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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

Corsarios de Levante (11 page)

BOOK: Corsarios de Levante
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Dos días más tarde, cuando la
Mulata
dejó atrás la costa de Berbería y arrumbó a tramontana cuarta al maestre, en la derrota de Cartagena, Diego Alatriste tuvo tiempo de sobra para observar al moro Gurriato, porque éste remaba en el quinto banco de la banda derecha, junto al bogavante. Iba sin cadenas, a título de lo que en galera se llamaba buena boya, palabra tomada del italiano
buonavoglia
: chusma voluntaria, escoria de los puertos o gente desesperada y fugitiva que entraba a servir al remo por una paga —en las galeras turcas se les decía morlacos, o chacales—, acogiéndose a galera como otros en tierra firme lo hacían a iglesia. Ésa había sido la forma de que embarcase el mogataz, resuelto como estaba a acompañar a Diego Alatriste y probar fortuna donde éste recalase. Arreglado el problema de la licencia de Sebastián Copons —el sargento mayor Biscarrués se había dado por satisfecho con quinientos ducados limpios, más las pagas atrasadas de aquél—, aún sonaban algunos escudos en la bolsa de Alatriste; de modo que no habría sido difícil, en caso necesario, ensebar manos para facilitar las cosas. Pero no hizo falta. El mogataz tenía recursos propios sobre cuyo origen no dio explicaciones, y tras desatar un pañuelo que llevaba enrollado en la cintura, bajo la faja, liberó unas cuantas monedas de plata que, pese a haber sido acuñadas en Argel, Fez y Tremecén, convencieron al cómitre y al alguacil de la galera de acogerlo a bordo con las bendiciones oportunas al caso; para lo que fue mano de santo una fe de bautismo salida de no se sabía dónde, a la que nadie puso objeciones pese a ser más falsa que beso de Judas. Eso bastó para anotar su nombre —Gurriato de Orán, pusieron— en el libro del cómitre, con sueldo de once reales al mes. Y así quedó establecido que a partir de entonces el mogataz, aunque cristiano nuevo y hombre de remo, era buen católico y fiel voluntario del rey de España; extremos que el interesado procuró no desmentir: precavido y sutil, había adecuado su apariencia a la nueva situación, rapándose el mechón guerrero hasta quedar su cabeza monda como la de cualquier galeote, y sustituyendo turbante, sandalias, aljuba y zaragüelles morunos por calzones, camisa, bonete y almilla colorada; de modo que no conservaba de su vieja indumentaria más que la gumía, metida como siempre en la faja, y el albornoz de rayas grises, en el que dormía envuelto o se abrigaba con mal tiempo cuando, como ahora, el viento próspero lo dejaba libre del remo. En cuanto al tatuaje en la cara y los aros de plata de las orejas, el mogataz no era el único en lucir aquella clase de marcas.

—Vaya moro extraño —comentó Sebastián Copons.

Estaba sentado a la sombra de la vela del trinquete, jubiloso por dejar atrás Orán. El árbol que sostenía la entena y la enorme lona henchida por el levante crujía a su espalda con el soplo del viento y el movimiento del mar.

—No más que tú y yo —respondió Alatriste.

Llevaba todo el día observando al mogataz, queriendo tomarle las hechuras. Visto desde allí, apenas se diferenciaba del resto de la chusma: forzados, esclavos, gentuza que remaba obligada y con calceta de hierro en un pie o manilla en la muñeca. Pocos eran los buenas boyas que batían lenguados por necesidad o gusto: apenas media docena entre los doscientos remeros de la
Mulata
. A ésos había que añadir los voluntarios forzosos; explicándose esta contradicción por el españolísimo hecho de que, debido a la escasez de brazos en las galeras del rey, y cual sucedía con los soldados de los presidios de Berbería, a algunos galeotes que habían cumplido condena no se les dejaba marchar, manteniéndolos a partir de entonces con la paga de un remero libre. En principio eso era sólo hasta que llegasen otros a ocupar sus puestos; pero como rara vez ocurría pronto, se daba el caso de antiguos forzados que, cumplidas condenas de dos, cinco y hasta ocho o diez años de galera —las de diez las aguantaban pocos, pues eran el acabóse—, seguían allí sin remedio, algunos meses o años más.

—Fíjate —dijo Copons—. Ni se inmuta cuando hacen la zalá… Como si de verdad no fuera de ellos.

En ese momento, con el viento favorable, los remos frenillados y sin necesidad de bogar, forzados y buenas boyas estaban ociosos. La chusma se tumbaba sobre los bancos, hacía sus necesidades en la banda o en las letrinas de proa, se despiojaba entre sí, remendaba su ropa o hacía trabajos para marineros y soldados. A los esclavos de confianza, desherrados, se les permitía ir y venir por la galera, lavando ropa con agua del mar o ayudando al cocinero a preparar las habas cocidas del rancho, que humeaba en el fogón situado a babor de la crujía, entre el árbol maestro y el estanterol. Dos docenas de galeotes —casi la mitad del centenar de turcos y moros que iba al remo— aprovechaban para hacer una de sus cinco oraciones diarias de cara a levante, arrodillados, levantándose e inclinándose en sus bancos.
Lá, ilah-la, ua Muhamad rasul Alá
, decían a coro: no hay otro dios que Dios, y Mahoma es su profeta. Desde corredores, ballesteras y crujía, soldados y marineros los dejaban hacer sin estorbárselo. Tampoco los forzados muslimes tomaban a mal, cuando una vela aparecía en el horizonte, o rolaba el viento y se daba orden de calar palamenta, que los anguilazos del cómitre interrumpieran la oración para devolverlos al remo hasta acompasar tintineo de cadenas. En galera, todos conocían las normas del oficio.

—No es de ellos —opinó Alatriste—. Creo que de verdad no es de ninguna parte, como dice.

—¿Y ese cuento de que en su tribu eran antes cristianos?

—Puede ser. Ya has visto la cruz de su cara. Y anoche contó algo sobre una campana de bronce que escondían en una cueva… Los moros no tienen campanas. Y es verdad que en tiempo de los godos, cuando llegaron los sarracenos, hubo gente que no renegó y se refugió en las montañas… Puede que con tantos siglos se perdiese la religión, pero quedaran cosas como ésa. Tradiciones, recuerdos… Ya le has visto la barba pelirroja.

—Podría ser su madre cristiana.

—Podría… Pero míralo. Está claro que no se siente moro.

—Ni cristiano, ridiela.

—No me jodas, Sebastián. ¿Cuántas veces has ido tú a misa en los últimos veinte años?

—Cuantas no he podido evitarlo —admitió el aragonés.

—¿Y cuántos preceptos de la Iglesia has quebrantado desde que eres soldado?

Contó el otro con los dedos, muy serio.

—Todos —concluyó, sombrío.

—¿Y eso te estorba ser buen soldado de tu rey?

—Vive Dios.

—Pues eso.

Diego Alatriste siguió observando al moro Gurriato, que contemplaba el mar sentado en la postiza de su banda, los pies colgando sobre el agua. Era la primera vez que el mogataz embarcaba, según dijo; mas pese a la marejada que por el poco viento los zarandeó apenas dejaron atrás la cruz de Mazalquivir, no le había revesado el estómago, como otros. El truco, al parecer, era una receta comprada a un moro bagarino: ponerse un papel de azafrán sobre el corazón.

—De todas formas es hombre sufrido —dijo Alatriste—. Se adapta bien.

Copons emitió un gruñido.

—Y que lo digas. Yo mismo, hace un rato, eché el hámago —sonrió, torcido—… Ni eso quiero llevarme de Orán.

Asintió Alatriste. En otro tiempo, a él mismo le había costado hacerse a la dura vida de galera: la falta de espacio e intimidad, el pan de bizcocho con gusanos, ratonado, duro y mal remojado, el agua cenagosa y desabrida, la grita de los marineros y el olor de la chusma, la comezón de la ropa lavada con agua salada, el sueño inquieto sobre una tabla y con una rodela por almohada, siempre a cuerpo gentil bajo el sol, el calor, la lluvia y el relente de las frías noches en el mar, que con la cabeza al sereno dejaban congestión o sordera. Sin contar las bascas del estómago con mal tiempo, la furia de los temporales y los peligros de la guerra, combatiendo sobre frágiles tablas que se movían bajo los pies amenazando arrojarte al mar a cada instante. Y todo eso, en compañía de galeotes que eran la peor cofradía posible: esclavos, herejes sentenciados, falsarios, azotados, testimonieros, renegados, fulleros, perjuros, rufianes, salteadores, acuchilladizos, adúlteros, blasfemos, asesinos y ladrones, que nunca dejaban pasar de largo unos dados o una grasienta baraja. Sin que los marineros o soldados fuesen mejores, pues cada vez que bajaban a tierra —en Orán habían tenido que ahorcar a uno para dar escarmiento—, no había gallinero que no asolaran, huerta que no yermaran, vino que no traspusieran, comida y ropa que no alzasen, mujer que no gozaran, ni villano al que no vejaran o acuchillasen. Que la galera, rezaba el antiguo refrán, déla Dios a quien la quiera.

—¿De verdad crees que valdrá para soldado?

Copons seguía mirando al moro Gurriato, y Alatriste también. Éste hizo un ademán indiferente.

—El sabrá. De momento conoce mundo, como quería.

El aragonés señaló despectivo la cámara de boga y luego se tocó la nariz con gesto elocuente. De no ser por el viento que hinchaba las velas, el hedor de la gente hacinada entre remos, rollos de cabo y fardos, unido al que subía de la sentina, habría sido pesado de respirar.

—Exageras con lo de conocer mundo, Diego.

—Todo se andará.

Copons se recostaba de codos en la tablazón, aún suspicaz.

—¿Por qué lo hemos traído? —preguntó al fin.

Alatriste encogió los hombros.

—Nadie lo trae. Es libre de ir donde le place.

—¿Y no es extraño que nos haya elegido de camaradas, así por las buenas?

—No han sido tan buenas… Y piensa un poco, pardiez. Son los camaradas quienes te eligen a ti.

Se quedó mirando al mogataz un rato más, y al cabo torció el gesto.

—De todas formas —añadió pensativo— es prematuro llamarlo así.

Copons se quedó reflexionando sobre eso. Al cabo gruñó de nuevo, y no volvió a abrir la boca durante un buen rato.

—¿Sabes lo que pienso, Sebastián? —inquirió Alatriste.

—No, cagüentodo. Nunca sé qué diablos piensas.

—Que algo en ti ha cambiado… Hablas más que antes.

—¿De verdad?

—Como te digo.

—Será Orán. Demasiado tiempo allí.

—Puede ser.

El aragonés arrugó el entrecejo. Luego se quitó el pañuelo que llevaba en torno a la cabeza, enjugándose el sudor del cuello y la cara.

—¿Y eso es bueno, o malo? —preguntó tras un instante.

—No lo sé. Pero es distinto.

Miraba Copons su pañuelo como si allí estuviese la explicación de algo complicado.

—Me hago viejo, supongo —murmuró al fin—. Son los años, Diego. Ya viste a Fermín Malacalza, ¿no?… Recuerda cómo era él, antes.

—Claro. Demasiadas cosas en la mochila, imagino… Será eso.

—Será.

Yo estaba al otro extremo de la nave, cerca del estanterol, observando al piloto tomar la altura con la ballestilla y componérselas con la aguja. A mis diecisiete años era mozo despierto y curioso, interesándome la ciencia de todo el que tuviera conocimientos de algo. Así ocurrió durante la mayor parte de mi vida, y a esa curiosidad debo haber aprovechado luego algunos golpes de fortuna. Además del arte de marear, del que mientras anduve embarcado adquirí rudimentos útiles, en aquel cerrado mundo tuve ocasión de conocer no pocas cosas: desde el modo en que el barbero trataba las heridas —en el mar, debido al aire húmedo y la sal, no curaban lo mismo que en tierra— hasta el estudio, párvulo en Madrid, bachiller en Flandes y licenciado en las galeras del rey, de la peligrosa variedad con la que Dios o el diablo adornan el género humano. Gente que bien podría decir, como el forzado de aquella jácara de don Francisco de Quevedo:

Letrado de las sardinas

no atiendo sino a bogar,

graduado por la cárcel,

maldita universidad.

Contemplé de lejos, entre galeotes, marineros y soldados, al moro Gurriato sentado impasible en la postiza, mirando el mar, y al capitán Alatriste y Copons, que parlaban bajo la vela del trinquete al final de la crujía. Debo decir que yo aún estaba impresionado por la visita a Fermín Malacalza. No era, por supuesto, el primer veterano que conocía; pero haberlo visto en la miseria de Orán, pobre e inválido después de una vida de servicio, con familia y sin esperanza de que la suerte cambiase, ni otro futuro que pudrirse como carne al sol o verse cautivo con su familia si los moros tomaban la plaza, me hacía pensar más de lo debido. Y pensar, según el oficio de cada cual, no siempre es cómodo. Metidos en versos, diré que durante un tiempo, siendo más mozo, yo había recitado a menudo unas octavas soldadescas de Juan Bautista de Vivar que me holgaban sobremanera:

A saber emplear la amada vida

enseña, por su Dios y por su tierra,

la vida militar enriquecida

de sangre, fuego, de armas y de guerra.

… Y algunas veces, diciéndolas enardecido ante el capitán Alatriste, sorprendí una mueca irónica bajo el mostacho de mi antiguo amo; aunque éste se abstuvo siempre de comentarios, pues opinaba que nadie escarmienta con palabras. Consideren vuestras mercedes que cuando estuve en Oudkerk y Breda yo era todavía un rapazuelo liviano y novelero; y lo que para otros suponía tragedia y crudelísima vida, para mí, sufrido como tantos españoles en soportar penurias desde la cuna, era fascinante peripecia que mucho tenía de juego y de aventura. Pero a los diecisiete años, más cuajado el carácter, vivo de espíritu y con razonable instrucción, ciertas preguntas inquietantes se me deslizaban dentro igual que una buena daga por las rendijas de un coselete. La mueca irónica del capitán empezaba a tener sentido, y la prueba es que tras la visita al veterano Malacalza nunca volví a recitar esos versos. Tenía edad y luces suficientes para reconocer en aquel despojo la sombra de mi padre, y también la del capitán Alatriste, la de Sebastián Copons o la mía, tarde o temprano. Nada de eso cambió mis intenciones: seguía queriendo ser soldado. Pero lo cierto es que, después de Orán, consideré si no sería acertado plantearme la milicia más como un medio que como un fin; como una forma eficaz de afrontar, sostenido por el rigor de una disciplina —de una regla—, un mundo hostil que aún no conocía del todo, pero ante el que, intuía, iba a necesitar lo que el ejercicio de las armas, o su resultado, ponían a mi alcance. Y por la sangre de Cristo que tuve razón. Todo eso fue útil después, a la hora de afrontar los tiempos duros que vinieron, tanto para la infeliz España como para mí mismo, en afectos, ausencias, pérdidas y dolores. Y todavía hoy, a este lado de la frontera del tiempo y de la vida, cuando fui algunas cosas y dejé de ser muchas más, me enorgullezco de resumir mi existencia, como las de algunos hombres valientes y leales que conocí, en la palabra soldado. Pues no en vano, pese a que con los años llegué a mandar una compañía, e hice fortuna, y fui honrado como teniente y luego capitán de la guardia del rey nuestro señor —que no es mala carrera, cuerpo de Dios, para un vascongado huérfano y de Oñate—, firmé siempre cuanto papel particular salió de mis manos con las palabras
alférez Balboa
: el humilde grado que ostentaba el diecinueve de mayo de mil seiscientos cuarenta y tres, cuando, junto al capitán Alatriste y los restos del último cuadro de infantería española, sostuve nuestra vieja y rota bandera en la llanura de Rocroi.

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