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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

Corsarios de Levante (23 page)

BOOK: Corsarios de Levante
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Pero quedé en referir a vuestras mercedes lo que confesó el renegado español capturado en el caramuzal; información cuyas consecuencias, aunque eso no podíamos saberlo todavía, iban a afectar a nuestro futuro de forma dramática y a costar la vida de muchos hombres valientes. Fue el caso que, para aliviarse el negro futuro que le deparaba la Inquisición y mejorar su condición al remo —lo habían encadenado al peor sitio de boga, la banda del banco de corulla—, el renegado pidió hablar con el capitán Urdemalas para contarle, en secreto, algo de suma importancia. Llevado ante él, y tras pormenorizar su vida con los embustes habituales en tales casos, apuntó algo que nuestro capitán de mar y guerra juzgó verosímil: un gran bajel turco se aprestaba para subir hacia Constantinopla desde Rodas, llevando a bordo ricas mercaderías y personas de calidad, entre las que se contaba una mujer que era, de eso no estaba seguro el renegado, familiar o esposa del Gran Turco, o la enviaban para serlo. Y según supimos pronto —no hay secreto seguro en la promiscuidad de una galera—, el de Ciudad Real aconsejó al capitán Urdemalas que, si deseaba ampliar información, apretara los cordeles al patrón del caramuzal, que era el otro renegado, puesto en el mismo banco: un marsellés que al retajarse había cambiado su nombre cristiano por el de Alí Masilia, y con el que, por lo visto, el español tenía sus más y sus menos, que ahora tan gentilmente se cobraba.

Lo del bajel turco eran palabras mayores; así que el tal Masilia fue puesto a tormento. Pareció algo bravo al principio, sosteniendo que no sabía nada y que a él no le abrían la boca ni cristiano vivo ni madre que lo parió; pero al primer garrotillo que le dio sobre los ojos el alguacil de la galera, amenazándolo con vaciárselos, se mostró tan locuaz y dispuesto a cooperar que el capitán Urdemalas, temeroso de que sus voces fueran oídas por todos, lo llevó abajo, encerrándose con él en el pañol del bizcocho, de donde salió al rato acariciándose la barba y con sonrisa de oreja a oreja. Aquella tarde, aprovechando que el mar estaba sin viento y como aceite, nos pusimos al pairo media legua a tramontana de Mikonos, se echaron los esquifes al agua y hubo consejo de oficiales en la carroza de la
Caridad Negra
; que era nuestra capitana, pues a bordo se encontraba don Agustín Pimentel, sobrino-nieto del viejo conde de Benavente, a quien el virrey de Nápoles y el maestre de Malta habían confiado la expedición. Además de él asistieron su capitán de galera —que lo era también de la infantería embarcada en ella— Machín de Gorostiola, el capellán fray Francisco Nistal y el piloto mayor Gorgos, un raguseo que había navegado con el capitán Alonso de Contreras y era muy plático en aquellas aguas. De las otras naves acudieron nuestro capitán Urdemalas y el de la
Virgen del Rosario
, un valenciano simpático y locuaz llamado Alfonso Cervera. Por las de Malta acudieron sus respectivos oficiales: el de la principal de ellas, la
Cruz de Rodas
, que era un caballero mallorquín llamado frey Fulco Muntaner, y el de la
San Juan Bautista
, por nombre frey Vivan Brodemont, de nación francesa. Y al término de la junta, cuando aún no habían regresado a sus respectivas galeras con los esquifes, ya circulaba por nuestra pequeña escuadra la voz gozosa de que, en efecto, un rico bajel subía de Rodas a Constantinopla, y que estábamos en buena situación para darle un Santiago antes de que enfilase las bocas de los Dardanelos. Eso nos hizo aullar de júbilo, y era de ver cómo soldados y marineros nos jaleábamos unos a otros de galera a galera, deseándonos buena fortuna. Con lo que esa misma tarde, antes de la oración, se mandó regalar a la gente de remo con vino candiota, queso salado de Sicilia y unas onzas de tocino, y luego, restallando los corbachos de proa a popa, las cinco galeras arrumbaron hacia la noche que venía de levante, a boga arrancada, con la chusma quebrándose el espinazo. Como jauría de lobos olfateando una presa.

El amanecer me encontró donde solía, en la ballestera de estribor más a popa, viendo la luz asentarse en el horizonte mientras observaba al piloto hacer su primer ritual del día; pues, como ya dije, me fascinaba observarlo bendecir la rosa al reconocer uno u otro cabo si navegábamos cerca de tierra; o, engolfados, tomar la estrella, calar la ballestilla, asestar el norte, ajustar a mediodía el astrolabio y hacer que el sol entrara por sus muescas para tomar el punto. Era muy temprano, y la chusma seguía dormida en sus bancos y remiches, ya que ahora navegábamos velas arriba con suave crujido de lona y jarcia, empujados por un razonable viento griego que, pues la galera podía ceñirlo hasta cinco cuartas, nos llevaba amurados a nuestro rumbo, recogidos los remos y escorada la nave a la banda diestra. También dormía casi toda la gente de cabo y guerra, y los grumetes de guardia, arriba en las gatas, oteaban el horizonte en busca de velas o de tierra, atentos al lugar por donde el sol salía, que con su deslumbre podía ocultar peligrosamente una presencia enemiga. Yo, todavía con mi ruana sobre los hombros —dormía envuelto en ella, amontonado con todos, y si la dejara en el suelo habría caminado sola por los piojos y las chinches—, me apoyaba en un filarete húmedo de relente, viendo los colores rosados y naranjas que adornaban la aurora, y preguntándome si también ese día iba a ser cierto el refrán que, entre muchos otros, había aprendido a bordo: arreboles por la noche, a la mañana son soles; por la mañana, a la tarde son agua.

Eché un vistazo a la banda de la galera. El capitán Alatriste se había despertado ya, y desde lejos lo vi sacudir su manta y doblarla antes de inclinarse sobre la regala y, con un balde atado a un trozo de cabo, subir agua de mar y remojarse la cara —en una galera el agua dulce era un bien precioso—, frotándose luego muy bien con un lienzo para evitar que la sal se quedara en la piel. Después, recostado en la batayola, sacó de la faltriquera un trozo de bizcocho seco, lo remojó con unas gotas del pellejo de vino que llevaba a medias con Sebastián Copons —nunca bebían de golpe su ración, sino que guardaban la mitad, administrándola— y se puso a morderlo, mirando el mar. Al cabo, cuando Copons, que dormía a su lado, empezó a removerse y alzó la cabeza, el capitán partió la mitad del bizcocho y se la dio. El aragonés masticó en silencio, el bizcocho en una mano y quitándose las legañas con la otra, y mi antiguo amo echó un vistazo alrededor. Entonces, cuando reparó en que yo estaba hacia la parte de popa y lo observaba, aparté la mirada.

Habíamos hablado poco desde Nápoles. El escozor de nuestra última conversación me incomodaba todavía, y durante los últimos días en tierra apenas llegamos a vernos, pues yo posaba en los barracones militares de Monte Calvario, junto al moro Gurriato, y para comer o beber evitaba las hosterías y bodegones que el capitán frecuentaba. Eso me sirvió, en cambio, para estrechar relación con el mogataz, que seguía —ahora no como buena boya, sino con soldada de cuatro escudos al mes— a bordo de la
Mulata
, donde ambos compartíamos el mismo rancho; y donde ya habíamos tenido ocasión de pelear juntos, aunque por corto espacio, durante la captura de una de las presas: un sambequín de albaneses y turcos que encontramos cuando hacíamos descubierta a levante de la isla de Milo; y que por estar metido en el canal de Argentera, con peligro de que nuestra galera diese en un seco, tomamos al abordaje con el esquife. Negocio ese de poco fuste, pues no llevaba otra carga que pieles sin curtir, y del que volvimos a bordo con doce hombres para echar al remo, sin pérdida de nuestra parte. En esa ocasión, y consciente de que el capitán Alatriste miraba desde lejos, salté al sambequín de los primeros, seguido por el moro Gurriato, y procuré distinguirme cuanto pude a la vista de todos; de manera que fui yo quien cortó las escotas de la presa para que nadie las cazara, y luego, llegándome al patrón entre los tripulantes que esgrimían chuzos y alfanjes —aunque sin mucho denuedo, pues flaquearon cuando nos vieron abordar—, dile tan buena cuchillada en los pechos que medio expiró el ánima, justo cuando abría la boca para pedir cuartel, o eso me pareció. Con lo que regresé a la galera en buena opinión de mis camaradas, más subido que un pavo real y mirando de soslayo al capitán Alatriste.

—Creo que deberías hablar con él —dijo el moro Gurriato.

Se había despertado y estaba junto a mí, revuelta la barba, brillante la piel por la grasa del sueño y la humedad del amanecer.

—¿Para qué?… ¿Para pedirle perdón?

—No —se desperezó entre bostezos—. Digo hablar, sólo.

Me eché a reír con mala intención.

—Si tiene algo que decir, que venga él y me lo diga.

El moro Gurriato hurgaba entre los dedos de sus pies, minucioso.

—Tiene más años que tú, y más conocimiento. Por eso lo necesitas: sabe cosas que tú y yo no sabemos… Uah. Por mi cara que sí.

Me eché a reír, el aire suficiente. Sobrado como gallo a las cinco de la madrugada.

—Te equivocas, moro. Ya no es como antes.

—¿Antes?… ¿Cómo era antes?

—Igual que mirar a Dios.

Me observaba con la curiosidad usual. Una de sus características singulares, y para mí la más simpática, consistía en la atención obstinada que dedicaba incluso a cosas de ínfima apariencia. Todo parecía interesarle: desde la composición de un grano de pólvora hasta los complejos resortes del corazón humano. Preguntaba, acogía la respuesta y opinaba luego, si era oportuno, con total seriedad, ajeno a reservas o preocupación. Sin dárselas de discreto, ingenioso ni valiente. Ecuánime ante la sensatez, la estupidez o la ignorancia de los demás, el mogataz poseía la paciencia infinita de alguien resuelto a aprender de todo y de todos. La vida escribe en cada cosa y cada palabra, le oí decir en cierta ocasión; y hombre de provecho es quien procura leer y escuchar en silencio. Extraña conclusión o filosofía en alguien como él, que no sabía leer ni escribir pese a conocer la lengua castellana, la turquesca y la algarabía moruna, amén de la lengua franca mediterránea, y a quien habían bastado unas semanas en Nápoles para iniciarse de modo razonable en la parla italiana.

—¿Y ahora ya no se parece a Dios?

Seguía observándome con mucha atención. Hice un ademán vago, vuelto hacia el mar. Los primeros rayos de sol nos daban en la cara.

—Veo en él cosas que antes no veía, y ya no encuentro otras.

Movió la cabeza casi con pesadumbre. Tranquilo y fatalista como siempre, iba y venía entre el capitán Alatriste y yo, siendo nuestro único vínculo a bordo, aparte las necesidades del servicio; pues Copons, en su ruda tosquedad aragonesa, carecía de sutileza para mejorar el ambiente: sus torpes intentos de conciliación topaban con la contumacia de mi mocedad. El moro Gurriato, sin embargo, era tan poco instruido como Copons, pero más perspicaz. Me había tomado la medida y era paciente; por eso se mantenía, discreto, entre ambos, cual si facilitar ese contacto fuese un modo de pagar al capitán, que no a mí, una extraña deuda que la complicada cabeza del mogataz creía —y lo creyó toda su vida, hasta Nordlingen— tener pendiente con el hombre al que había conocido en la cabalgada de Uad Berruch.

—Alguien como él merece respeto —comentó, cual si concluyera un largo razonamiento interior.

—Yo también lo merezco, pardiez.


Elkhadar
—encogía los hombros, fatalista—. Suerte. El tiempo lo dirá.

Golpeé con un puño el filarete.

—No nací ayer, moro… Soy hombre e hidalgo como él.

Se pasó una mano por el cráneo afeitado, que se rasuraba cada día con navaja y agua de mar.

—Hidalgo, naturalmente —murmuró.

Sonreía. Sus ojos oscuros y dulces, casi femeninos, relucieron como los aros de plata en sus orejas.

—Dios ciega —añadió— a los que quiere perder.

—Al diablo con Dios y con todo.

—A veces damos al diablo lo que el diablo ya tiene.

Y dicho eso, levantándose, cogió un manojo de estoperol y anduvo por la crujía hacia el jardín, junto al espolón, en vez de proveerse como tantos hacían, acuclillado entre los bacalares de las bandas. Pues otra de las señas del moro Gurriato era ser pudoroso como la madre que lo parió.

—Puede que tengamos suerte —dijo el capitán Urdemalas—. Por lo que dicen, hace tres días el bajel aún estaba en Rodas.

Diego Alatriste mojó el mostacho en el vino que el capitán de la
Mulata
había hecho servir en la cámara de la carroza, a popa, bajo el toldo que había sido de rayas rojas y blancas y ahora estaba remendado y descolorido por el sol. El vino era bueno: un blanco de Malvasía parecido al San Martín de Valdeiglesias; y conociendo la avaricia proverbial de Urdemalas, famoso por ser más reacio a soltar un maravedí que el papa su anillo piscatorio, aquello auguraba acontecimientos interesantes. Entre sorbo y sorbo, Alatriste observó con disimulo a los otros. Además del piloto, que era un griego llamado Braco, y del cómitre de la galera, habían sido convocados el alférez Labajos y los tres cabos de tropa designados para regir a los ochenta y siete hombres de infantería que iban a bordo: el sargento Quemado, el caporal Conesa y el propio Alatriste. También se hallaba presente el maestre artillero que sustituía al mutilado en Lampedusa: un tudesco que juraba en castellano y bebía en vizcaíno, pero que manejaba moyanas, sacres, culebrinas y esmeriles con la soltura de un cocinero entre cazuelas.

—Se trata, por lo visto, de un barco grande. Una mahona de las que van sin remos, con aparejo de cruz. Y con alguna artillería… La escolta una galera de fanal guarnecida por jenízaros.

—Hueso duro de roer —dijo el cómitre al oír la palabra jenízaros.

El capitán Urdemalas lo miró con mala cara. Estaba de malhumor porque llevaba una semana sufriendo un dolor de muelas que le partía la cabeza, y no se atrevía a ponerse en manos del barbero de a bordo, ni de ningún otro.

—Peores hemos roído —zanjó.

El alférez Labajos, que ya había despachado su vino, se secaba el mostacho con el dorso de una mano. Era un malagueño joven, flaco y renegrido, competente en su oficio.

—Es de esperar que se defiendan bien. Si pierden a su pasajera, les va la cabeza.

El sargento Quemado se echó a reír.

—¿De verdad es una mujer del Gran Turco?… Creía que no las dejaban salir del serrallo.

—Es la favorita del bajá de Chipre —explicó Urdemalas—. Dentro de un mes termina su mandato allí, y la envía por delante con parte de su dinero, criados, esclavos y ropa.

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