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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (34 page)

BOOK: Cortafuegos
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—¿Qué tal va lo de los caballos?

—Supongo que, como tantas otras personas, vivo de la ilusión de que yo sólito tendré en mi poder, un buen día, la combinación correcta. Pero ¡qué coño!, los caballos nunca corren como deben. Eso no sucede nunca.

—¿Y cómo va lo de los perros?

—La verdad, acabo de llegar, pero, por ahora, no ha pasado ninguno.

Wallander echó un vistazo a su alrededor.

—Cuando yo llegué a esta ciudad, en esta zona no había más que plantaciones —rememoró—. Nada de esto existía entonces.

—Sí, Svedberg solía comentar lo mismo —observó Hanson—. Y hablaba de los cambios que había experimentado la ciudad. Pero, claro, él había nacido aquí.

Ambos meditaron en silencio sobre el recuerdo del colega muerto. Wallander creía incluso poder revivir el instante en que oyó a Martinson gritar a su espalda cuando descubrió a Svedberg muerto de un tiro en la cabeza y medio tendido en el suelo de su sala de estar.

—Pronto habría cumplido los cincuenta —señaló Hanson—. Por cierto, ¿cuándo es tu cumpleaños?

—El mes que viene.

—¡Hombre! Me invitarás, ¿verdad?

—¿Invitarte? ¿A qué? No pienso celebrar ninguna fiesta.

Agotado el tema, comenzaron a caminar calle arriba mientras Wallander le refería los denodados esfuerzos de Martinson por acceder a la información almacenada en el ordenador de Tynnes Falk. Mientras caminaban, habían alcanzado el cajero automático, ante el cual se detuvieron.

—No tardamos mucho en acostumbrarnos, ¿eh? —comentó Hanson de pronto—. Ya casi no recuerdo cómo era la vida antes de que estos aparatos hiciesen su aparición. Y ni que decir tiene que no entiendo cómo funcionan. A veces me imagino que, dentro y detrás de la pantalla, hay un hombre sentado, un señor que cuenta los billetes y se asegura de que salgan las cuentas.

Las palabras de Hanson hicieron pensar a Wallander en aquellas otras de Erik Hókberg acerca del grado de vulnerabilidad que había alcanzado la sociedad en que vivían. Y el corte en el suministro eléctrico sufrido pocas noches antes había venido a confirmar su observación.

Regresaron al lugar en que Hanson tenía su coche, pero no vieron a nadie paseando al perro.

—Me voy. ¿Qué tal la cena?

—Pues, al final, no asistí. ¿Dónde está la gracia de ir a comer, sí uno no puede tomarse una copa de vino?

—Podrías haberle pedido a algún colega que te recogiese y te trajese aquí.

Hanson miró incrédulo a Wallander.

—Es decir que, en tu opinión, yo podría haber estado aquí hablando con la gente mientras apestaba a alcohol, ¿no es eso?

—Bueno, una copa… —explicó Wallander—. Yo no he sugerido que te emborrachases.

A punto estaba ya de irse cuando recordó que Hanson había mantenido una conversación con el fiscal unas horas antes.

—Por cierto, ¿qué te dijo Viktorsson?

—La verdad es que no mucho.

—¡Anda ya! Algo tendría que decir.

—Bueno, que no vela motivo alguno para orientar el desarrollo de la investigación en ningún sentido en concreto y que continuásemos trabajando con una perspectiva lo más amplia posible, sin presuposiciones.

—Los policías jamás investigamos sin presuposiciones —sentenció Wallander—. Eso es algo que él debería saber.

—Ya, en fin. Eso fue lo que dijo.

—¿Nada más?

—No, nada más.

De repente, le sobrevino la sensación de que Hanson respondía en tono evasivo, como si hubiese algo que no se atreviese a decir. El inspector aguardó un instante, pero el colega guardó silencio.

—Bien, creo que podrás irte a eso de las doce y media. Yo me marcho ya. Nos vemos mañana —se despidió Wallander.

—Sí. ¡Joder! Tendría que haberme puesto ropa de más abrigo. La verdad, hace frío.

—Así es. Estamos en otoño. Y pronto llegará el invierno.

Dicho esto, encaminó sus pasos en dirección al centro de la ciudad. Cuanto más pensaba en ello, tanto más convencido se sentía de que había algo que Hanson le había ocultado. Ya en la plaza de Runnerstroms Torg, concluyó que sólo existía una posibilidad: que Viktorsson hubiese hecho algún comentario sobre él y sobre la supuesta agresión y la investigación interna que estaba en curso.

A Wallander le irritó el hecho de que Hanson no se lo hubiese hecho saber, aunque no le sorprendía la actitud del colega. En efecto, la vida de Hanson transcurría en un esfuerzo constante por procurar ser amigo de todos. Wallander se sintió, de pronto, muy cansado. Quizás abatido.

Miró a su alrededor y comprobó que el agente vestido de civil seguía en su puesto. Pero, por lo demás, la calle aparecía desierta. Abrió el coche y se sentó al volante cuando, en el preciso momento en que se disponía a poner el motor en marcha, sonó el teléfono. Lo rebuscó en sus bolsillos hasta que logró atender la llamada para oír la voz de Martinson.

—¿Dónde estás?

—Me vine a casa.

—¿Y eso? ¿No conseguiste localizar a Molin?

—Modin —corrigió Martinson—. Robert Modin. No, es que, de pronto, me asaltó la duda…

—¿Qué duda?

—Bueno, ya sabes cómo son estas cosas. Según el reglamento, no podemos servirnos de personas ajenas al Cuerpo como nos venga en gana. Después de todo, Modin fue condenado a prisión, aunque no fuese más que por un par de meses.

Wallander comprendió que Martinson se había enfriado. Y no era la primera vez que aquello sucedía. De hecho, en varias ocasiones habían tenido algún que otro enfrentamiento a causa de aquella actitud. A Wallander le daba la impresión, a veces, de que Martinson era demasiado precavido y, pese a que nunca utilizaba la palabra «cobarde» para calificar a su compañero, eso era, en el fondo, lo que pensaba.

—Creo que, antes de proceder, deberíamos solicitar la aprobación del fiscal —prosiguió Martinson—. O, al menos, no estaría de más comentárselo a Lisa.

—Ya sabes que yo me responsabilizo de todo —le recordó Wallander.

—Sí, claro. Pero, aun así…

Wallander llegó a la conclusión de que Martinson estaba decidido a no recurrir al ex presidiario.

—Bueno, de todos modos, podrías darme la dirección de Modin —sugirió—. Y te libero de toda responsabilidad.

—De acuerdo, pero ¿no crees que deberíamos esperar?

—No —rechazó Wallander—. El tiempo se nos escapa de las manos. Y quiero saber cuanto antes qué hay en ese ordenador.

—SÍ quieres que te dé mi opinión, yo creo que lo que deberías hacer es irte a dormir. ¿Has visto en el espejo el aspecto que tienes?

—Sí, ya lo sé —concedió Wallander—. Pero dame la dirección, anda.

Buscó hasta hallar un bolígrafo en la guantera, que estaba llena de papeles y de platos de plástico arrugados de diversos restantes de comida rápida. El inspector anotó la dirección que Martinson le proporcionó en el reverso de un recibo de gasolina.

—Son casi las doce de la noche —advirtió Martinson.

—Sí, ya lo sé. Mañana nos vemos —se despidió Wallander.

Concluida la conversación, el inspector dejó el teléfono sobre el asiento del acompañante dispuesto a partir, pero, cuando estaba a punto de poner el motor en marcha por segunda vez, se detuvo y permaneció sentado e inmóvil. Martinson tenía razón. Lo que más necesitaba en aquellos momentos era dormir. ¿Qué sentido tenía partir hacia Lóderup a aquellas horas? Lo más probable era que Robert Modín estuviese ya en la cama, durmiendo. «Lo dejaré para mañana», se dijo.

Pero, acto seguido, se puso en marcha hacia la salida de Ystad, en dirección a Lóderup.

Pisó el acelerador para desahogarse de la irritación que le provocaba su incapacidad para ser consecuente con sus propias decisiones.

Había dejado el trozo de papel con la dirección junto al teléfono móvil, sobre el asiento del acompañante; pero él supo enseguida de casa le hablaba Martinson cuando éste le explicó dónde vivía Robert Modín. En efecto, se encontraba tan sólo a escasos kilómetros de aquella otra en la que había vivido su padre. Por sí fuera poco, Wallander sospechaba que ya había hablado con el padre de Robert Modín con anterioridad, aunque no recordaba el nombre. Bajó la ventanilla y dejó que el fresco aire otoñal le diese en el rostro. Se sentía enojado, tanto con Hanson como con Martinson. «Se arrastran como alimañas», pensó enfurecido. «Ante sí mismos y ante su jefe».

Habían dado las doce y cuarto cuando salió de la carretera principal. Era consciente de que se arriesgaba a encontrarse con que todos estuviesen ya dormidos y las luces apagadas. Pero la ira y el enojo habían venido a sustituir al agotamiento que sintiese minutos antes, de modo que estaba decidido a ver a Robert Modin y a llevarlo consigo al apartamento de la plaza de Runnerstroms Torg.

Una finca vallada con un gran jardín precedían a la casa. A la luz de las farolas, Wallander divisó un caballo solitario e inmóvil en su dehesa. Ante la casa encalada había estacionados dos vehículos, un jeep y un turismo más pequeño. Contra todo pronóstico, se vela luz en varias de las ventanas de la planta baja.

Wallander detuvo el coche, apagó el motor y se bajó. En ese preciso instante, se encendió la luz de la entrada y un hombre apareció al final del pequeño tramo de peldaños que conducía hasta la puerta. Wallander lo reconoció de inmediato y pensó que, tal y como él sospechaba, ya se habían visto con anterioridad.

El inspector se le acercó y lo saludó. Era un individuo de unos sesenta años de edad, enjuto y encorvado. Sus manos, no obstante, no eran las de un agricultor.

—¡Yo te conozco! —exclamó Modín—. Tu padre vivía por aquí, ¿no es así?

—Sí, nos hemos visto alguna vez —convino Wallander—. Pero no recuerdo el motivo.

—Bueno, fue cuando a tu padre le dio por deambular por una plantación cargado con una maleta…

En ese momento, Wallander lo recordó. En efecto, su padre había sufrido un ataque de locura transitoria en medio del cual había decidido viajar a Italia, por lo que, tras preparar la maleta, salió de casa y echó a andar. Modin lo descubrió hundido en el fango y llamó a la comisaría.

—Creo que no nos habíamos visto desde que murió. Y ahora que la casa está vendida… —observó Modin.

—Sí, Gertrud se mudó a casa de una hermana suya que vive en Svarte. Lo cierto es que ignoro quién compró la casa.

—Es un tipo del norte que asegura ser hombre de negocios. Pero a mí me da la impresión de que, en realidad, se dedica a la destilación ilícita de alcohol.

A Wallander no le costó imaginar el viejo taller de su padre convertido en destilería casera.

—Supongo que vienes por Robert —apuntó Modin interrumpiendo así el hilo de sus pensamientos—. Pensé que ya había pagado su culpa suficientemente.

—Sí, sin duda que ya ha satisfecho su deuda con la justicia —lo tranquilizó Wallander—. Pero es cierto, vengo por él.

—¿Y qué ha hecho ahora?

Wallander no pudo por menos de percibir el tono angustiado del padre.

—No, no. Nada. Todo lo contrario. Estoy aquí porque quizás él pueda prestarnos su ayuda.

Modin quedó sorprendido, pero también aliviado, e indicó a Wallander que lo acompañase al interior de la vivienda.

—Mi mujer ya está durmiendo, pero se pone tapones en los oídos —explicó Modin.

Y, en ese preciso momento, Wallander recordó que Modin era tasador de fincas, si bien no tenía la menor idea de cómo o dónde había obtenido esa información.

—Y Robert, ¿está en casa?

—No, fue a una fiesta con unos amigos, pero se llevó el móvil.

Modin le indicó a Wallander el camino hacia la sala de estar.

Al entrar, el inspector quedó perplejo. En efecto, sobre el sofá y fijado a la pared colgaba uno de los cuadros de su padre. E3 paisaje sin urogallo.

—Sí, me lo regaló él —aclaró Modin—. Cuando caían grandes nevadas, yo solía tomar la pala y limpiarle de nieve el acceso a su casa. A veces me paraba a charlar con él un rato. Era un hombre extraordinario, a su manera.

—Sí, eso creo yo también.

—A mí me caía bien. Ya no queda gente como él.

—Cierto. El caso es que no siempre era fácil tratar con él —señaló Wallander—. Pero créeme que lo echo de menos… Y estoy de acuerdo en que ese tipo de hombres escasean cada vez más. Llegará el día en que no quede ni rastro de su existencia.

—Bueno, no creo que haya nadie con quien sea fácil tratar, ¿O tú sí lo eres? Yo no, desde luego. SÍ no, pregúntale a mi mujer.

Wallander se sentó en el sofá mientras Modín limpiaba su pipa.

—Robert es un buen chico —declaró—. En mi opinión, fueron demasiado duros con él. Aunque sólo fuese un par de meses, él sólo estaba jugando…

—A decir verdad, yo no estoy muy al tanto de lo que ocurrió —confesó Wallander—, salvo que logró acceder a los ordenadores del Pentágono.

¡Sí! Se le dan muy bien esos aparatos —subrayó Modín ufano—. Cuando se compró el primero, tan sólo tenía nueve años. Y lo compró con dinero que él mismo había ganado recogiendo fresas. Desde entonces, se perdió en el mundo de la informática. Pero, mientras no descuidase el colegio, a mí no me preocupaba. Mi mujer, en cambio, estaba en contra. Y comprenderás que ahora piensa que el tiempo le ha dado la razón.

A Wallander le dio la impresión de que Modin era una persona muy solitaria pero, por más que él quisiera, no tenía tiempo de charlar.

—Bien, el caso es que necesito hablar con Robert —atajó el inspector—. Cabe la posibilidad de que sus conocimientos informáticos nos sean de utilidad.

Modin fumaba de su humeante pipa.

—¿Puedo saber qué tipo de ayuda puede proporcionaros?

—Lo único que puedo decirte es que se trata de un complejo problema informático.

Modin asintió antes de ponerse en pie.

—De acuerdo, no haré más preguntas —aseguró.

El hombre desapareció hacia el vestíbulo y Wallander lo oyó hablar por teléfono. Se volvió a contemplar el paisaje obra de su padre.

«¿Adónde habrán ido a parar los Caballeros de Seda de mi niñez?», se preguntó. «Aquellos compradores que aparecían en sus radiantes cochazos para llevarse los cuadros de mi padre a precio de saldo, ¿dónde estarán ahora, enfundados como iban en aquellos flamantes trajes y sus melenas revueltas? Tal vez exista un cementerio sólo para ellos, para sus bien cebadas carteras y sus coches deslumbrantes».

En ese momento, Modin regresó.

—El chico está en camino —anunció—. Estaba en Skiüinge, así que le llevará un rato.

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