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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (33 page)

BOOK: Cortafuegos
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Lo único que quedaba era, por tanto, la figura de Tynnes Falk. En efecto, intuía que entre él y Sonja Hokberg había existido un eslabón, del que eran indicio un relé defectuoso y los planos de la unidad de transformadores. A eso debían aferrarse. No cabía duda de que el eslabón era frágil e impenetrable, pero allí estaba.

Apartó de nuevo el bloc escolar. «No sé interpretar lo que veo», sentenció resignado.

Permaneció aún sentado un par de minutos. Desde el pasillo le llegó la risa de Ann-Britt Hoglund y pensó que hacía mucho que no oía reír a su compañera. Se levantó, recogió sus papeles y archivadores y se encaminó a la sala de reuniones.

Hicieron una revisión exhaustiva del caso, lo que les llevó casi tres horas de aquella mañana del sábado. El tono somnoliento y cansino que dominaba a los allí reunidos fue desvaneciéndose paulatinamente.

Hacia las ocho y media, Nyberg hizo su aparición en la sala y, sin mediar palabra, se sentó en uno de los extremos de la mesa. Wallander lo observó, pero el técnico movió la cabeza en señal de que nada tenía que aportar por el momento.

Se dedicaron a probar diversas vías de avance, distintas direcciones por las que encauzar la investigación, pero el fundamento fallaba sin cesar.

—¿Es posible que alguien esté dejándonos pistas falsas? —preguntó Ann-Britt durante una de las pausas que tomaron para estirar las piernas y ventilar el ambiente—. Tal vez todo resulte ser, en el fondo, de una sencillez palmaria en cuanto hallemos el móvil.

—¿Qué móvil? —inquinó Martinson—. Quien roba a un taxista no puede hacerlo impulsado por el mismo móvil que quien carboniza a una joven dejando a oscuras buena parte de la región de Escania. Por otro lado, ni siquiera sabemos si Tynnes Falk fue asesinado realmente. Yo sigo creyendo que falleció por causas naturales o a consecuencia de un accidente.

—Ya, bueno. A decir verdad, lo más fácil habría sido que lo hubiesen asesinado, pues, en ese caso, no tendríamos por qué dudar de que esto es, de hecho, una serie de sucesos criminales acaecidos sin solución de continuidad.

Concluida la pausa y tras haber cerrado la puerta, volvieron a ocupar sus puestos en torno a la mesa.

—A mi entender, lo más grave ha sido que te disparasen a ti —declaró Ann-Britt—. Después de todo, no es habitual que un ladrón esté dispuesto a matar a quien se le cruce en el camino.

—Bueno, yo no estoy seguro de que ese incidente fuese más grave que ningún otro —objetó Wallander—. Sin embargo, sí viene a poner de manifiesto la falta absoluta de miramientos que impera entre los responsables de todo esto, sea cual sea su objetivo.

Continuaron hurgando en el material con que contaban sin que Wallander, muy atento a cuanto se decía, prodigase sus intervenciones. De hecho, no sería la primera ocasión en que una investigación que se les resistía experimentaba un giro radical a raíz de unas palabras lanzadas al aire de forma casi inopinada, en forma de observación secundaria o de comentario casual. Se esforzaron por hallar las entradas y las salidas del caso, sin perder de vista la necesidad de dar con el centro, el núcleo que ocupase aquel espacio en el que, por el momento, no distinguían más que un agujero negro. Y fue un proceder penoso y agotador, como una pronunciada cuesta arriba, pero no se les ocurría otro modo de actuar.

Dedicaron la última hora de la reunión a la revisión y síntesis de la información y a desmenuzar las listas de cometidos que cada uno se había confeccionado, seleccionando aquellos a los que debían dar prioridad. Poco antes de las once, Wallander comprendió que apenas si tenían fuerzas para continuar.

—Bien, la resolución de este caso nos llevará mucho tiempo —auguró—. Es posible que nos veamos obligados a solicitar más personal. Por si acaso, se lo comentaré a Lisa Holgersson. Por otro lado, creo que no tiene mucho sentido que continuemos ahora, aunque ninguno de nosotros pueda tomarse el día libre. Hemos de seguir en la brecha.

Hanson fue a hablar con el fiscal, que había solicitado un resumen informativo de la reunión. Wallander ya le había pedido a Martinson, durante una de las pausas, que lo acompañase a la plaza de Runnerstroms Torg, al apartamento de Falk, y el colega fue a su despacho para llamar a casa y avisar de que no regresaría hasta más tarde. Nyberg, que había permanecido sentado y en silencio sin dejar de mesarse el cabello siempre crespo, se levantó y abandonó la sala sin pronunciar palabra. Sólo quedaba, pues, Ann-Britt, y Wallander comprendió que la colega deseaba hablar con él a solas, por lo que cerró la puerta mientras la observaba expectante.

—He estado pensando… —comenzó ella—. El hombre que te disparó…

—¿Qué pasa con él?

—Pues que te vio. Y que disparó sin vacilar.

—Lo cierto es que prefiero no pensar en ello más de lo necesario.

—Ya, pero quizá deberías, ¿no crees?

Wallander le dedicó una mirada inquisitiva.

—¿Qué insinúas?

—No, nada. Sólo que creo que deberías ser algo más precavido Claro que su reacción pudo deberse al hecho de que lo sorprendiera tu presencia. Pero tampoco podemos excluir la posibilidad de que crea que tú sabes algo y que lo intente de nuevo.

Wallander quedó atónito, pues él mismo no había reparado en ese detalle que, ahora, lo llenaba de temor.

—No es mi intención asustarte —lo tranquilizó ella—. Pero tenía que decírtelo.

Él asintió con un gesto.

—Está bien. Lo tendré en cuenta —prometió el inspector—. Pero, si estás en lo cierto, la cuestión es qué cree que sé.

—Ya, bueno, puede que el sujeto tenga razón y que tú hayas visto algo de cuya importancia no eres consciente…

En ese momento, a Wallander se le ocurrió una idea.

—Sí… Tal vez deberíamos mantener vigilados los apartamentos de la plaza de Runnerstroms Torg y de la calle de Apelbergsgatan. Ningún coche oficial, algo muy discreto, por si acaso.

Ella se mostró de acuerdo y decidió ir a solicitar la vigilancia enseguida. Y allí quedó Wallander, a solas con su miedo y pensando en Linda, Al final, se encogió de hombros y fue a esperar a Martinson en la recepción.

Poco antes de las doce, entraban los dos en el apartamento de la plaza de Runnerstroms Torg. Martinson deseaba comenzar de inmediato con el ordenador, pero Wallander quiso mostrarle primero la habitación secreta donde se hallaba el sorprendente altar.

—¡Vaya! El espacio cibernético trastorna las mentes de las personas —sentenció Martinson—. Este apartamento fortificado me produce náuseas.

Wallander no respondió, pero se quedó pensando en lo que Martinson acababa de decir. En efecto, había utilizado una palabra: «el espacio». La misma que Tynnes Falk había escrito en su cuaderno de bitácora.

Aquel espacio que, decía, se mostraba silencioso. Sin mensajes de los «Amigos».

«¿A qué mensajes se refería?», se preguntaba Wallander. «Daría cualquier cosa por saberlo».

Martinson se había quitado la cazadora y estaba ya sentado ante el ordenador, mientras Wallander se colocaba detrás de él, sin tomar asiento.

—Bien, tenemos una serie de programas bastante complicados —declaró el colega tras haber encendido el aparato—. Y lo más probable es que se trate de una máquina muy rápida. No estoy seguro de poder con ella.

—Quiero que lo intentes de todos modos. SÍ no funciona, tendremos que llamar a los expertos informáticos de la brigada nacional.

Martinson no replicó palabra, sino que siguió examinando el ordenador.

Luego se puso en pie con la intención de inspeccionar la parte trasera del aparato, mientras Wallander lo seguía con la mirada. El colega volvió a sentarse. La pantalla se había encendido ya y mostraba una gran cantidad de iconos que se arremolinaban sobre su superficie. Finalmente, cesó el movimiento y una imagen del firmamento pasó a ocupar la pantalla.

—Bien, parece que se conecta a un servidor de forma automática, tan pronto como se enciende.

«El espacio», se repitió Wallander. «Al menos, no puede negarse que Tynnes Falk era un hombre consecuente…».

—¿Quieres que vaya explicándote lo que hago? —inquirió Martinson.

—No, gracias. De todos modos, no creo que lo entienda.

Martinson abrió el disco duro. Una serie de nombres de ficheros codificados apareció en la pantalla. Wallander se encajó las gafas y se inclinó sobre el hombro de Martinson. Pero no vio más que listados de combinaciones alfanuméricas. Martinson marcó con el ratón la primera de la columna de la izquierda e intentó abrir el fichero. Enseguida dio un respingo, sobresaltado.

—¿Qué sucede?

Martinson señaló la esquina superior derecha de la pantalla, donde un pequeño punto luminoso aparecía de forma intermitente.

—Pues, no sé si estoy en lo cierto o no —repuso el colega despacio—. Pero creo que alguien acaba de advertir que estamos intentando abrir un fichero al que no tenemos acceso.

—¿Y cómo puede ser eso?

—Bueno, este ordenador está conectado en red con otros aparatos.

—¿Quieres decir que, gracias a esa conexión en red, alguien se ha percatado de que estamos intentando poner en marcha este ordenador?

—Sí, algo así.

—¿Y dónde está esa persona?

—¡En cualquier parte del mundo! —exclamó Martinson—. En alguna granja aislada de California o en una isla de los antípodas. Y, por supuesto, también en el piso de abajo.

—¡Vaya! Me cuesta comprenderlo —admitió Wallander.

—Con un ordenador y una conexión a Internet estás en el centro del mundo, dondequiera que te encuentres.

—¿Crees que podrás abrir el fichero?

Martinson comenzó a trabajar con diversos comandos, mientras Wallander aguardaba. Diez minutos más tarde, Martinson retiró la silla de la mesa.

—Todo está bloqueado —anunció—. Una amalgama de códigos muy complejos obstaculiza todas las vías de acceso que, a su vez, están protegidas por diversos sistemas de seguridad.

—¿Quieres decir que te das por vencido?

Martinson le dedicó una sonrisa.

—Aún no —repuso—. No del todo.

Continuó tecleando diversos comandos.

Casi de inmediato lanzó un grito.

—¿Qué sucede? —inquirió Wallander alarmado.

Martinson observaba inquisitivo la pantalla.

—Pues no estoy del todo seguro, pero creo que alguien ha estado trabajando en este ordenador hace tan sólo unas horas.

—¿Cómo puedes saber algo así?

—Déjalo, no creo que merezca la pena intentar explicártelo.

—Pero ¿estás seguro?

—Aún no.

Wallander guardó silencio armado de paciencia mientras Martinson proseguía con su trabajo. Transcurridos otros diez minutos, se puso en pie.

—¡Lo sabía! Alguien ha estado trasteando este ordenador. Ayer, tal vez esta noche.

—¿Estás seguro?

—Totalmente.

Sus miradas se cruzaron.

—Lo que quiere decir que hay otra persona, aparte de Falk, con acceso a la información almacenada en esta máquina.

—En efecto —confirmó Martinson—. Por otro lado, no se trata de alguien que no disponga de los códigos necesarios para abrir los ficheros.

Wallander le dio a entender que comprendía con un gesto.

—¿Cuál es la conclusión? —inquirió Martinson.

—Es demasiado pronto para saberlo —se lamentó Wallander.

Dicho esto, Martinson volvió a ocupar su puesto ante el ordenador. Debía seguir trabajando.

A las cuatro y media, se tomaron una pausa y Martinson invitó a Wallander a que lo acompañase a cenar a casa. Poco antes de las seis y media, ya estaban de vuelta. Wallander se percató de que su presencia allí era por completo superflua, al tiempo que sentía que no deseaba dejar solo a Martinson.

Finalmente, a las diez de la noche, el colega se rindió.

—No consigo descifrar los códigos —declaró—. Jamás en mi vida he visto un sistema de seguridad semejante. Este aparato contiene miles de kilómetros de series de códigos electrónicos que, a su vez, componen unos cortafuegos imposibles de penetrar.

—Bien, no está mal saberlo —comentó Wallander—. Y, en ese caso, recurriremos a los especialistas de la brigada nacional.

—Sí, quizá sea lo mejor —repuso Martinson vacilante.

—¿Qué otra opción nos queda?

—Lo cierto es que tenemos una —afirmó Martinson—. Un joven llamado Robert Modín. Vive en Loderup, cerca de la casa donde vivía tu padre.

—¿Y quién es?

—Un simple joven de diecinueve años. Por lo que yo sé, salió de la cárcel hace tan sólo unas semanas.

Wallander miró a Martinson sin comprender.

—¿Y qué te hace pensar que él puede ayudarnos?

—Porque se las arregló para entrar en el superordenador del Pentágono hace un par de años y está considerado como una de las personas más hábiles de toda Europa a la hora de acceder a entornos informáticos prohibidos.

Wallander se mostró indeciso, si bien la sugerencia de Martinson le resultaba tan atractiva que, al final, no lo dudó más.

—Ve a buscarlo —ordenó resuelto—. Entretanto, iré a ver cómo le va a Hanson con el asunto de los perros.

Martinson subió a su coche y puso rumbo a Loderup.

Wallander echó una ojeada a las sombras que lo circundaban. Había un coche aparcado unas manzanas más allá. Se despidió de Martinson con un gesto de la mano.

Después, recordó las palabras de Ann-Britt, que le había recomendado cautela.

De nuevo miró a su alrededor antes de encaminarse a la calle de Misunnavágen.

La llovizna había cesado.

19

Hanson había aparcado el coche ante la puerta de las oficinas de la Agencia Tributaria.

Wallander lo vio a lo lejos. En efecto, allí estaba el colega, leyendo el periódico bajo una farola. «Está claro: ahí tenemos a un policía», concluyó. «Cualquiera podría ver que se halla ahí apostado para realizar una misión, aunque pueda resultar más difícil averiguar cuál. Pero va poco abrigado y, aparte de la regla de oro que no es otra que la de regresar vivo a casa una vez finalizado el trabajo, no hay otra más importante para un agente de policía que la de ir bien abrigado cuando se le asigne una misión en la calle».

Hanson estaba tan absorto en su periódico que no se percató de la presencia de Wallander hasta que éste no estuvo junto a él. El inspector observó que se trataba de un periódico de carreras de caballos.

—¡Vaya! ¡No te oí llegar! —exclamó Hanson—. Me pregunto si no habré empezado a perder el oído…

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