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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (38 page)

BOOK: Cortafuegos
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Se dio cuenta enseguida de que quedaría un puesto libre de responsable del banco en Angola, de modo que comenzó a estudiar portugués. El ascenso en su carrera había sido veloz y carente de obstáculos. A sus superiores no se les ocultaba su enorme capacidad y, pese a que se habían presentado aspirantes cuyos méritos eran superiores o al menos, más numerosos que los suyos, fue él el elegido, sin vacilación, para ocupar la dirección de Luanda.

Era aquélla la primera ocasión en que visitaba África; la primera vez que ponía el pie en un país verdaderamente pobre y arruinado de la mitad sur del planeta. El tiempo que había servido como soldado en Vietnam no contaba, pues allí no había sido sino un enemigo no deseado. En Angola, en cambio, sí fue bien recibido. Al principio se dedicó a escuchar, mirar y conocer. Y recordaba su admiración ante una alegría y una dignidad incapaces de sucumbir a toda aquella miseria profunda.

Una vez allí, le llevó dos años comprender que lo que el banco estaba intentando hacer era totalmente erróneo. En efecto, en lugar de favorecer medidas propicias para la independencia del país y facilitar la reconstrucción tras la ruina acarreada por la guerra, las medidas de la entidad bancaria contribuían, en el fondo, a permitir que medrasen aquellos que ya pertenecían a la clase más rica. En razón de su posición de poder, se encontraba a diario con personas que se doblegaban temerosas. Tras la verborrea radical no halló otra cosa que corrupción, cobardía y mal disimulados intereses. Ni que decir tiene que había otros —intelectuales independientes y algún que otro ministro— tan clarividentes como él mismo. Pero éstos se hallaban siempre en inferioridad de condiciones y ningún oído, salvo el suyo, se les ofrecía presto a escuchar sus razones.

Finalmente, no pudo soportarlo por más tiempo. Se había esforzado por explicarles a sus jefes que las estrategias del banco no eran en modo alguno las adecuadas. Pero nadie se hacía eco de sus puntos de vista, pese a tos constantes viajes que emprendía a través del Atlántico con objeto de ejercer su influencia sobre los responsables de la sede principal. Les hizo llegar un sinnúmero de serios informes que no recibieron más que amable indiferencia por respuesta. En una de aquellas reuniones experimentó la sensación de que habían empezado a considerarlo como un elemento molesto, como alguien que estaba a punto de rebasar los márgenes permitidos. Preocupado, habló una noche con el más antiguo de sus mentores, un analista financiero llamado Whitfield que había seguido su trayectoria desde la universidad y que había contribuido a su contratación. Se vieron en un pequeño restaurante de Georgestown, y Carter le preguntó sin preámbulos si estaba convirtiéndose en una persona incómoda; si no había, en verdad, nadie que comprendiese que él estaba en lo cierto y que la postura del banco era equivocada. Whitfield respondió a sus indagaciones con total sinceridad: había formulado mal la pregunta. El hecho de que él tuviese o no razón era secundario. Lo verdaderamente importante era que el banco se había decantado por una política que había de aplicarse, con independencia de su bondad.

Carter voló de regreso a Luanda la noche siguiente. Pero, durante el viaje en su cómodo asiento de primera clase, una determinación empezó a forjarse en su mente.

A partir de ahí, invirtió una serie de noches de vigilia en definir qué quería con exactitud.

Y fue también entonces cuando conoció al hombre que acabaría por persuadirlo del todo de que él tenía razón.

Después de aquello, Carter empezó a pensar que lo más importante en la vida de una persona solía ser el resultado de una combinación de decisiones conscientes y de sucesos fortuitos. Por ejemplo, las mujeres a las que había amado habían llegado a su vida por las vías más extraordinarias. No era menos cierto que lo habían abandonado del mismo modo.

Y una noche de marzo a mediados de los años sesenta, sumido en lo más profundo de aquel periodo insomne durante el que buscaba una solución a su dilema, se sintió tan agitado que decidió bajar a visitar uno de los restaurantes del paseo portuario de Luanda. El restaurante se llamaba Metropol, y solía visitarlo porque sabía que era más que improbable toparse allí con ninguno de los demás empleados del banco ni, en general, con ninguna de las personas que constituían la élite del país. En el Metropol podía estar tranquilo. Esa noche, en la mesa contigua vio a un hombre que hablaba mal el portugués. El inglés del camarero tampoco parecía suficiente, de modo que Carter intervino para prestarles su ayuda.

Después, empezaron a charlar. De este modo, se enteró de que el hombre era de nacionalidad sueca y que se hallaba en Luanda para realizar un trabajo para el Estado como asesor en telecomunicaciones, un sector en el que el país adolecía de un retraso considerable. Carter nunca acertó a determinar después qué fue en realidad lo que despertó su interés por aquel individuo. De hecho, en condiciones normales, él solía guardar las distancias con respecto a los demás. Pero había algo en aquella persona que enseguida llamó su atención. Carter era un ser desconfiado y, cuando conocía a alguien, presuponía, de entrada, que se trataba de un enemigo.

Apenas si habían intercambiado algunas frases cuando Carter ya había comprendido que aquel hombre que ocupaba la mesa contigua y que no tardaría en cambiarse a la suya era muy inteligente. Por si fuera poco, no era un técnico estrecho de miras y con un elenco de intereses reducido; antes al contrario, resultó ser un hombre muy leído y bien informado tanto sobre la historia colonial de Angola como sobre la intrincada situación política del momento.

El individuo en cuestión se llamaba Tynnes Falk, según él mismo se había presentado aquella noche, poco antes de que se despidiesen. Fueron los últimos clientes del restaurante, donde no quedaba ya más que un adormilado camarero que aguardaba junto a la barra. A la puerta del local, los esperaban sus respectivos chóferes. Falk se alojaba en el hotel Luanda y decidieron que se verían la noche siguiente.

Falk permaneció en Luanda durante tres meses. Hacia el final de su estancia en la capital angoleña, Carter le ofreció un nuevo trabajo de asesoría aunque, en el fondo, no fue más que una excusa que le brindaría la posibilidad de regresar y de retomar sus criarías.

Falk regresó dos meses más tarde. En aquella segunda visita, le confesó que no estaba casado. Carter tampoco lo estaba, aunque había vivido durante años con diversas mujeres, de las que tenía cuatro hijos, tres niñas y un niño, a los que prácticamente no vela. Además, tenía dos amantes negras en Luanda, que solía alternar. Una era profesora de la universidad y la otra la ex mujer de un ministro. Como era habitual, mantenía sus relaciones en el más absoluto secreto para todos, salvo para el servicio doméstico. Por otro lado, había procurado evitar mantener relaciones con empleadas del banco. Dado que Falk parecía sufrir un alto grado de soledad, Carter le facilitó la oportuna compañía de una mujer llamada Rosa, hija de un comerciante portugués y la sirvienta negra de éste.

Falk empezó a encontrarse a gusto en África. Carter le había ayudado a localizar una casa con jardín y vistas al mar, junto al hermoso golfo de Luanda. Por si fuera poco, había redactado un contrato conforme al cual Falk recibía un salario altísimo por el escaso trabajo que, en realidad, llevaba a cabo.

Continuaron entregándose a sus conversaciones y no tardaron en comprobar que, cualquiera que fuese el tema en que se centrasen durante las largas y calurosas noches africanas, ellos dos compartían en gran medida sus opiniones, ya fuesen de índole política o moral. Aquello llevó a Carter a pensar que, por primera vez en su vida, había dado con una persona a la que poder confiarse sin reservas. Otro tanto pensaba Falk. Se dedicaban a escucharse mutuamente, con creciente interés y con un asombro nacido del descubrimiento de que sus pareceres fuesen tan similares. De hecho, aquel radicalismo traicionado no era lo único que los unía. Ninguno de los dos había sucumbido a una amargura pasiva e introvertida. Hasta el instante en que la casualidad hizo que se cruzasen sus caminos, cada uno de ellos había hallado su vía de escape particular. Ahora podrían adoptar una común. Así, enumeraron unas cuantas condiciones sobre las que no cabía el menor desacuerdo entre los dos. ¿A qué podían recurrir, más allá de las ya obsoletas ideologías al uso, en medio de aquel inextricable bullir de personas y de ideas nacidas en un mundo que cada vez se les antojaba más corrupto? ¿Cómo construir un mundo verdaderamente mejor? ¿Acaso era posible llevar a término aquel cometido, mientras siguiesen en pie los viejos cimientos? Poco a poco, llegaron a la conclusión, incitándose el uno al otro, de que tal empresa apenas si sería posible a menos que se diese una condición absoluta para ello: la destrucción total de cuanto existiese hasta el momento.

De modo que, durante aquellas tertulias nocturnas, comenzó a forjarse el plan. Muy despacio, fueron indagando hasta hallar el punto en que poder aunar sus conocimientos y experiencias. Carter escuchaba con creciente fascinación los asombrosos relatos que Falk le refería acerca del mundo de la electrónica y la informática en el que él se desenvolvía. Gracias a su nuevo amigo sueco llegó a comprender que, en verdad, nada era imposible. Aquellos que dominaban los entresijos de la comunicación electrónica eran los auténticos dueños del poder. Y con no menos excitado interés escuchaba Carter cómo Faík describía las guerras del futuro. Según él, las tecnologías de la información supondrían para los conflictos actuales e inminentes lo que el tanque durante la primera guerra mundial o la bomba atómica en la segunda. En efecto, el arsenal del enemigo podría verse furtivamente invadido de bombas de relojería compuestas simplemente de virus informáticos programados con antelación. Sus mercados de acciones y sus sistemas de comunicaciones se verían reducidos a la ruina tan sólo mediante impulsos eléctricos. Las nuevas técnicas harían que el poder sobre el futuro no se decidiese en los ámbitos más sofisticados, como sería de suponer, sino ante unos teclados de ordenador o en laboratorios. La era de los submarinos nucleares no tardaría en ser historia. La verdadera amenaza la constituían ahora los cables de fibra óptica que tejían sus redes, cada vez más densas, a lo largo de toda la superficie terrestre.

El gran plan comenzó a fraguarse paulatinamente, en el transcurso de aquellas cálidas noches africanas. Desde el principio, ambos se mostraron resueltos a tomarse todo el tiempo necesario; a no precipitarse nunca. Un buen día, llegaría el gran momento. Y entonces ellos estañan preparados.

Además, sus personalidades y conocimientos se complementaban. Carter disponía de los contactos adecuados; sabía cómo funcionaba el Banco Mundial y conocía con detalle los sistemas financieros, por lo que era bien consciente de la fragilidad de la economía mundial. Lo que muchos no dudaban en calificar de fortaleza, el hecho de que todas las economías del mundo avanzasen para entrelazarse, podría convertirse en su antítesis. Y Falk era el técnico capaz de diseñar el modo en que las diversas ideas podrían convertirse en realidad.

Durante muchos meses, cada noche, se reunieron para perfilar los detalles del gran golpe.

Después, mantuvieron el contacto de forma regular durante más de veinte años, pues sabían que aún no era el momento. Pero ese momento llegaría y, entonces, atacarían. El día en que la electrónica contase con las herramientas necesarias y que el mundo financiero internacional fuese tan interdependiente que un único golpe fuese capaz de deshacer el nudo; ése sería el gran día.

Un ruido vino a arrancar de su reflexión a Carter que, instintivamente, echó mano de la pistola que guardaba bajo la almohada. Hasta que comprendió que tan sólo era Celina, que zarandeaba los candados de la entrada a la cocina. Irritado, pensó que debería despedirla. Alborotaba demasiado cada mañana, mientras le preparaba el desayuno. Además, los huevos nunca estaban como a él le gustaban. Celina era fe; gorda, tonta. No sabía ni leer ni escribir y tenía nueve hijos, adema de un marido cuya única labor, cuando no estaba borracho, era tumbarse a parlotear a la sombra de un árbol.

Hubo un tiempo en que Carter confió en que serían precisamente aquellas personas quienes crearían el nuevo mundo. Pero ya había mudado de parecer, de modo que tanto daba si desaparecían con el o den existente, si todo quedaba reducido a despojos.

El sol se afirmaba ya sobre el horizonte, pero Carter permanecí aún un instante bajo las sábanas, pensando en lo sucedido. Tynnes Falk estaba muerto. Aquello que tanto temían, había sucedido a pesar de todo, Ellos siempre lo habían tenido presente en el proceso de elaboración de su plan. Siempre habían contado con la posibilidad d que sucediese algo inesperado, algo que no fuese posible prever ni controlar. De hecho, lo tenían calculado y habían construido sistemas defensivos y soluciones alternativas. Sin embargo, jamás imaginaron que uno de ellos dos pudiese morir de una muerte tan absurda y accidental. Y, pese a todo, eso fue, precisamente, lo que ocurrió. El día en que Carter recibió la llamada telefónica de Suecia, se resistió a dar crédito a lo que le decían. Su amigo estaba muerto. Tynnes Falk había dejado de existir. Aquella circunstancia, además de venir a arruinar los proyectos de ambos, le causaba un profundo dolor. Por otro lado, había ocurrido en el peor momento imaginable, justo antes de que diesen el golpe decisivo. De modo que ahora tan sólo a él se le concedería participar del gran momento. Aun así, sabía de sobra que la vida no estaba conformada únicamente por decisiones conscientes y planes bien elaborados. La vida también contenía las casualidades.

Él ya había asignado en su cabeza un nombre a aquella gran operación: «La ciénaga de Jakob».

Aún recordaba cómo en una ocasión excepcional en que había bebido demasiado vino, Falk comenzó a hablar de su niñez, que había transcurrido en una finca donde su padre era una especie de administrador; algo así como el capataz de las antiguas plantaciones portuguesas de Angola. Allí, en los aledaños de un bosque cercano, había una ciénaga. La flora que por allí se prodigaba era, a decir de Falk, desconcertante y caótica, pero hermosa. Los juegos de su niñez habían tenido aquella ciénaga por escenario; allí había visto volar las libélulas y había pasado los mejores momentos de su vida. Aquel lugar se llamaba la Ciénaga de Jakob porque, según supo contar, un hombre llamado Jakob, víctima de un amor no correspondido, se había ahogado en ella hacía ya muchos años.

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