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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (64 page)

BOOK: Cortafuegos
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Wallander se acercó hasta un contenedor donde halló unos periódicos mojados. Con ellos, limpió lo mejor que pudo el vómito del asiento. Después, rodeó despacio el coche y observó indiferente la parte abollada del radiador. La lluvia había empezado a caer con fuerza. Pero a él no le importaba mojarse.

Se sentó al volante y, por segunda vez aquella mañana, puso rumbo a la plaza de Runnerstroms Torg. De repente, le vino a la mente el recuerdo de Sten Widén, con sus planes de venderlo todo y marcharse del país. «Suecia se ha convertido en un país del que todos huyen», resolvió. «Todos aquellos que tienen la menor posibilidad, se marchan. Y no quedamos más que la gente como yo. Y Sofía Svensson. Y Eva Persson». Se sintió indignado, no sólo por ellas, sino por sí mismo. «Estamos arrebatándole el futuro a toda una generación», prosiguió su discurrir. «A multitud de personas jóvenes, que terminan sus estudios en institutos donde los profesores se esfuerzan en vano, con clases demasiado numerosas y recursos cada vez más reducidos y obsoletos. Personas jóvenes que no llegarán ni a los aledaños de un trabajo digno. Jóvenes que se sentirán no sólo superfluos en la sociedad sino, simplemente, rechazados en su propio país».

Ignoraba cuánto tiempo había estado sumido en tan lúgubre meditación cuando, de repente, alguien lo hizo reaccionar con un suave golpeteo en la ventanilla. El inspector dio un respingo y levantó la vista para comprobar que era Martinson quien, con su sonrisa habitual y con una bolsa de bollos de merengue en la mano, le hacía señas a modo de saludo. Wallander se alegró al verlo, aun a su pesar. En condiciones normales le habría referido lo acontecido con la muchacha a la que acababa de dejar en el hospital. Sin embargo, en aquella ocasión, no mencionó una palabra sobre el incidente y salió del coche sin más.

—Creí que te habías dormido sentado en el coche.

—No, estaba pensando —rechazó Wallander en tono cortante—. ¿Ha llegado Alfredsson?

Martinson estalló en una estridente carcajada.

—Lo mejor de todo es que se parece bastante a su tocayo. Al menos, en el físico. Pero, desde luego, nadie podría calificarlo de divertido.

—Y Robert Modin, ¿está arriba?

—No, iré a recogerlo a la una.

Entretanto, habían cruzado la calle y subían ya la escalera.

—Un tal Setterkvist se presentó hoy en el despacho —comentó Martinson—. Un señor de edad bastante agrio. Quería saber cómo va a rescindirse el contrato de alquiler de Falk.

—Sí, ya lo conozco —explicó Wallander—. A decir verdad, él fue quien nos reveló que Falk tenía también este apartamento.

Continuaron escaleras arriba en silencio. A Wallander le vino a la cabeza el recuerdo de la chica a la que había llevado en el asiento trasero y sintió un profundo malestar. En el último rellano, se detuvieron.

—Alfredsson parece un hombre muy meticuloso —advirtió Martinson—. Pero estoy seguro de que es muy bueno. Por ahora, está analizando lo que hemos descubierto hasta el momento. Por cierto, que su mujer lo llama constantemente para quejarse de que no esté en casa…

—Bueno, yo sólo venía a saludarlo —comentó Wallander—. Después os quedaréis solos hasta que llegue Modín.

—¿Qué fue lo que dijo haber descubierto?

—No lo sé con exactitud. Pero estaba convencido de que había dado con la clave para penetrar más a fondo los secretos del ordenador de Falk.

Entraron, y Wallander comprobó de inmediato que Martinson tenía razón: el hombre de la brigada judicial de Estocolmo se asemejaba de forma sorprendente a su célebre homónimo. El inspector no pudo evitar una sonrisa. Además, dejó a un lado los tenebrosos pensamientos que habían ocupado su mente hacía tan sólo unos minutos. Al menos, por un instante. Se intercambiaron los saludos de rigor y Wallander le dio la bienvenida.

—Ni que decir tiene que te estamos muy agradecidos por haber acudido como apoyo pese a haberte avisado con tan poca antelación.

—¿Acaso tenía elección? —masculló Alfredsson con acritud.

—He comprado unos bollos de merengue —intervino Martinson. A ver si nos animamos. Wallander decidió retirarse sin más dilación pues, hasta que no llegase Modin, su presencia allí no era demasiado útil.

—Llámame cuando haya llegado Modin —le pidió a Martinson—. Yo me marcho.

En ese momento, Alfredsson, que estaba sentado ante el ordenador, lanzó un grito de victoria.

—¡Vaya, vaya! Falk ha recibido un mensaje.

Wallander y Martinson se le acercaron y observaron la pantalla.

Una pequeña luz intermitente avisaba de que había entrado un nuevo mensaje por correo electrónico. Alfredsson entró y descargó la carta.

—Pero…, es para ti —dijo mirando a Wallander con una expresión de asombro en el rostro.

Wallander se puso las gafas y leyó el mensaje. «Me han localizado. Necesito ayuda. Robert.» ¡Joder! —gritó Martinson—. Me aseguró que había borrado el rastro por completo.

«Otro más no», rogó Wallander desesperado. «No sería capaz de soportarlo».

Iba ya escaleras abajo con. Martinson a escasa distancia.

El coche del colega era el que tenían más cerca. Wallander puso las luces de emergencia.

Habían dado las diez de la mañana cuando salieron de Ystad.

Una lluvia torrencial caía sobre la ciudad.

34

Cuando, tras una carrera vertiginosa, llegaron a Loderup, Wallander tuvo la oportunidad de conocer a la madre de Robert Modin. Era una mujer de extraordinario sobrepeso y parecía nerviosa en extremo. Lo más sorprendente era, no obstante, que la encontró tumbada en un sofá, con un paño húmedo sobre la frente y sendas bolitas de algodón en las narinas.

En efecto, tan pronto como entraron con el coche en el jardín de la casa, la puerta de entrada se abrió y tras ella apareció el padre de Roben Modin. Wallander rebuscaba en su memoria mientras se preguntaba si habría oído alguna vez su nombre. Se dio, al fin, por vencido y le preguntó a Martinson.

—Se llama Axel Modin —aclaró el colega.

Salieron del coche y fueron a su encuentro. Lo primero que dijo Axel Modin fue que Robert se había llevado el coche. El hombre repetía aquellas palabras una y otra vez.

—El chico se ha llevado el coche. ¡Y ni siquiera tiene permiso de conducir!

—Pero ¿sabe conducir? —inquirió Martinson.

—No exactamente. Yo he intentado enseñarle, pero, la verdad, no me explico cómo he podido tener un hijo tan poco dotado para todo lo práctico.

«Para todo menos para los ordenadores, por raro que parezca», precisó Wallander para sí.

Se apresuraron a cruzar el jardín para ponerse a cubierto de la abundante lluvia. Ya en el vestíbulo, el padre de Robert Modín les advirtió en un susurro que su mujer estaba en la sala de estar.

—Le sangra la nariz —explicó—. Suele ocurrirle cuando se impresiona.

Wallander y Martinson entraron a saludarla pero, al oír que eran Policías, la mujer se echó a llorar de inmediato.

—Será mejor que nos sentemos en la cocina —sugirió Axel Modin—. Así la dejaremos tranquila. Es un poco nerviosa.

Martinson asintió, lo que provocó una inmediata irritación en Wallander. «¡Qué coño ibas tú a notar si yo estuviese pensando al otro lado de la puerta de mi despacho!», se dijo airado.

—En fin, sigamos. Le llevaste a tu mujer el desayuno a la cama, ¿no es así?

—No, ella no desayuna en la cama, sino en una mesita que tiene en el dormitorio. Siempre está muy nerviosa por las mañanas y necesita tomarse las cosas con calma.

—Ya. ¿Qué ocurrió luego?

—Bajé a fregar los platos y a dar de comer a los gatos y a las gallinas. Y a los gansos, claro, que también tenemos algunos. Luego fui al buzón a buscar el periódico y me puse a hojearlo mientras me tomaba otro café.

—¿Y todo seguía en silencio en el piso de arriba?

—Así es. Después… sucedió.

Martinson y Wallander prestaban atención. Axel Modin se levantó y se dirigió hasta la puerta entreabierta de la sala de estar. La cerró aún unos centímetros, de modo que no quedó más que un resquicio, antes de regresar a la mesa y volver a ocupar su asiento.

—Entonces…, bueno, de repente, oí que se abría la puerta de Robert, que apareció a todo correr escalera abajo. Yo estaba sentado aquí mismo, pero, antes de que él llegase a la cocina, ya me había puesto en pie. Su aspecto era de total desaliño y me clavó una mirada aterrada, como si hubiese visto un fantasma. Echó a correr hacia la calle y cerró la puerta sin darme ocasión a pronunciar palabra. Luego, regresó para preguntarme, o más bien gritarme, si había visto a alguien.

—¿Eso dijo? ¿Si habías «visto a alguien»?

—Eso mismo. Parecía totalmente fuera de sí y yo le pregunté cuál era el problema, pero él no escuchaba. Miró por las ventanas, tanto de la cocina como de la sala de estar. En ese momento, oí que mi mujer estaba llamándome desde el dormitorio. Estaba asustada. Fueron unos momentos terribles, de desconcierto absoluto. Pero la cosa fue a peor.

—¡Ajá! ¿Qué pasó?

—Robert volvió a la cocina con mi escopeta en la mano, gritando que le diese la munición. Me asusté y le pregunté qué sucedía, pero él no respondió. Quería la munición, a toda costa. Pero yo no se la di.

—¿Y entonces?

—Arrojó la escopeta sobre el sofá de la sala de estar y tomó las llaves del coche, que estaban en el vestíbulo. Yo intenté detenerlo, pero me dio un empujón y se marchó.

—¿A qué hora fue eso?

—No lo sé. Mi mujer estaba sentada sobre un peldaño, gritaba y tuve que acudir en su ayuda. Pero serían las nueve y cuarto, más o menos.

Wallander miró el reloj y comprobó que hacía más de una hora que se había producido el incidente, de lo que dedujo que el muchacho había enviado el mensaje justo antes de marcharse.

Wallander se puso en pie.

—¿Pudiste ver qué dirección tomaba?

—Fue hacia el norte.

—Por cierto, ¿viste a alguien ahí fuera cuando fuiste a recoger el periódico y a darles de comer a las gallinas?

—¿Quién iba a haber ahí fuera, con este tiempo?

—No sé, algún coche aparcado por ahí, tal vez. O que pasase por la carretera.

—No, no vi a nadie.

Wallander le hizo a Martinson un gesto para que lo siguiese.

—Tenemos que ver su habitación —afirmó Wallander.

Axel Modin parecía hundido en su silla.

—¿Podría alguien explicarme lo que está ocurriendo?

—Por ahora, será mejor que no —señaló Wallander—. Pero haremos lo posible por dar con Robert.

—El chico tenía miedo —declaró Axel Modin—. Jamás lo había visto tan asustado.

Tras un breve silencio, añadió:

—Estaba tan asustado como suele estarlo su madre.

Martinson y Wallander subieron al piso superior. Martinson señaló la escopeta que estaba apoyada contra la barandilla de la escalera. Cuando entraron en la habitación de Robert, vieron que los dos ordenadores estaban encendidos. Había varias prendas de ropa esparcidas por el suelo, y de la papelera, junto al escritorio, sobresalían los papeles.

—En algún momento justo antes de las nueve sucedió algo —especuló Wallander—. El muchacho se asusta, nos hace llegar el mensaje por correo electrónico y se marcha. Está desesperado y, literalmente, muerto de miedo. De hecho, le pide al padre munición para la escopeta, pero, al no conseguirla, mira por la ventana y se va con el coche.

Martinson le hizo notar que se había dejado el móvil junto a uno de los dos ordenadores.

—Puede que lo llamasen por teléfono —aventuró—. O puede que él mismo realizase una llamada cuyo contenido lo hiciese sentir un terror inmediato. Es una lástima que no llevase el móvil cuando salió a toda prisa.

Wallander señaló los ordenadores.

—Pero, si nos envió un correo electrónico, pudo ser porque é mismo hubiese recibido algún mensaje. De hecho, nos dijo que habían descubierto su rastro y que necesitaba ayuda.

—Si, pero no esperó. Se fue sin más.

—Claro, pero eso puede significar o bien que algo más ocurrió después de que hubiese enviado el mensaje, o bien que estaba tan excitado que no fue capaz de esperar.

Martinson se había sentado ante el escritorio.

—Por el momento, dejaremos éste —dijo el colega al tiempo que señalaba el más pequeño de los aparatos.

Wallander no le preguntó cómo sabía cuál de los dos ordenadores era el más importante. Comprendió que, en aquellos momentos, dependía de Martinson. No estaba habituado a poseer menos conocimientos que uno de sus colaboradores más cercanos, aunque fin un modo circunstancial y transitorio.

Martinson empezó a teclear. La intensa lluvia castigaba la ventana con su repiqueteo. Wallander echó un vistazo a la habitación. Un póster que representaba una zanahoria gigante adornaba una de las paredes, como testimonio solitario y anómalo de un mundo distinto del electrónico que reinaba en el resto de la estancia: libros, disquete, equipamiento informático, cables que se perdían en intrincados nido de serpiente, módems, impresoras, un aparato de televisión, dos re productores de vídeo… Wallander se puso en cuclillas junto a Martinson preguntándose qué habría visto Robert Modin por la ventana mientras estaba sentado al ordenador. Desde donde él se encontraba en aquel momento, se divisaba a lo lejos la carretera. Era evidente que el muchacho podría haber visto un coche que pasase por allí. Echó una nueva ojeada a la habitación. Martinson seguía tecleando entre murmullos. Wallander levantó con cuidado un montón de papeles que había sobre la mesa, junto al que halló unos prismáticos. Miró a través de ellos la carretera envuelta en bruma. Una urraca solitaria aleteó atravesando el campo de visión de las lentes haciendo que Wallander diese un respingo. Por lo demás, no divisó nada especial. Una cerca medio derruida, varios árboles… Y un camino que serpenteaba abriéndose paso entre las plantaciones.

—¿Qué tal va eso? —inquirió.

Martinson no respondió más que con un susurro indescifrable. Wallander se puso las gafas dispuesto a mirar los papeles que había junto a los ordenadores Robert Modin tenía una letra difícil de interpretar. Los folios estaban plagados de cálculos y de frases garabateadas a toda prisa, a menudo inconclusas, sin un principio claro y sin punto final. Pero había una expresión que se repetía. «La demora». Unas veces seguida de un signo de interrogación, otras subrayada. «La demora». Wallander siguió hojeando los papeles. En una de las cuartillas, Robert Modin había dibujado un gato negro de orejas largas y afiladas y cuya cola derivaba en un cable enredado. «Los típicos garabatos que uno plasma sobre el papel cuando está pensando», adivinó Wallander. «O quizá cuando escucha a la persona con la que está hablando». En la hoja siguiente, figuraba otra anotación del chico: «¿Programación finalizada cuándo?», seguida de dos palabras: «¿Insider necesario?».

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