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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

Corsarios de Levante (4 page)

BOOK: Corsarios de Levante
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II. METER EN ORÁN CIEN LANZAS

Cuando la embarcación corsaria se hundió, miré hacia atrás. Las últimas luces del crepúsculo silueteaban, colgados en la entena e inclinándose hasta tocar el mar y ser engullidos por su sombra, los cuerpos sin vida del arráez, el piloto y tres moriscos; entre ellos uno de los jóvenes, a quien el alférez Muelas encontró, para su mala suerte, vello en las partes berrendas. El otro, más imberbe y afortunado, había sido puesto al remo con el resto de los cautivos, que ahora bogaban o estaban en la cala, asegurados con cadenas. En cuanto al piloto morisco, que resultó ser valenciano, juró, ya con la soga al cuello y en buen castellano, que pese a su expulsión de España cuando muchacho, era de conversión sincera y siempre había vivido como cristiano, tan ajeno a la secta del Profeta como aquel cristiano que en Orán decía:

Ni niego a Cristo ni en Mahoma creo.

Con la voz y el vestido seré moro

para alcanzar el fin que no poseo.

… Y que estar tajado no era sino trámite propio del qué dirán, por haber morado en Argel y Salé. A eso repuso el capitán Urdemalas que se alegraba mucho; y que, pues cristiano había sido y era, muriese luego a luego como tal. Que, a falta de capellán en la galera, bastarían un credo y un paternóster, más lo que pusiera de su cosecha, para quedar en regla con la otra vida; menester para el que no tenía inconveniente en concederle un poco de tiempo antes de colgarlo por el pescuezo. Tomóselo a mal el piloto morisco y blasfemó de Dios y de la Virgen Santísima, esta vez menos en parla castellana que en lengua franca de Berbería trufada de aljamía valenciana; y no paró de hacerlo hasta que, detenido para tomar aliento, escupió un certero gargajo que dio en una bota del capitán Urdemalas; con lo que éste ordenó abreviar el trámite, ni credos ni puta que los parió, dijo, y el piloto subió a la entena en línea recta, atadas las manos a la espalda, pataleando y sin reconciliar su alma. En cuanto a los otros corsarios heridos, moriscos o no, habían sido maniatados y echados al mar sin más ceremonia. Sólo a uno de los que aguantaban en pie, aunque acuchillado en el cuello, no se le pudo ahorcar. La herida era un tajo grande de medio palmo, aunque no cortaba vaso ni hacía mucha sangre; y, según de qué lado se mirase, el pobre diablo parecía, aunque algo pálido, fresco como una lechuga. Fue opinión del alguacil que si se le colgaba, el cuello se le rompería por ahí, haciendo feo espectáculo. Tras echarle un vistazo, nuestro capitán de galera convino en ello; así que acabó en el agua maniatado sin más ceremonia, como el resto.

Soplaba un gregal suave, no había salido la luna y el cielo estaba cubierto de estrellas cuando fui en busca, casi a tientas, del capitán Alatriste. En la atestada cubierta de la galera —no digo maloliente, pues yo mismo formaba parte de aquello, y estaba de sobra curtido en olores y hedores—, soldados y gente de cabo descansaban tras el combate, tras repartírseles salume de pescado y algo de vino para reponer fuerzas, mientras que la chusma, trincados los remos y dejado el cuidado de movernos al viento próspero, había recibido un refresco de bizcocho, vinagre y aceite, del que daba cuenta tirada entre sus bancos, con rumor de conversaciones en voz baja, algún canturreo para matar el rato y mucho quejarse de los heridos y contusos. Sonaba quedo una copla, que alguien acompañaba con repiqueteo de cadenas y palmas sobre el cuero que cubría los bancos:

Las galeras de cristianos,

sabed si no lo sabéis,

que tienen falta de pies

y que no les sobran manos.

Era, en suma, una noche como tantas. La
Mulata
navegaba despacio en la oscuridad, rumbo sur, con mar tranquila y las velas henchidas, oscilantes como dos grandes manchas claras sobre cubierta, que ocultaban y descubrían con su balanceo el cielo estrellado. Encontré al capitán Alatriste a proa, junto al banco de la corulla siniestra. Estaba inmóvil, apoyado en un filarete, mirando el mar y el cielo oscuros que, hacia poniente, conservaban un rastro de claridad rojiza. Cambiamos unas palabras sobre los episodios de la jornada, y al cabo le pregunté si era cierto que, como corría por la nave, habíamos tomado la vuelta de Melilla en vez de la de Orán.

—Nuestro capitán de galera no quiere seguir engolfado con tanto cautivo a bordo —respondió—. Así que prefiere llegarse allí, que está cerca, para vender a la gente. Así haremos camino con menos embarazo.

—Y más ricos —añadí, risueño. Había hecho cuentas, como todos a bordo, y de la jornada sacaba por lo menos doscientos escudos.

Mi antiguo amo se movió un poco. Refrescaba en la oscuridad, y por el roce de su ropa sentí que se abrochaba el coleto.

—No te hagas ilusiones —dijo al fin—, porque en Melilla los esclavos se pagan peor… Pero estamos solos, cerca de la costa y a cuarenta leguas de Orán. Urdemalas teme un mal encuentro.

Me holgué de aquello, pues no conocía Melilla; pero el capitán Alatriste no tardó en desengañarme, contando que esa ciudad era poco más que una fortaleza pequeña en una punta de roca: unas cuantas casas amuralladas a la vista del enorme monte Gurugú, siempre sobre las armas y rodeada, como todos los enclaves españoles en la costa de África, de alarbes hostiles. Alarbes o alárabes —lo preciso a fin de ilustrar al desocupado lector— era el nombre que dábamos a los moros de campo, por lo general belicosos y poco de fiar, distinguiéndolos de los habitantes de las ciudades, a los que apellidábamos moros a secas, para diferenciarlos a todos ellos, bereberes en suma, de los turcos de Turquía, que también andaban por allí en apretada gavilla, yendo y viniendo de Constantinopla. Que era donde vivía el Gran Turco, al que todos, de una forma u otra, con más o menos fidelidad y según las épocas, rendían algún modo de vasallaje; y por eso solíamos, abreviando, llamar turcos a cuantos corrían nuestras costas, lo fueran realmente de nación, o no. Que si este año baja el Turco o no baja, decíamos. Que si una fusta turca o una galeota de lo mismo, fuesen de Salé, de Túnez o de la Anatolia. A eso debemos añadir el intenso comercio de naves de todas las naciones con las populosas ciudades corsarias, donde, aparte los vecinos moros de cada una, había innumerables esclavos cristianos —Cervantes, Jerónimo de Pasamonte y otros lo vivieron en carne propia, y a su autoridad dejo los detalles—, amén de moriscos, judíos, renegados, marinos y comerciantes de todas las orillas y naciones. Háganse así cuenta vuestras mercedes del complicado mundo que era aquel mar interior, frontera de España al sur y al levante, agua de nadie y de todos, espacio ambiguo, móvil y peligroso donde las diversas razas nos mezclábamos, aliándonos o combatiendo según rodaban las brochas sobre el parche del tambor. Mas de justicia es precisar que, aunque Francia, Inglaterra, Holanda y Venecia negociaban con el Turco, e incluso se aliaban con él contra otras naciones cristianas —sobre todo contra España cuando convenía, que era casi siempre—, nosotros, pese a nuestros muchos errores y contradicciones, sostuvimos siempre la verdadera religión sin desdecirnos una sílaba. Y siendo como éramos arrogantes y poderosos, empeñamos nuestras espadas, nuestro dinero y nuestra sangre hasta agotarnos en la lucha que, durante un siglo y medio, tuvo a raya en Europa a la secta de Lutero y de Calvino, y a la de Mahoma en las orillas mediterráneas.

Sino en las oficinas donde el belga

rebelde anhela, el berberisco suda,

el brazo aquel, la espada éste desnuda,

forjando las que un muro y otro muro

por guardas tiene llaves ya maestras

de nuestros mares, de las flotas nuestras.

Que así lo había loado, por cierto, en su alambicado estilo de siempre —y que me perdone don Francisco de Quevedo por traer aquí a su enemigo cordobés—, el poeta Luis de Góngora en aquellos culteranos versos que dedicó en el año diez a la toma de Larache, seguida cuatro años después por la de La Mámora. Plazas de Berbería que, como todas sus iguales, conquistamos a los moros con mucho esfuerzo, conservamos con mucho sufrimiento, y al fin acabamos perdiendo con mucha desidia, vergüenza y desdicha, como lo demás. Que en eso, cual en casi todo, mejor nos hubiera ido haciendo lo que hicieron otros, más atentos a la prosperidad que a la reputación, abriéndonos a los horizontes que habíamos descubierto y ensanchado, en vez de enrocarnos en las sotanas siniestras de los confesores reales, los privilegios de sangre, la poca afición por el trabajo, la cruz y la espada, mientras se nos pudrían la inteligencia, la patria y el alma. Pero nadie nos permitió elegir. Al menos, para pasmo de la Historia, un puñado de españoles supimos cobrárselo caro al mundo, acuchillándolo hasta que no quedamos uno en pie. Dirán vuestras mercedes que ése es magro consuelo, y quizás tengan razón. Pero nosotros nos limitábamos a hacer nuestro oficio sin entender de gobiernos, filosofías ni teologías. Pardiez. Éramos soldados.

Vimos extinguirse el último resplandor rojizo en el horizonte negro. Ya no se diferenciaban cielo y mar sino por la bóveda de estrellas bajo la que nuestra galera navegaba impulsada por el viento de levante, a oscuras, sin luna ni luz alguna, guiada por la ciencia del piloto que miraba la estrella que señala el norte, o abría a ratos el escandelar, donde un tenue resplandor iluminaba la aguja de marear. Atrás, hacia el árbol maestro, oímos a alguien preguntar al capitán Urdemalas si encendía el fanal de popa, y a éste responder que a quien prendiera una luz, aunque fuera pequeña, le sacaba los sesos a puñadas.

—En cuanto a lo de soldados ricos —dijo el capitán Alatriste al cabo de un rato, como si hubiera estado dándoles vueltas a mis palabras—, nunca conocí a ninguno que lo fuera mucho tiempo. Al fin todo se va en juego, vino y putas… Como sabes muy bien.

La pausa había sido significativa. Lo bastante corta para que no sonase a reproche, lo bastante larga para que lo fuera. Y en efecto, yo sabía bien a qué se refería. Llevábamos casi cinco años juntos y unos siete meses en lo de Nápoles, las galeras y demás, así que el amigo de mi padre había tenido ocasión de observar algunos cambios en mi persona. No sólo los físicos, pues ya era alto como él, delgado pero gallardo, con buenas piernas, brazos fuertes y no mal rostro, sino otros más complejos y profundos. Era consciente de que el capitán había deseado para mí, desde niño, un futuro que no fuera el de las armas; y por eso procuró arrimarme a las buenas lecturas y las traducciones del latín y el griego con el concurso de sus amigos don Francisco de Quevedo y el dómine Pérez. La pluma, decía, llega más lejos que la espada; y más futuro que un matarife profesional tendrá siempre alguien versado en libros y leyes, bien situado en la Corte. Pero mi natural inclinación resultaba imposible de domar; y aunque por sus esfuerzos yo sacaba en limpio el gusto de las letras —y aquí me veo tantos años después, que parecen siglos, escribiendo nuestra historia—, lo cierto es que la casta heredada de mi padre, muerto en Flandes, y el haber crecido desde los trece años junto al capitán Alatriste, compartiendo su peligrosa vida y azares, marcaron mi destino. Quise ser soldado, lo era al fin, y a ello me aplicaba con la resuelta pasión de mi juventud y mis bríos.

—Putas no llevamos a bordo, y el vino es ruin y escaso —respondí, algo picado por la pulla—. Así que no me maltrate vuestra merced… En cuanto al juego, lo que gané arriesgando la vida no pienso darlo a un piojo.

Aquello del piojo no era frase hecha. El capitán Urdemalas, harto de las pendencias que por la descuadernada y los huesos de Juan Tarafe teníamos a bordo, había prohibido naipes y dados bajo pena de grilletes. Pero más sabe el caballo que quien lo ensilla; de manera que soldados y marineros se las ingeniaban para aderezar unos círculos con tiza sobre una tabla, y poniendo en el centro uno de los muchos piojos que nos comían vivos —a eso decíamos tener gente—, apostaban adonde se dirigiría el bicho.

—Cuando volvamos a Nápoles —concluí— Dios dirá.

Me quedé mirándolo de soslayo, en espera de algún comentario; pero siguió en silencio, oscuro bulto a mi lado, mecidos ambos por el balanceo de la galera. Desde hacía algún tiempo, la cuestión entre nosotros era que, pese a su vigilancia y protección, el capitán Alatriste no podía atajarme los aspectos menos recomendables de nuestra vida militar, riesgos del oficio aparte, del mismo modo que, en los años transcurridos desde que mi pobre madre me había enviado a él, vime envuelto varias veces —con grave peligro de la libertad y la vida— en algunas de sus turbias empresas. Ahora yo era hombre hecho y derecho, o estaba a pique de serlo. Y los prudentes consejos del capitán, cuando los daba —ya saben vuestras mercedes que era de quienes prefieren las estocadas a las palabras—, no siempre encontraban en mí el eco adecuado, pues en todo me creía plático y al cabo de la calle. De modo que, como él era veterano, discreto, avisado y me quería mucho, en vez de echarme sermones procuraba mantenerse cerca para cuando lo necesitara. Y sólo imponía su autoridad —y vive Dios que sabía imponerla, si se terciaba— en situaciones extremas.

Respecto a mujeres, bebida y juego, admito que tenía algún motivo para irritarse conmigo. Mi sueldo de cuatro escudos al mes, con el dinero de anteriores botines —dos caramuzales apresados en el brazo de Mayna, una gentil jornada en la costa de Túnez, un bajel represado frente al cabo Pájaro y una galera en la seca de Santa Maura—, lo había derrochado yo hasta el último carlín, tan a lo soldado como mis camaradas; y también como el propio capitán —él mismo lo reconocía con hosquedad— había hecho en su juventud. Pero en mi caso, la bisoñez y el gusto por lo nuevo me lanzaron al negocio con avidez. Para un mozo como yo, alentado y español, Nápoles, pepitoria del mundo, era el paraíso: buenas hosterías, mejores tabernas, hembras jarifas y todo aquello, en suma, que a un soldado podía aliviarlo de su argén. Y además, para darme alas, el azar quiso que en Nápoles estuviese Jaime Correas, cofrade en mis andanzas mochileras de Flandes, que ya servía en Italia tiempo suficiente para que ningún vicio le fuera ajeno. De él tendré ocasión de tratar más adelante, así que sólo consigno ahora que en su conserva, y ante el ceño fruncido del capitán Alatriste, me había ejercitado parte del invierno, mientras quedaban desarmadas las galeras, en lances de garitos y tabernas, sin omitir —aunque yo más bien de refilón— alguna mancebía. Y no es que mi antiguo amo fuese alma de las que mueren sin confesión y al rato están mirándole las barbas a Cristo como si nada, sino todo lo contrario. Pero lo cierto es que el juego, sangría de bolsas y soldados, nunca lo tentó. De lo otro, si alguna vez frecuentó a doctoras del arte aviesa —aunque nunca precisó de putas, pues siempre supo forrajear en buenos pastos—, éstas fueron escasas y de mucha confianza. En cuanto al licor de Baco, ése sí lo frecuentaba el capitán, mostrando una sed del infierno. Pero aunque a menudo cargaba delantero, en especial cuando iba furioso o melancólico —entonces se volvía especialmente peligroso, pues el vino no le embotaba los sentidos ni la destreza—, siempre lo hacía a solas, sin testigos. Creo que, más que como placer o vicio, despachaba azumbres para enfriar, remojándolos a mansalva, tormentos y diablos interiores que sólo Dios y él conocían de veras.

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