impregnaba la cabina demasiado cerrada.

Weston le miraba con respeto.

—Un saludo de parte del teniente, señor, que desea su compañía en cubierta.

Bolitho extendió sus piernas hacia el suelo de la cabina y estudió un instante el movimiento de la goleta. Faltaría poco para amanecer, pensó, y Sparke se hallaba ya en pie. Eso resultaba extraño. Casi siempre dejaba que Frowd y Bolitho se ocupasen de los asuntos de las guardias nocturnas y los cambios rutinarios de bordada o rumbo.

Weston no decía nada; tampoco Bolitho sentía deseos de preguntar qué ocurría. Eso habría dado al guardiamarina una impresión de duda y falta de seguridad, que ya sufría el pobre por su cuenta.

Gateó por la escotilla, nada más asomar en cubierta, parpadeó ante la oleada de viento y gotas afiladas como agujas que le vino a saludar. El cielo parecía no haber cambiado desde que se retiró. Encapotado con nubes bajas, ni un atisbo de estrellas.

Escuchó el temblor del velamen y el crujido de los mástiles. El casco de la goleta embistió en aquel momento el seno de una ola con un movimiento de hombre borracho; tal fue la violencia del golpe que faltó poco para que le tumbara sobre la cubierta.

Llevaban tres días sufriendo el mismo castigo. El viento había sido más a menudo enemigo que amigo, lo cual obligó a cambiar de amura una y otra vez. En cada bordada recorrían millas y millas, primero hacia mar abierto y luego hacia tierra. A menudo sólo lograban avanzar unos cientos de metros; otras veces retrocedían en su marcha.

Sparke se volvió más y más intratable a medida que, con el paso de los días, el rumbo les llevaba primero hacia el sur y luego hacia el suroeste, donde se hallaba la costa y la desembocadura del Delaware.

La gente, incluidos los marineros más disciplinados, se resintieron del negro humor de su jefe y murmuraban con descontento. El teniente se mostraba intolerante con todo el mundo. Parecía obsesionado con la responsabilidad que le daba el mando de la misión. Temía fracasar.

Bolitho anduvo por la resbaladiza superficie de tablas y, forzado por el bramido del viento, preguntó a voz en grito:

—¿Preguntaba usted por mí, señor?

Sparke se dio la vuelta sin soltar la mano con que se agarraba a los obenques de barlovento. Su pelo, normalmente tan cuidado, volaba suelto en el viento. Su respuesta sonó malhumorada:

—¡Por supuesto, maldición! ¡Y hace rato que le espero!

Bolitho reprimió la súbita cólera que le invadía; la mayoría de los hombres de guardia en cubierta debían de haber oído la furiosa reprimenda del teniente, estaba seguro. Esperó y procuró sondear el estado de ánimo del teniente, enfermizamente obsesionado en cargar el velero con el máximo trapo que el viento permitía.

—El segundo piloto propone continuar navegando de esta bordada hasta mediodía —explicó Sparke con brusquedad.

Bolitho obligó a su cerebro a visualizar la línea, quebrada como el filo de un serrucho, que la derrota de la
Faithful
dibujaba sobre la carta. Así pudo responder con voz segura:

—El señor Frowd lo dice porque de esa forma corremos menos riesgo de encontrarnos con embarcaciones americanas o, peor aún, con alguna patrulla británica de vigilancia.

—¡El señor Frowd es un idiota! —De nuevo Sparke estaba fuera de sí—. ¡Y si usted está de acuerdo con él, también lo es, maldita sea!

Bolitho tragó saliva y se obligó a contar unos segundos, como lo hacía cuando esperaba el impacto de un cañonazo.

—Tengo que estar de acuerdo con él, señor. Es un hombre de gran experiencia.

—¡Y yo carezco de ella, por lo que veo! —Sparke alzó la mano que le quedaba libre—. Ni se moleste en discutir conmigo. He tomado ya la decisión. Vamos a virar por avante dentro de una hora para dirigirnos en línea recta al lugar del encuentro. Eso nos permitirá ganar un tiempo considerable. ¡Navegando de este bordo podemos perder un día!

Bolitho intentó hacerle recapacitar:

—El enemigo no sabe cuándo vamos a llegar, señor. Ni siquiera puede saber si vamos a llegar o no. En la guerra no hay lugar para ese tipo de planificación.

Sparke ni le había oído.

—Como hay Dios, no les pienso dejar escapar ahora. Ya he esperado demasiado. Estoy harto de ver cómo los demás ocupan los puestos de honor y reciben galones dorados tan sólo porque conocen a alguien en el Almirantazgo o en la Corte. Pues bien; señor Bolitho, yo no conozco a nadie. Yo me he trabajado solo el camino. ¡Me he ganado cada uno de los ascensos con mi propio esfuerzo!

Pareció darse cuenta entonces de lo que acababa de decir. Se había mostrado desnudo y sin disimulos, tal como era, ante un subordinado. Enseguida añadió:

—¡A ver! ¡Todo el mundo a cubierta! Diga al señor Frowd que venga con la carta. —Le clavó la mirada, con su cara pálida, que destacaba en la penumbra de la mañana—: Se han acabado las discusiones. ¡Dígale eso también a él!

—¿Ha comentado el plan con el capitán D'Esterre, señor?

—¡Por supuesto que no! —rió Sparke—. No es un hombre de mar. ¡Por lo que a mí respecta, D'Esterre es un soldado!

Bolitho descendió a la cámara y penetró en el cubículo contiguo al camarote del piloto, que servía de cuarto de derrota en la
Faithful
. Allí, junto a Frowd, estudió los cálculos e instrucciones de rumbo. Ésa había sido su tarea diaria a bordo desde que abandonaron la compañía del
Trojan
.

—Es cierto —murmuró Frowd—, llegaremos allí mucho más rápido, señor. Pero…

Bolitho se agachaba para evitar golpearse contra los baos del techo. Todo su cuerpo acusaba el violento zarandeo del velero. El agua se hallaba a poca distancia, al otro lado de las maderas del casco.

—Sí, claro, señor Frowd: siempre hay algún pero. No habrá más remedio que contar con la suerte.

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