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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (29 page)

BOOK: Cortafuegos
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—Sí, más o menos.

—Entonces, tú crees que fue un accidente, ¿no?

—Sí, eso es lo que creo.

Wallander asintió sin hacer comentario alguno antes de proseguir.

—El caso es que mi visita se debe también a otros motivos, cuya naturaleza no me está permitido revelar aún, por desgracia.

Ella se había servido una copa de vino tinto que colocó cuidadosamente sobre el brazo del sillón.

—Comprenderás que sienta curiosidad por conocerlos, ¿verdad?

—Pues sí, pero, de todos modos, no puedo hablar de ello.

«¡Menuda patraña!», se recriminó Wallander. «En el fondo, nada me impide ser mucho más explícito al respecto. Lo que estoy haciendo es ejercer una especie de extraño poder».

Interrumpió su reflexión cuando la oyó preguntar:

—¿Qué es lo que deseas saber?

—Lo que hacía exactamente.

—Era un excelente innovador de sistemas.

Wallander alzó la mano.

—Bien, ésta es la primera parada: ¿qué implica eso?

—Se dedicaba a elaborar programas informáticos para diversas empresas y, como te digo, era realmente bueno. De hecho, recibió varias ofertas para llevar a cabo trabajos de gran complejidad tanto en Estados Unidos como en Asia, pero siempre las rechazó, pese a que habría podido ganar mucho dinero.

—¿Y por qué las rechazaba?

De repente, la mujer pareció desconcertada.

—A decir verdad, no lo sé.

—Pero hablasteis del asunto, ¿no?

—Bueno, él me explicó en qué consistían las ofertas de trabajo y cuáles eran los salarios y, la verdad, si me los hubieran ofrecido a mí, no me lo habría pensado dos veces. Pero él las rechazó todas.

—¿Te dijo por qué?

—Porque no quería, porque pensaba que no lo necesitaba.

—Es decir, que tenía bastante dinero.

—Pues no, no lo creo. De hecho, hubo ocasiones en que me pidió dinero prestado.

Wallander frunció el entrecejo, intuyendo que estaba a punto de obtener un dato crucial.

—¿No adujo nunca ninguna otra razón?

—No, sólo que no creía que necesitara aceptar aquellos trabajos. Sólo eso. Cuando intentaba sonsacarle algo más, interrumpía la conversación de la forma más abrupta que quepa imaginar. Lo cierto es que podía ser bastante brusco. Él marcaba los límites de nuestra relación, no yo.

«¿De qué podría tratarse?», se preguntó Wallander. «¿Cuál podía ser el motivo real de que rechazase aquellas ofertas?».

—¿Qué circunstancias determinaban el que realizaseis algún trabajo juntos?

La respuesta sorprendió al inspector.

—El grado de aburrimiento.

—¿Cómo? No lo entiendo…

—Todo trabajo tiene unas etapas más aburridas que otras. Tynnes era bastante impaciente, de modo que solía hacerme responsable de las partes menos interesantes, en tanto que él se dedicaba a lo más complejo y emocionante. En especial aquello que exigía innovación, aquello en lo que nadie había reparado con anterioridad.

—¿Y tú lo aceptabas?

—Bueno, hay que ser consciente de las propias limitaciones. Además, para mí no resultaba tan aburrido. Y él estaba mucho más capacitado que yo.

—¿Cómo os conocisteis?

—Yo fui ama de casa hasta los treinta. Entonces me separé y comencé a estudiar. En una ocasión, lo oí dar una conferencia, y me fascinó, de modo que le pregunté si podía trabajar como ayudante suya. Entonces me dijo que no, pero, un año después, me llamó por teléfono. Nuestro primer trabajo conjunto consistió en el diseño de un sistema de seguridad para un banco.

—¿Qué es eso exactamente?

—Bueno, en la actualidad se realizan transferencias de una cuenta a otra a una velocidad de vértigo: entre personas y empresas, entre bancos de distintos países… Siempre hay alguien que pretende manipular estos sistemas y la única forma de impedirlo es ir siempre por delante en materia de seguridad. Es una lucha sin fin.

—Vaya, eso suena muy complicado.

—Sí, y lo es.

—Pero, la verdad, he de admitir que me resulta algo extraño el que un asesor informático autónomo de Ystad fuese capaz de acometer tareas tan complejas.

—En realidad, una de las principales ventajas de las nuevas tecnologías de la información consiste precisamente en el hecho de que, donde quiera que uno viva, puede operar como si se hallase en el centro del mundo. Tynnes tenía contacto con empresas, con fabricantes de material informático y con programadores de todo el mundo.

—¿Desde su despacho de Ystad?

—Exacto.

Wallander no estaba muy seguro de cómo continuar, pues sospechaba que aún no había comprendido del todo a qué se dedicaba Tynnes Falk. Sin embargo, no se le ocultaba que sería inútil intentar adentrarse en el mundo de la informática sin la presencia de Martinson. Por otro lado, comprendió que deberían ponerse en contacto con la sección de informática de la brigada judicial a escala nacional.

Wallander decidió cambiar de asunto.

—¿Sabes si tenía enemigos? —inquirió sin dejar de observar el rostro de la mujer que, no obstante, no le reveló nada más que sorpresa.

—No, que yo sepa.

—¿Notaste algún cambio de actitud en él durante los últimos meses?

La mujer reflexionó un instante antes de responder.

—No, se comportaba como siempre.

—¿Y cómo se comportaba siempre?

—Tenía bastante mal genio. Y trabajaba incesantemente.

—¿Dónde os conocisteis?

—Aquí. Nunca nos vimos en su despacho.

—¿Y eso por qué?

—Si quieres que te sea sincera, me parece que tenía una especie de fobia a los virus. Además, detestaba que le ensuciasen el suelo. Creo que era un maniático de la limpieza.

—¡Vaya! Me da la impresión de que Tynnes Falk era una persona muy compleja.

—Bueno, no tanto, cuando uno se había acostumbrado… En realidad, era como la mayoría de los hombres.

Wallander la observó Heno de interés.

—¡Aja! ¿Y cómo suelen ser los hombres?

Siv Eriksson exhibió de nuevo su sonrisa.

—¿Formulas esa pregunta a título personal, o guarda relación con el caso de Tynnes Falk?

—Yo no suelo hacer preguntas a título personal.

«Vaya, me ha pillado. Pero ya no tiene remedio», se resignó Wallander.

—Pues los hombres suelen ser infantiles y vanidosos, pese a que sostienen con encono lo contrario.

—Me parece que generalizas demasiado.

—Es lo que pienso.

—¿Y así era Tynnes Falk?

—Exacto. Aunque no era sólo eso. También era capaz de mostrarse generoso. Por ejemplo, a mí me pagaba más de lo estipulado. Pero nunca podías estar segura del humor con que aparecería al día siguiente.

—Había estado casado y tenía hijos, ¿no?

—El tema de la familia jamás salió a colación entre nosotros. De hecho, creo que tardé un año en descubrir que había estado casado y que, en efecto, tenía dos hijos.

—¿Tenía alguna afición, aparte del trabajo?

—No, que yo sepa.

—¿Nada?

—Nada.

—Pero algún amigo tendría, ¿no?

—Sí, pero se comunicaba con ellos a través del ordenador. Por lo que yo sé, ni siquiera recibió una postal en los cuatro años transcurridos desde que nos conocimos.

—¿Cómo puedes tú conocer semejante extremo si jamás lo visitaste?

Ella hizo amago de ir a aplaudir.

—Esa es una buena pregunta. Lo cierto es que utilizaba mi dirección para sus envíos postales. Sólo que nunca recibía nada.

—Pero ¿nada de nada?

—Tal como suena. Durante todos esos años no recibió ni una sola carta. Ni una factura. Nada.

Wallander frunció el entrecejo.

—¡Vaya, eso me resulta inexplicable! De manera que su dirección postal es la tuya, pero no recibe nada en cuatro años.

—Bueno, en alguna rara ocasión echaban al buzón algún folleto publicitario a su nombre. Pero eso fue todo.

—En otras palabras, debía de tener otra dirección postal.

—Es lo más probable, pero yo no la conocía.

Wallander pensó en los dos apartamentos de Falk: en el de la plaza de Runnerstroms Torg no había nada; pero tampoco recordaba haber visto correo alguno en el de la calle de Apelbergsgatan.

—Bien, esto es algo que debemos investigar —decidió Wallander—. No cabe duda de que la imagen que ofrece es de lo más misteriosa.

—Bueno, quizás haya gente a la que no le guste recibir correo, mientras que a otras personas les encanta oír el sordo golpeteo de los sobres al caer en el buzón.

Wallander no tenía más preguntas que hacer. Tynnes Falk se le antojaba un misterio. «Estoy apresurándome demasiado», se recriminó. «Lo primero que hemos de hacer es ver qué hay en su ordenador. Si llevaba una vida normal, seguro que encontramos allí su rastro».

La mujer se sirvió más vino y le preguntó a Wallander si había cambiado de opinión, pero el inspector negó con un gesto.

—Has dicho que manteníais una relación estrecha, pero, a juzgar por lo que me has contado, él no mantenía relación con nadie. ¿De verdad que nunca te habló de su mujer y sus hijos?

—Muy pocas veces.

—Y cuando lo hacía, ¿qué decía?

—Bueno, por lo general eran comentarios repentinos e inesperados. Por ejemplo, podíamos estar trabajando y, de repente, me decía que era el cumpleaños de su hija. Y no tenía sentido preguntar o interesarse por el tema, porque entonces interrumpía la conversación de inmediato.

—¿Lo visitaste en su casa alguna vez?

—Jamás.

«Una respuesta demasiado rápida», sentenció Wallander para sí. «Demasiado rápida y demasiado tajante. Yo creo que la cuestión es si no hubo, pese a todo, algo más entre Tynnes Falk y su ayudante femenina».

Wallander vio que habían dado las nueve. Las ascuas se consumían paulatinamente en el hogar.

—Me figuro que no habrá recibido ninguna carta en los últimos días.

—No, nada.

—¿Qué crees tú que sucedió?

—No lo sé. Yo creía que Tynnes moriría de viejo. Por lo menos, a eso aspiraba él. Debió de ser un accidente.

—¿Y no padecería alguna enfermedad que tú desconocieses?

—Claro, es posible, pero me cuesta creerlo.

Wallander sopesó la posibilidad de revelarle el hecho de que el cadáver de Tynnes Falk había desaparecido del depósito, pero, al final, tomó la determinación de no hacerlo para orientar la conversación hacia otro asunto de su interés.

—En su despacho había un plano de una unidad de transformadores. ¿Sabes de su existencia?

—Apenas si sé qué es una unidad de transformadores…

—Una de las instalaciones de la compañía de suministros energéticos Sydkraft, situada a las afueras de Ystad.

La mujer meditó un instante antes de responder.

—Bueno, él trabajaba para Sydkraft —declaró—. Pero yo nunca estuve involucrada en esos encargos.

Una idea cruzó la mente del inspector.

—Quiero que elabores una lista de los proyectos en los que sí colaborasteis y de los que él llevaba en solitario.

—¿Desde cuándo?

—Los del último año, para empezar.

—Bueno, comprenderás que es posible que Tynnes hubiese aceptado y llevado a cabo proyectos que yo desconocía.

—Hablaré con su contable —señaló Wallander—. Él debe de haber emitido las facturas correspondientes de todos los clientes. Pero, aun así, quiero que tú confecciones esa lista.

—¿Ahora mismo?

—No, puedo esperar a mañana.

Ella se puso en pie para atizar el fuego mientras Wallander intentaba redactar mentalmente un anuncio al que Siv Eriksson se sintiese tentada de responder. La mujer regresó al sillón.

—¿Tienes hambre?

—No. Además, tengo que irme ya.

—En fin, no parece que mis respuestas hayan sido de gran ayuda.

—Bueno, lo cierto es que ahora conozco a Tynnes Falk mejor de lo que lo conocía cuando llegué. El trabajo policial exige paciencia.

Dicho esto, pensó que, en realidad, debería marcharse enseguida, puesto que no tenía más preguntas que hacer, de modo que se puso en pie.

—Volveré a ponerme en contacto contigo —le advirtió—. Pero te agradecería que me proporcionases la lista mañana mismo. Puedes enviármela por fax a la comisaría.

—¿Y no da igual si la envío por correo electrónico?

—Seguro que sí, pero ni sé cómo se hace ni conozco el número o la dirección de la comisaría.

—Bueno, eso puedo averiguarlo yo.

La mujer lo acompañó hasta el vestíbulo, donde Wallander se puso la cazadora.

—¿Recuerdas que Tynnes Falk hablase contigo de visones en alguna ocasión? —inquirió de pronto.

—¿Por qué habría de hablarme de tal cosa?

—No, era sólo curiosidad.

Ella abrió la puerta, pero Wallander experimentaba una intensa y tormentosa sensación de que, en realidad, le habría gustado quedarse.

—Tu conferencia fue muy buena —comentó ella entonces—. Aunque estabas bastante nervioso.

—Bueno, no es extraño, cuando uno se ve solo y abandonado ante tantas mujeres —repuso él.

Se despidieron y Wallander bajó a la calle. Justo en el momento en que abría la puerta del portal, sonó su móvil. Era Nyberg.

—¿Dónde estás?

—Cerca de la comisaría, ¿por qué?

—Creo que será mejor que vengas.

Nyberg interrumpió la conversación bruscamente. Wallander, por su parte, notó que el corazón le latía con fuerza, pues sabía que el técnico no llamaba a menos que hubiese un motivo importante.

No cabía duda: algo había sucedido.

17

A Wallander le llevó menos de cinco minutos volver al edificio de la plaza de Runnerstroms Torg. Una vez arriba, vio que Nyberg lo aguardaba ante la puerta, fumando en el descansillo. Al verlo, el inspector comprendió el grado de agotamiento del técnico, pues sabía que éste jamás fumaba a menos que se sintiese exhausto por la falta de sueño y por el cansancio. En efecto, Wallander recordaba cuándo había sucedido la última vez, hacía ya algunos años, durante una investigación al cabo de la cual detuvieron al joven Stefan Fredman. Durante el curso de aquella investigación, vio cómo Nyberg, que estaba sobre el muelle de un lago y acababa de izar un cadáver, de repente caía de bruces. El inspector creyó que había sufrido un ataque al corazón y que había fallecido allí mismo. Sin embargo, transcurridos unos segundos, el técnico abrió los ojos de nuevo, pidió un cigarrillo y se lo fumó sin mediar palabra. Hecho esto, prosiguió con la inspección del lugar del crimen en el más absoluto silencio.

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