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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

Corsarios de Levante (3 page)

BOOK: Corsarios de Levante
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Y moros de Argel, piratas,

entre calas y recodos,

donde después salen todos

tienen ocultas fragatas.

—Pero cuélguenlos sin alardes —recomendó Urdemalas—. Que no se alboroten los cautivos. Cuando todos estén asegurados y con las cadenas puestas.

—Vamos a perder dinero, señor capitán —protestó el cómitre, que veía colgar de una entena otros miles de reales desperdiciados. El cómitre era aún más tacaño que el capitán de galera, tenía ruin cara y peor alma, y conseguía un sobresueldo, a medias con el alguacil de a bordo, con lo que sacaba de sobornos y cohechos a los galeotes.

—Me cago en los dineros de vuesamerced —Urdemalas fulminaba al cómitre con la mirada—. Y en quien los engendró.

El otro, hecho de antiguo al trato con el capitán de la
Mulata
, encogió los hombros y se alejó por la crujía, pidiendo unas cuantas sogas al sotacómitre y al alguacil. Éstos desherraban a la chusma muerta durante el combate —cuatro esclavos moros, un holandés y tres españoles condenados a remar en galeras —para echar sus cuerpos al mar y poner a corsarios en los grilletes vacantes. Otra media docena de galeotes heridos y de aspecto miserable, tumbados entre lamentos sobre sus bancos ensangrentados y con las calcetas y manillas puestas, esperaba a ser atendida por el barbero, que hacía a bordo las funciones de sangrador y cirujano. Cualquier herida, por terrible que fuera, la trataba éste con vinagre y sal, a usanza de galera.

Los ojos de Diego Alatriste dieron en los del capitán Urdemalas.

—Dos de los moriscos son jóvenes —dijo.

Era cierto. Los había visto al tiempo que caía herido el arráez: dos chiquillos acurrucados entre los bancos de popa, intentando hurtar el cuerpo al acero. Él mismo los había puesto aparte, salvándolos del degüello.

Urdemalas torció el gesto, un punto desabrido.

—¿Cuánto de jóvenes?

—Lo suficiente.

—¿Nacidos en España?

—Ni idea.

—¿Tajados?

El marino masculló con fastidio un juro a mí y un pese a tal, mirando pensativo a su interlocutor. Luego se volvió a medias al sargento Albaladejo.

—Ocúpese vuesamerced, señor sargento. Que les miren el vello… Si tienen pelo en los aparejos, tienen cuello para el cabo de Palos, como hay Dios. Y si no, al remo.

Albaladejo se fue también por la crujía, camino de la galeota, a desgana. Bajarles los zaragüelles a dos muchachos para ver si salían hombres ahorcables o carne de remo, no era su ocupación favorita. Pero iba en el sueldo. Por su parte, el capitán de galera seguía observando a Diego Alatriste. Lo encaraba otra vez, inquisitivo, como preguntándose si sus reticencias sobre los dos jóvenes cautivos respondían a algo más que al sentido común. Muchachos o no, nacidos en España o fuera de ella —los últimos moriscos, murcianos del valle de Ricote, habían salido hacia el año catorce—, para Urdemalas, como para la mayor parte de los españoles, la compasión estaba fuera de lugar. Sólo dos meses atrás, durante un desembarco en la costa de Almería, los corsarios se habían llevado esclavos a setenta y cuatro hombres, mujeres y niños de un mismo pueblo, tras ponerlo a saco y crucificar al alcalde y a once vecinos cuyos nombres traían en una lista. Una mujer que pudo esconderse afirmó después que varios de los asaltantes eran moriscos, antiguos moradores del lugar.

Y es que todo el mundo tenía asuntos que ajustar en aquella turbulenta frontera mediterránea, encrucijada de razas, lenguas y viejos odios. En el caso de los moriscos, gente plática en las caletas, aguadas y caminos de una tierra a la que regresaban para vengarse, jugaba a su favor la ventaja que Miguel de Cervantes —que de corsarios sabía mucho, por soldado y por cautivo— había señalado poco tiempo atrás en
Los tratos de Argel
:

Nací y crecí, cual dije, en esta tierra,

y sé bien sus entradas y salidas

y la parte mejor de hacerle guerra.

—Vuesamerced anduvo por allí, ¿verdad? —inquirió Urdemalas—. El año nueve, en lo de Valencia.

Asintió Alatriste. Pocos secretos se guardaban en el estrecho espacio de una nave. Urdemalas y él tenían amigos comunes, era soldado aventajado y cumplía a bordo funciones de cabo de tropa. El marino y el veterano se respetaban, pero cada uno hacía rancho aparte.

—Cuentan —prosiguió el capitán de galera— que ayudasteis a reprimir a esa gentuza… A los que se echaron al monte.

—Ayudé —respondió Alatriste.

Era un modo de resumirlo, se dijo. Las batidas montaña arriba, entre las peñas, sudando bajo el sol. Las partidas de rebeldes emboscados, los golpes de mano, las represalias, las matanzas. Crueldad por ambos bandos, y la pobre gente cristiana o morisca cogida en medio y pagando la loza rota, como siempre. Violaciones y asesinatos impunes, todo a cuenta de lo mismo. Y luego, aquellas filas de infelices marchando por los caminos, obligados a dejar sus casas y malvender cuanto no podían llevar consigo, vejados, saqueados por los campesinos o por los mismos soldados —no pocos desertaron para robarles— que los conducían a las naves y al exilio, como bien había resumido Gaspar Aguilar con aquello de:

El mando y el dominio les prohíben

de la hacienda que traen adquirida,

y les hacen limosna de la vida.

—Por mi honra —el capitán Urdemalas sonreía, avieso —que no parecéis muy orgulloso del servicio hecho a Dios y al rey.

Alatriste miró con fijeza a su interlocutor. Luego se llevó dos dedos de la mano izquierda al mostacho, atusándolo despacio.

—¿Se refiere a lo de hoy, señor capitán de galera, o a lo del año nueve?

Había hablado muy claro y muy frío, casi en voz baja. Urdemalas cambió una mirada incómoda con el alférez Muelas, el piloto y el otro cabo de tropa.

—Nada tengo que objetar a lo de hoy —repuso en tono diferente, mirándolo como si le contase las cicatrices de la cara—. Con diez como vuesamerced tomaba yo Argel en una noche. Sólo que…

Sordo al elogio, Alatriste seguía atusándose el mostacho.

—Sólo que, ¿qué?

—Bueno —Urdemalas encogió los hombros—. Aquí nos conocemos todos. Cuentan que no quedasteis contento en lo de Valencia… Y que os mudasteis con vuestra espada a otra parte.

—¿Y tenéis alguna opinión personal sobre eso, señor capitán?

Los ojos del capitán de galera siguieron el movimiento de la mano izquierda de Alatriste, que había dejado el mostacho para colgar a un costado, a dos pulgadas de la guarda de la toledana —llena de mellas y marcas de aceros— que le pendía del cinto. El marino era hombre resuelto, y todos lo sabían. Pero cada cual tenía su reputación, y la de Diego Alatriste era notoria: había embarcado en la
Mulata
precedido de ella. Bajo palabra, como quien dice. Pero a tales alturas, y tras verlo menear las manos, hasta el último grumete a bordo daba fe. Urdemalas lo sabía mejor que nadie.

—Ninguna opinión, juro a mí —repuso—. Cada cual es un mundo… Pero lo que cuentan, lo cuentan.

Sostuvo aquello firme, con franqueza, y Alatriste consideró por lo menudo la cuestión. No había, concluyó, nada que objetar al tono ni al contenido. El capitán de galera era hombre sagaz. Y prudente.

—Si es lo que cuentan —concedió—, lo cuentan bien.

El alférez Muelas creyó bueno aliviar el tono de la conversación.

—Yo soy de Vejer —dijo—. Y recuerdo los rebatos que nos daban los turcos, guiados por los moriscos de allí, que les decían cuándo cogernos desprevenidos… Algún hijo de vecino bajó a cuidar las cabras, o a pescar con su padre, y amaneció en un zoco de Berbería. Igual ahora anda como éstos, de renegado. O sabe Dios… Con el culo así. Por no hablar de las mujeres.

El piloto y el otro cabo de tropa asintieron, hoscos. Todos sabían demasiado de las poblaciones construidas en alto y apartadas de la orilla para precaverse de los piratas berberiscos que espumaban el mar y corrían la costa, de la angustia de los lugareños ante la osadía de aquéllos y la mala índole de sus correligionarios en tierra, de las sangrientas rebeliones de los moriscos reacios a aceptar bautismo y autoridad real, de sus complicidades en Berbería, de las peticiones secretas de ayuda a Francia, a los luteranos y al Gran Turco para un levantamiento general. Tras el fracaso de su dispersión después de las guerras de Granada y las Alpujarras, y de la ineficaz política de conversión intentada por el tercer Felipe, trescientos mil moriscos —cifra enorme en una población de nueve millones de almas— se habían enrocado cerca de las vulnerables costas levantinas y andaluzas, casi nunca cristianos sinceros, siempre ásperos, ingobernables y soberbios —como españoles que a fin de cuentas eran—, soñando con la libertad y la independencia perdidas; reacios a integrarse en aquella nación católica, forjada desde hacía un siglo, que libraba una guerra durísima y simultánea en todos los frentes, contra la envidia codiciosa de Francia e Inglaterra, la herejía protestante y el inmenso poderío turco de la época. Por eso, hasta su expulsión definitiva, los últimos musulmanes de la Península habían sido una peligrosa daga apuntando al costado de esa España dueña de medio mundo y en guerra con el otro medio.

—Era un sinvivir —proseguía Muelas—. De Valencia a Gibraltar, los cristianos viejos estábamos emparedados entre los moriscos de las montañas y los piratas del mar. Esas señales de noche, esas facilidades para desembarcos y rapiñas, esos conversos reacios a comer tocino…

Diego Alatriste movió la cabeza. No todo era así, y él lo sabía.

—También había gente honrada —dijo—: cristianos nuevos sinceros, fieles súbditos del rey. A alguno, soldado, conocí en Flandes… Además, era gente útil y trabajadora. No había entre ellos hidalgos, pícaros, frailes ni mendigos… En eso, desde luego, no parecían españoles.

Lo miraron todos en silencio, un largo espacio. Luego, el alférez se mordió una uña y escupió el trozo por la borda.

—Eso era lo de menos. Tenía que acabar tanta zozobra y tanta infamia. Y con la ayuda de Dios, se acabó.

En realidad, se dijo Alatriste, nada había acabado todavía. Aquella guerra sorda, civil, entre españoles, seguía por otros medios y en otros lugares. Algunos moriscos, muy pocos, habían logrado volver más tarde, clandestinamente, ayudados por sus propios vecinos, como había ocurrido en el campo de Calatrava. En cuanto al resto, llevando su rencor y la nostalgia de la patria perdida a las ciudades corsarias de Berbería, los exiliados mudéjares de Granada y Andalucía, los tagarinos de Aragón, Cataluña y Valencia, expertos en muchas cosas y también hábiles en oficios útiles para el corso, habían reforzado la potencia turca y norteafricana. Era usual encontrarlos como arcabuceros —la galeota apresada contaba con una docena de ellos—, y además de aportar su conocimiento de las costas y lugares que asolaban, construían embarcaciones, fabricaban armas de fuego y pólvora, y sabían comerciar como nadie con los esclavos capturados, amén de ser diestros capitanes, pilotos y tripulantes de galeotas y fustas. De modo que su odio y su coraje, su práctica en la escopetería y su determinación de luchar sin pedir cuartel los equiparaba a los mejores soldados turcos, situándolos encima de las tripulaciones compuestas sólo por moros. Por eso eran los corsarios más feroces, los más despiadados tratantes de cautivos y los mayores enemigos que España tenía en el Mediterráneo.

—De cualquier manera, hay que reconocerles redaños —comentó el piloto—. Pelearon como tigres, los hideputas.

Alatriste miraba el mar alrededor de la galera y la galeota, cubierto de restos del combate. Los muertos se habían hundido ya casi todos. Sólo algunos, con aire atrapado en las ropas o los pulmones, flotaban en el agua tranquila, igual que tantos viejos fantasmas lo hacían en su memoria. Pocos, y ni siquiera él, negaron en su momento la necesidad de aquella expulsión. Eran tiempos duros. Ni España, ni Europa, ni el mundo, estaban para ternezas o melcochas. Pero lo habían desasosegado las maneras: frialdad burocrática y brutalidad militar, amén de la infame condición humana que acabó sazonando el asunto —
«se podría evitar el dejarles llevar tanto dinero, pues algunos salen de muy buena gana»
, llegó a escribir al rey don Pedro de Toledo, jefe de las galeras de España—. Por eso, el año de mil seiscientos diez, a los veintiocho de su edad, el soldado Diego Alatriste, veterano del tercio viejo de Cartagena —traído de Flandes con objeto de reprimir a los moriscos rebeldes—, había pedido la baja en su antigua unidad, alistándose en el tercio de Nápoles para combatir contra los turcos en el Mediterráneo oriental. Puesto a maltratar y degollar infieles, argumentó, prefería a los que eran capaces de defenderse. Y en eso seguía, azares de la vida, casi veinte años después.

—Yo estuve cargándolos como a bestias, el año diez y el once, entre Denia y las playas de Orán —apuntó el capitán Urdemalas—. A esos perros.

Dijo lo de perros recalcándolo mucho. Luego se fijó en Diego Alatriste con extrema atención, como si acechase sus adentros.

—A esos perros —repitió Alatriste, pensativo.

Recordaba las cuerdas de rebeldes encadenados camino de las minas de azogue de Almadén, de las que ninguno volvía. Y al viejo morisco de un pueblecito valenciano, único que no había sido expulsado a causa de su edad y achaques, muerto a pedradas por los muchachos del lugar sin que ningún vecino, ni siquiera el párroco, hiciese nada por impedirlo.

—Hay perros de muchas clases —concluyó.

Sonreía amargo, el aire ausente, los ojos glaucos muy fijos en los del capitán de galera. Y, por la expresión de éste, supo que no le gustaban ni aquella mirada ni aquella sonrisa. Pero también supo —estaba hecho a calibrar hombres de un vistazo— que Urdemalas se guardaría mucho de manifestarlo en voz alta. A fin de cuentas, en lo formal nadie faltaba allí el respeto a nadie. En cuanto al resto, no todo ocurría sobre una galera, donde la disciplina militar vetaba cualquier lance de bueno a bueno. La vida estaba llena de puertos con callejas oscuras y silenciosas, de noches sin luna, de lugares discretos donde un capitán de gurapas, sin otro respaldo que el de su toledana, podía verse con un palmo de acero entre pecho y espalda sin tiempo a decir Jesús. Por eso, cuando Diego Alatriste adobó mirada y sonrisa con un punto de insolencia, el capitán Urdemalas, tras observar un momento la mano de Alatriste puesta, como al descuido, junto a la empuñadura de la espada, desvió los ojos al mar.

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