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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (42 page)

BOOK: Cortafuegos
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—Mantened los ojos abiertos —ordenó Wallander al tiempo que les entregaba la nota con el número de matrícula.

Cuando iba de regreso a su coche, cayó en la cuenta de que llevaba las llaves de Setterkvist en el bolsillo. En realidad, era Martinson quien las necesitaba, puesto que él sería quien acompañase a Robert Modin para seguir hurgando en el ordenador de Falk. Sin saber muy bien por qué, abrió el portal y subió a la buhardilla. Antes de abrir, escuchó con atención junto a la puerta. Una vez dentro y ya con la luz encendida echó una ojeada a su alrededor, al igual que hizo la primera vez, por si vela algo que le hubiese pasado inadvertido en aquella primera ocasión tanto a él como a Nyberg. No halló nada nuevo, no obstante, de modo que se sentó en la silla contemplando la pantalla negra.

Robert Modin había mencionado una combinación de cifras relacionadas con el número veinte. Wallander comprendió enseguida que el joven había detectado algo; que, en lo que para Martinson y para él mismo no era más que una laberíntica sucesión de cifras, Robert Modin había sabido distinguir un patrón. Lo único que a él se le ocurría era que, en una semana, estarían a 20 de octubre, y que veinte era la primera mitad de la cifra del sugerente año 2000. Sin embargo, la cuestión seguía sin respuesta. ¿Qué podía significar aquello? Y, sobre todo, ¿significaría algo para la investigación que los tenía ocupados?

Durante sus años escolares, a Wallander no se le habían dado muy bien las matemáticas. Más aún, de todas aquellas asignaturas en las que había obtenido malos resultados a causa de la pereza, las matemáticas se distinguían porque, en el fondo, jamás las había comprendido, pese a haberlo intentado. Los números y las cifras conformaban un mundo en el que él jamás había conseguido penetrar.

De repente, el teléfono que había junto al ordenador empezó a sonar.

Wallander se llevó un tremendo sobresalto. El timbre resonaba en la habitación. Fijó la mirada en el sombrío aparato y, al séptimo tono, levantó el auricular y se lo llevó al oído.

Se oían interferencias, como si la línea quisiera conectarle con algún lugar remoto en el que alguien estaba a la escucha.

Wallander dijo «hola» una vez, dos veces… Pero lo único que pudo distinguir fue la respiración de alguien entremezclada con el ruido.

Después, se oyó un clic y la comunicación se cortó. Wallander colgó el auricular con el corazón acelerado. En efecto, ya había oído aquel ruido en otra ocasión: el día en que escuchó el contestador de Falk en el apartamento de la calle de Apelbergsgatan.

«Había alguien al otro lado del hilo telefónico», dedujo. «Alguien que quería hablar con Faík. Pero él está muerto y no puede contestar».

De repente, lo asaltó la idea de que existía otra posibilidad: que la persona que llamaba quisiese hablar con él. ¿No lo habría visto nadie subir al despacho de Falk?

Recordó que, aquella misma tarde, se había detenido en medio de la calle como si alguien lo estuviese siguiendo.

Un renovado desasosiego lo inundó enseguida. Hasta aquel momento, había logrado domeñar la amenaza de aquella sombra que le había disparado hacía tan sólo un par de días. Pero las palabras de advertencia de Ann-Britt resonaban en su mente: debía conducirse con cautela.

Se puso en pie y se encaminó hacia la puerta. Pero no se oía el menor ruido.

De modo que regresó junto al escritorio y, en un acto inopinado y distraído, levantó el teclado. Debajo halló, para su sorpresa, una tarjeta postal.

Enfocó la luz del flexo y se encajó las gafas. La postal llevaba allí, a juzgar por sus colores desvaídos, bastante tiempo y tenía por motivo una playa flanqueada de palmeras con un muelle, un mar salpicado de pequeños pesqueros y una hilera de altos edificios al fondo. Le dio la vuelta y comprobó que estaba dirigida a Tynnes Falk y a la dirección de Apelbergsgatan, de lo que dedujo que Siv Eriksson no recibía todo su correo. ¿Le habría mentido la mujer o simplemente no sabría que Falk recibía correo también en su domicilio? El texto de la misiva era corto, tanto como pudiera imaginarse, pues constaba tan sólo de una letra: la letra ce. Wallander intentó descifrar el matasellos. El sello estaba totalmente desgastado y no pudo distinguir en él más que las letras ele y de, lo que significaba que dos de las letras restantes serían, con toda probabilidad, vocales. No obstante, fue incapaz de distinguir de cuáles se trataba. Tampoco la fecha era legible ni había impresión alguna en el reverso que aclarase qué ciudad representaba la fotografía. Excepción hecha de la dirección y la consonante ce, no había nada más que una mancha que cubría la mitad de la dirección, como si alguien hubiese estado comiéndose una naranja mientras la escribía; o mientras la leía. El inspector se esforzaba por combinar las letras ele y de con algunas otras, más no logró componer ninguna palabra. En la imagen, también había algunas personas, perceptibles como puntos diminutos. Mientras contemplaba la fotografía, le vino a la mente aquella ocasión en que, hacía ya algunos años, emprendió su poco afortunado y no menos caótico viaje a las Antillas. Allí también había palmeras. Pero la ciudad le resultaba desconocida.

Pensó entonces en la letra, la misma ce solitaria que había leído en el cuaderno de bitácora de Falk. Un nombre. Tynnes Falk sabía quién era el remitente y por eso había conservado la postal. En aquella habitación vacía, en la que, salvo el ordenador, no había más que unos planos de la central transformadora, había guardado aquella postal. Un saludo de Curt, o de Conrad… Wallander se guardó la postal en el bolsillo antes de proseguir su inspección mirando debajo del ordenador. P allí no había nada. Buscó luego bajo el teléfono. Sin resultado.

Permaneció sentado aún unos minutos, transcurridos los cuales se levantó, apagó las luces y abandonó el despacho.

De regreso en la calle de Mariagatan, notó que sentía una tremenda fatiga. Pese a todo, no pudo por menos de ir a buscar una lámpara, sentado a la mesa de la cocina, aplicarse a estudiar la postal una vez más. No obstante, no detectó nada que no hubiese visto ya.

Poco antes de las dos, se fue a la cama.

Enseguida lo venció el sueño.

La visita de Wallander a la comisaría el lunes por la mañana fue muy breve. Le dejó a Martinson las llaves del despacho de Falk y lo puso al corriente del coche que los agentes de guardia habían detectado durante la noche. De hecho, Martinson ya tenía sobre su mesa el correspondiente informe en el que figuraba el numero de matrícula. No obstante, prefirió reservarse el descubrimiento de la postal, no porque desease mantenerlo en secreto, sino porque tenía prisa y no quería enredarse en una prolongada discusión infructuosa. Antes de abandonar la comisaría, hizo dos llamadas telefónicas. La primera, a Siv Eriksson, para saber si el número 20 le sugería algo y si recordaba que Falk hubiese mencionado en alguna ocasión a alguna persona cuyo nombre o apellido comenzase por la letra ce. La mujer no fue capaz de responder de inmediato y le prometió que pensaría en ello. Entonces, el inspector le reveló el hallazgo de la postal que, si bien había aparecido en el despacho de Runnerstroms Torg, estaba dirigida a la calle de Apelbergsgatan. La reacción de ella fue de tan sincera sorpresa, que Wallander no vio motivo para dudar de su veracidad. En efecto, la colaboradora del difunto Falk lo había creído sin reservas cuando éste le aseguró que todo el correo iría a parar a su dirección. Sin embargo, había algunas personas, entre las que se hallaba aquella que se hacía llamar C, que se habían servido de la dirección de Apelbergsga tan. Y ella jamás tuvo conocimiento de tal circunstancia.

Wallander le hizo una descripción de la fotografía de la pos pero ni el motivo ni las dos letras que había logrado distinguir le sugerían nada a la mujer.

—Es posible que, pese a todo, tuviese varias direcciones —aventuró ella.

El inspector intuyó cierto tono de decepción en su voz, como si sintiese que Falk la había traicionado.

—Está bien, lo investigaremos —aseguró Wallander—. De hecho, cabe la posibilidad de que estés en lo cierto.

Siv Eriksson no había olvidado la lista que él le había pedido y le prometió que pasaría a dejarla en la comisaría a lo largo del día.

Concluida la conversación, Wallander constató que el simple hecho de oír su voz lo había puesto de buen humor. Sin embargo, no se abandonó a la deriva de ulteriores indagaciones sobre posibles estados de ánimo, sino que marcó sin dilación el segundo número, que no era otro que el de Marianne Falk. El recado que tenía para ella era muy breve: iría a verla media hora más tarde.

Después, hojeó rápidamente cuantos documentos aparecían amontonados sobre su mesa, entre los que halló algunos que habrían precisado su intervención inmediata. Sin embargo, no tenía tiempo para ello, de modo que, resolvió, habría que dejar crecer la montaña un poco más. Poco antes de las ocho y media, salía de la comisaría sin dejar dicho hacia dónde se dirigía.

Wallander pasó las horas siguientes sentado en el sofá de Marianne Falk mientras ésta le hablaba del hombre con el que había estado casada. El inspector decidió empezar por el principio, por lo que le preguntó cuándo se habían conocido, dónde, qué impresión le había causado él entonces… Marianne Falk resultó ser una mujer con muy buena memoria que rara vez se trababa o tardaba en encontrar las respuestas. Pese a haber tomado la precaución de llevarse uno de sus blocs escolares, Wallander no hizo muchas anotaciones, pues tan sólo una ínfima parte de la información que Marianne Falk le estaba proporcionando aquella mañana precisaría de ulterior investigación. En efecto, no se hallaba aún más que en los preliminares, en su primera aproximación a una visión general de la historia personal de Tynnes Falk.

Marianne Falk explicó que Tynnes había crecido en una finca situada a las afueras de Linkóping, de la que el padre era administrador. Era hijo único y, tras completar sus estudios de bachillerato en aquella ciudad, prestó el servicio militar en el regimiento de infantería de okovde, antes de emprender sus estudios universitarios en Uppsala. Al Parecer, se había sentido algo perdido e indeciso al principio pues, por lo que ella sabía, había estudiado tanto Derecho como Historia de la literatura. No obstante, tras aquel primer año en Uppsala, se trasladó a Estocolmo y se matriculó en la facultad de Empresariales. Y fue precisamente entonces, durante una fiesta de estudiantes, cuando se conocieron.

—A Tynnes no le gustaba bailar —aseguró ella—. Pero, aun así, allí estaba. Alguien nos presentó y recuerdo que, al principio, pensé que era un aburrido. Vamos, que no puede decirse que fuese amor a primera vista. Al menos, no por mi parte. Pocos días después, me llamó Yo ni siquiera sabía cómo había conseguido mi número de teléfono Dijo que le gustaría que nos viéramos de nuevo; pero no para dar u paseo o para ir al cine… Su propuesta me dejó atónita.

—¿Ah, sí? ¿Y qué quería?

—Pues quería que fuésemos al aeropuerto de Bromma para contemplar los aviones.

—¡Vaya! Y eso, ¿por qué?

—Porque le gustaban los aviones. De modo que fuimos allí. Lo sabía casi todo acerca de los aparatos que se alineaban en los hangares. Y sobre los que aterrizaron o despegaron mientras estuvimos allí. La verdad es que a mí me parecía un poco raro. De hecho, no era así como yo había imaginado conocer al hombre de mi vida.

Aquello sucedía en 1972, Wallander dedujo que Tynnes había sido muy persistente, en tanto que Manarme había adoptado una postura bastante más escéptica ante aquella relación. Y la sinceridad de que ella hizo gala al referirle este asunto sorprendió no poco a Wallander.

—Su conducta era de una contención modélica —confesó la mujer—. En realidad, creo que le llevó más de tres meses caer en la cuenta de que tal vez debiera besarme. Y, de no haberlo hecho, estoy segura de que yo me habría cansado y lo habría dejado. Lo más probable es que él se diese cuenta de ello, y entonces se dejó caer con aquel beso.

Durante el tiempo transcurrido entre 1973 y 1977, ella llevó a cabo sus estudios de enfermería. En realidad, Marianne soñaba con ser periodista, pero no pudo entrar en la Escuela Superior de Periodismo. Sus padres vivían en Spánga, a las afueras de Estocolmo, donde su padre poseía un pequeño taller de mecánica.

—Tynnes jamás hablaba de sus padres —aseguró ella—. Tuve que sacarle con cuentagotas cualquier dato sobre su infancia. Ni siquiera estaba segura de que estuvieran vivos. Lo único que sí sabía es que no tenía hermanos. Y yo tengo cinco…, así que me llevó una eternidad convencerlo para que viniese a casa a conocer a mis padres. Era muy tímido o, al menos, lo parecía.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que era un hombre muy seguro de sí mismo. Yo creo que en el fondo, sentía un profundo desprecio por gran parte de la humanidad. Por más que él sostuviese lo contrario.

—¿En qué sentido?

—Verás, cuando lo pienso, me doy cuenta de que nuestra relación fue muy extraña en realidad. Él vivía solo, en una habitación alquilada en la plaza de Odenplan. Yo, por mi parte, me quedé en casa de mis padres, en Spánga. No tenía mucho dinero y no me atrevía a pedir más créditos para los estudios. Pero a Tynnes jamás se le ocurrió sugerir siquiera que nos fuésemos a vivir juntos. Nos velamos tres o cuatro noches a la semana y, aparte de estudiar y contemplar los aviones, yo ignoraba por completo lo que hacía con su tiempo…, hasta el día en que empecé a hacerme una serie de preguntas.

Marianne Falk recordaba aquella tarde de un jueves de abril o tal vez primeros de mayo, unos seis meses después de que se hubiesen conocido. Precisamente aquel día no habían acordado verse. Tynnes tenía, según dijo, una clase muy importante a la que en modo alguno podía faltar. De modo que ella aprovechó para hacerle algunos recados a su madre. Camino de la estación central, se vio obligada a detenerse antes de atravesar la calle de Drottninggatan debido al paso de una manifestación a favor del Tercer Mundo. Las pancartas y las banderas hablaban del Banco Mundial y de las guerras coloniales portuguesas. Por su parte, ella no había sentido nunca especial interés por la política, pues procedía de un hogar socialdemócrata en el que reinaba la estabilidad, ni se había dejado arrastrar por la creciente ola izquierdista. En cuanto a Tynnes, tampoco él había manifestado otra orientación que un radicalismo generalizado, aunque siempre había sabido ofrecer respuestas determinantes a cualquiera de sus preguntas. Por otro lado, él parecía no poder sustraerse a la tentación de impresionar con sus conocimientos teóricos sobre política. Y, pese a todo, ella no podía dar crédito a sus ojos cuando, de repente, lo vio en medio de la manifestación, portando una pancarta que rezaba «Viva Cabral». Marianne averiguó más tarde que Amílcar Cabral era el líder del movimiento de liberación de Guinea Bissau. Pero allí, en la calle de Drottninggatan, quedó tan atónita que, al verlo, retrocedió unos pasos, de modo que él no la descubrió.

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