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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

Corsarios de Levante (25 page)

BOOK: Corsarios de Levante
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—¡Armados y a sus puestos! —gritó el alférez Labajos—… ¡Vamos a entrarle!

A popa, el tambor redobló el toque de ordenanza y la corneta previno para el Santiago. Los corredores hervían de gente a punto de guerra. El jefe artillero y sus ayudantes alistaban las piezas de crujía y los pedreros montados en las bandas. Los demás habíamos colocado ya las empavesadas con rodelas, jergones, mantas y mochilas que nos protegieran de los tiros turcos, y ahora acudimos en buen orden a los cofres y cestones que acababan de abrirse para que cada cual tomara sus armas fuertes. De proa a popa, al cascabeleo de la chusma que seguía bogando, empapada en sudor y con los ojos desorbitados, sumóse el resonar del hierro con el que los soldados de la galera y los marineros destinados a defensa y abordaje nos equipábamos para reñir en corto: petos, morriones, rodelas, espadas, arcabuces, mosquetes, chuzos y medias picas con el extremo del asta ensebado para que el enemigo no las agarrase por allí. Humeaban las mechas escopeteras en torno a las muñecas de los tiradores, y los botafuegos de las piezas en sus tinas de arena. El esquife y la chalupa estaban en el agua, remolcados por la popa; el cocinero había apagado el fogón y todos los fuegos con llama a bordo, y los pajes y grumetes baldeaban la cubierta con agua de mar para que ni pies descalzos ni alpargatas resbalaran en las tablas. Y a popa, en la carroza junto al piloto y el timonero, cada orden a gritos del capitán Urdemalas, bogad, hijos, bogad, cuarta a babor, me cago en Satán, ahora un poco a estribor, bogad, malditos, bogad, amolla ese cabo, tensa aquella driza, bogad que los perros ya son nuestros, bogad u os arranco la piel, bellacos, voto a Dios y a la hostia que vi alzar —que no dijera más Lutero, pues nadie blasfema como un español en temporal o combate—, nos hacía ganarle otra pulgada de ventaja al enemigo. Y así nos fuimos llegando a las manos.

Lo del bajel fue duro. Dimos en él los primeros, al tiempo que la
Caridad Negra
, algo más hacia la isla que nosotros, le entraba con el espolón a la galera turca, y de lejos nos venía el estampido de la escopetada y el griterío de Machín de Gorostiola y sus vizcaínos lanzándose al abordaje. Mientras, todos los ojos de la
Mulata
estaban clavados en los portillos negros abiertos en las bandas de la mahona: tenía seis cañones en cada una, y al ver que no podía evitar le entráramos, guiñó dos o tres cuartas a la zurda y nos largó una andanada que, aun de refilón, se nos llevó la entena del trinquete con cuatro marineros que en ese momento la bajaban para aferrarla, y cuyas tripas quedaron feamente colgadas en la jarcia. Otra como ésa nos habría hecho mucho daño, pues las galeras son frágiles de costillar; pero el capitán Urdemalas, que tenía el ojo plático, apenas vio la maniobra, previéndola, y como el timonero dudaba, lo apartó a un lado —a punto estuvo de darle una cuchillada, pues tenía la espada desnuda en la mano— y metió él mismo el timón a una banda, buscándole la popa a la mahona; que como dije era alta como la de los galeones o las urcas, pero tenía la ventaja de que no había cañones en ella y permitía arrimarnos con menos riesgo. La siguiente andanada, por la otra banda, se la llevó la
Virgen del Rosario
, lo que nos pareció más bien que mal; pues tales cosas deben repartirse entre todos, y Jesucristo dijo sed hermanos, pero nunca dijo primos.

—¡Listos para abordar! —aulló el alférez Labajos.

Ya estábamos casi a tiro de arcabuz; y si la chusma hacía bien su oficio, los artilleros turcos no tendrían tiempo de cargar bala otra vez. Me colgué una pequeña rodela a la espalda, y con el peto de acero en el pecho, un capacete en la cabeza y la espada en la vaina, me situé junto a un grupo de soldados y marineros que disponían garfios de abordaje al extremo de cabos con nudos. A proa se había recogido la vela de la entena rota, y la mayor estaba aferrada y a medio árbol. Las ballesteras hormigueaban de gente erizada de hierro. Otro grupo grande, concentrado alrededor del trinquete desmochado y en las arrumbadas, aguardaba a que descargara nuestra artillería de proa para ocupar la tamboreta y el espolón. Entre ellos alcancé a ver al capitán Alatriste, que soplaba la mecha de su arcabuz, y a Sebastián Copons anudándose en torno a la cabeza su acostumbrado pañuelo aragonés. Yo también llevaba otro bien prieto, sobre el que me ajustaba el capacete, que pesaba mucho y daba un calor infernal; pero siendo el abordaje de abajo arriba, era de avisados guarnir el campanario por si venían cigüeñas. El caso es que, ya cerca de la mahona, mi antiguo amo me vio entre la gente, como yo a él; y antes de apartar la vista observé que hacía una seña con la cabeza al moro Gurriato, que estaba a mi lado, y éste asentía. Maldito lo que os necesito a ambos, me dije. Pero no dije más, porque en ese momento dispararon el cañón de crujía y las moyanas de proa bala enramada y trozos de cadena para romper la jarcia y dejar al enemigo sin velas, petardearon pedreros, arcabuces y mosquetes, la cubierta de la galera se llenó de humo, y entre ese humo empezaron a caer saetas turcas y pelotas de plomo y piedra que chascaban al incrustarse en la tablazón o dar en carne. No quedaba otra que apretar los dientes y esperar, y así lo hice, encogido mientras recelaba que un poco de lo mucho que llegaba de lo alto me tocase a mí. Entonces la galera chocó contra algo sólido que nos estremeció con un crujido, los galeotes soltaron los remos, gritando mientras buscaban resguardarse entre los bancos, y al mirar arriba, entre los claros de la humareda, vi sobre nuestras cabezas la popa enorme del bajel, que se me antojó alta como un castillo.

—¡Santiago!… ¡Cierra!… ¡Cierra!… ¡Santiago, cierra España!

Gritaba la gente fuera de sí, amontonándose en proa. Que allí nadie, menos la chusma, iba obligado; y el que más y el que menos sabía que nos las teníamos con presa de las que hacen ricos a todos. Al fin saltaron los garfios, apoyóse también la entena del árbol maestro en la banda enemiga para que se pudiera subir por ella, acostó un poco la galera por nuestra banda diestra, y allá fueron todos, subiendo por las cintas de la mahona como por escaleras llanas, y yo fui también, y de los primeros; que Lope Balboa, soldado del rey nuestro señor, muerto en Flandes con mucho pundonor y mucha honra, no se habría avergonzado ese día de su hijo, al verme trepar por el altísimo costado de la mahona turca con la agilidad moza de mis diecisiete años, hacia ese lugar donde no hay más amigo que la propia espada, y donde vivir o morir dependen del azar, de Dios o del diablo.

El combate fue violento, como digo, y se espació durante más de media hora. Había unos cincuenta jenízaros a bordo, que se defendieron con mucha decencia, cual suelen, y nos mataron a no poca gente haciéndose fuertes casi todos en la proa; pues esa tropa, cristiana de nacimiento, tomada en su tierna infancia a modo de tributo y educada luego en el Islam con lealtad ciega al Gran Turco, tiene a punto de honra no rendirse así la hagan pedazos, y es de una lealtad y ferocidad extrema. Hubo que arcabucearlos a quemarropa varias veces —se hizo con ganas, pues ellos nos lo habían hecho a nosotros por las bordas, portas y gradillas mientras trepábamos—, y luego entrarles a fondo con rodela y espada para darles su ajo y ganar el árbol maestro, que disputaron como perros rabiosos. Yo anduve recio, sin desatinarme demasiado con el furor de la pelea, cubierto con mi rodancho y atacando de punta, mirándolo todo bien como me había enseñado el capitán, dando cada paso cuando sabía que podía darlo, y sin echarme nunca atrás, ni siquiera cuando una escopetada me tiró sobre el pescuezo los sesos del caporal Conesa. Llevaba al lado al moro Gurriato segando como guadaña, y tampoco los camaradas nos iban a la zaga. Y así, paso a paso, tajo a tajo, les fuimos apretando el negocio a los jenízaros, empujándolos hasta el trinquete y la proa misma —
¡Sentabajo, cañe!
, gritábamos en lengua franca, para que se rindieran—, donde les saltó encima, a la espalda, la gente de la
Virgen del Rosario
y la
San Juan Bautista
, que abordaron por esa parte: los españoles apellidando a Santiago y los de Malta a San Juan, como acostumbraban. Al juntarnos las tres galeras, la causa quedó vista para sentencia. Los últimos jenízaros, casi todos heridos y cansados, que nos habían estado gritando lindezas como
guidi imansiz
, que en turquesco quiere decir cornudos infieles, o
bir mum
—hijos de la gran puta—, cambiaron la retórica por
efendi
y
sagdic
, que significa señores y padrinos, y a pedir que les dejáramos la vida
Alá’iche
: por amor de Dios. Y para cuando al fin arrojaron las armas, buena parte de nuestra tropa ya andaba escudriñando cada rincón de la mahona y arrojando fardos de botín a las cubiertas de nuestras naves.

Vive Dios que hicimos un buen día, raspando a lo morlaco. Durante un rato hubo licencia de saco franco para hacer galima, y la ejecutamos como nunca antes se vio, pues la mahona era de más de setecientas salmas y cargaba toda suerte de mercadurías, especias, sedas, damascos, balas de telas finas, tapetes turcos y persas, cantidad de piedras de valor, aljófar, objetos de plata y cincuenta mil cequíes en oro, aparte varios toneles de arraquín, que es un licor turco; con lo que toda nuestra gente se dio un lucido homenaje. Yo mismo, más risueño que Demócrito, hice buena presa sin aguardar al reparto general, y por mi vida que lo merecía, pues fui de quienes buen trabajo dieron a los turcos, y el primero en clavar la daga en el árbol maestro a manera de testimonio; que eso daba honra y derecho a una mejora del botín. Baste decir sobre cómo reñí, que de los diecisiete españoles muertos abordando la mahona casi la mitad lo fueron a mi lado, que mi capacete y peto salieron con varias abolladuras, y que hube menester un balde de agua para quitarme la sangre de encima, por fortuna toda ajena. Después supe que, al preguntar el capitán Alatriste al moro Gurriato cómo había ido la cosa por mi lado —él y Copons se habían batido a popa, primero arcabuceando y luego con hachas y espadas, reventando puertas y paveses donde se abarracaron los oficiales turcos y algunos jenízaros—, éste resumió la cosa con mucho garbo, al decir que le habría costado mantenerme vivo de no haber matado yo a cuantos procuraban estorbárselo.

Tampoco en matar se quedaron cortos los de la
Caridad Negra
y la
Cruz de Rodas
. Abordadas primero una y luego la otra con la galera turca, el combate había sido recio y sin cuartel, pues ocurrió que, al meter el espolón de la
Caridad Negra
en la banda enemiga, llevándosele toda la palamenta de ese lado, un bolaño mató al sargento Zugastieta, vizcaíno jovial, buen espumador de ollas y mejor bebedor, muy apreciado por la tropa embarcada en esa galera, que ya dije era toda de la misma tierra. Y como la gente vascongada —lo dice uno de Guipúzcoa— es a veces corta de razones pero siempre larga de bolsa y espada, todo cristo saltó a la galera turca gritando
¡Koartelik ez!
, y también
¡Akatu gustiak!
y cosas así, que en nuestra lengua significa que no había cuartel ni para el gato del arráez. De modo que hasta el último grumete fue pasado a cuchillo sin distinguir el que se rendía del que no. Los únicos que quedaron vivos a bordo fueron los galeotes que no habían muerto en la acometida, de los que se liberaron noventa y seis cristianos, la mitad españoles, con la alegría que es de imaginar. Entre ellos se contó uno de Trujillo que llevaba veintidós años esclavo, desde su captura en el quinto del siglo, cuando la Mahometa, y que milagrosamente seguía con vida, pese a tanto tiempo al remo. Que era de ver cómo lloraba el infeliz, abrazando a todos.

Por nuestra parte, en la mahona liberamos a quince esclavos jóvenes que iban encerrados donde la zahorra: nueve varones y seis mozas aún doncellas, el mayor de quince o dieciséis años. Todos ellos de buen talle, cristianos capturados por corsarios en las costas española e italiana, y destinados a venderse en Constantinopla, con el futuro que se puede imaginar, siendo como son allí muy lujuriosos en dos maneras. Pero la presa más notable fue la favorita del bajá de Chipre, que resultó ser una renegada rusa como de treinta años y ojos azules, alta y abundante en todo, la más hermosa que nunca vi; a la puerta de cuya cámara, donde fue puesta con el capellán Nistal y escolta de cuatro hombres por don Agustín Pimentel, con pena de vida para quien la ofendiera, hacíamos cola para admirarla, pues iba vestida con ricos vestidos, la acompañaban dos esclavas croatas de buena cara, y era singular que una mujer así estuviera entre tan ruda gente como éramos, cuando no se secaba la sangre que había por todas partes. De esa hembra ni siquiera tocamos el botín que produjo, pues dos días más tarde fue enviada a Nápoles con el bajel, los cautivos liberados y la
Virgen del Rosario
como escolta —la galera turca, abierta en el abordaje, había terminado por irse al fondo—, y allí fue rescatada tiempo después a cambio de trescientos mil cequíes de los que nunca vimos ni el color, pese a que con nuestro esfuerzo y peligros los habíamos ganado a punta de espada. Más tarde supimos que el bajá enfermó de cólera al conocer la presa, y juró venganza. Todo acabó pagándolo nuestro pobre piloto Braco año y medio más tarde, cuando, apresado a bordo de un bajel nuestro en los secanos de Limo, fue reconocido como uno de los que estuvieron en la captura de la mahona de Chipre. Los turcos lo desollaron vivo, tomándose su tiempo, y luego de rellenar su cuero de paja lo exhibieron en la gata de una galera, paseándolo de isla en isla.

Así es el Mediterráneo, donde en sus angostas riberas todos se conocen y tienen cuentas pendientes, y tales son los azares del corso y de la guerra: donde las dan, las toman. El hecho es que aquel día, junto a la isla de los Hornos, quienes las tomaron, y bien, fueron los ciento cincuenta turcos, uno arriba o uno abajo, que echamos al mar; cifra que incluye a sus heridos, que puntualmente se ahogaron todos. Después los alguaciles de galera encadenaron al remo al medio centenar que había quedado sano, pese a las protestas de los vizcaínos de la
Caridad Negra
, que pretendían mochar parejo y degollarlos también; y al cabo, de alborotados que estaban, que ni a su capitán obedecían, hubo de permitir don Agustín Pimentel que cortasen las orejas y narices a cuanto renegado vivo quedaba entre los turcos apresados, que fueron cinco o seis. En cuanto al botín particular, resultó bueno, como dije; y cuando llegó la orden de parar el saco franco me había llenado los bolsillos con unas manillas de plata, cinco buenas sartas de perlas y puñados de cequíes turcos, venecianos y húngaros. No exagero con qué felicidad nos arrojábamos sobre aquello: era de mucho momento observar a hombres hechos y derechos, soldados barbudos rebozados de hierro y cuero, reír como niños con las faltriqueras llenas; que a fin de cuentas para eso dejábamos los españoles la seguridad de nuestra tierra, el hogar y la familia, dispuestos a sufrir los azares y trabajos, los peligros, las inclemencias del tiempo, la furia de los mares y los estragos de la guerra. Pues, como había escrito ya en el siglo viejo, con mucha propiedad, Bartolomé de Torres Naharro:

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