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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (63 page)

BOOK: Cortafuegos
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—En otras palabras, debemos subir a tierra firme, ¿no es eso?

—Verás, estaba pensando en la verja de la estación de transformadores. Estaba destrozada, pese a que la puerta interior había sido abierta con llave.

Wallander empezaba a comprender el alcance de su razonamiento. Nyberg se había aproximado a algo realmente importante y el inspector experimentó cierta irritación ante el hecho de no haber reaccionado así él mismo mucho antes.

—Quieres decir que la persona que abrió la puerta con la llave, abrió la verja del mismo modo, pero que la forzó y la rompió después para crear confusión entre nosotros.

—No creo que exista otra explicación más sencilla.

Wallander corroboró su tesis con un gesto.

—Bien pensado —lo felicitó—. La verdad, me avergüenzo de que no se me haya ocurrido a mí.

—Claro, pero tú no puedes pensar en todo —apostilló Nyberg evasivo.

—¿Algún otro detalle que creas debemos considerar como escoria y cuya única función sea la de sembrar el desconcierto entre nosotros?

—Conviene ir con cuidado, no sea que desechemos algún hecho fundamental y nos quedemos con lo accesorio —apuntó Nyberg.

—Todos los ejemplos que te vengan a la cabeza pueden ser significativos.

—Bueno, yo creo que esto era lo más importante. Y tampoco estoy diciendo que yo tenga razón. Simplemente, estaba pensando en voz alta.

—Bueno, al menos, es una excelente idea que nos proporciona otra atalaya a la que encaramarnos y desde la que examinar lo ocurrido.

—A mí se me antoja a veces que nuestro trabajo es similar al del pintor ante su caballete —explicó Nyberg—. Trazamos unas líneas, rellenamos con algo de color y damos un paso atrás para contemplar el resultado con algo de perspectiva. Después, nos adelantamos de nuevo dispuestos a proseguir. Y me pregunto si ese paso atrás no será el decisivo, el que nos permite ver con claridad qué se expone a nuestra mirada.

—El arte de ver lo que uno ve —concretó Wallander—. ¡Vaya! Eso es algo que deberías proponer en la Escuela Superior de Policía.

Las palabras de Nyberg rezumaron un profundo desprecio:

—¿Y tú crees que a los jóvenes aspirantes a policía les importa un carajo lo que diga un viejo perito criminalista acabado?

—Puede que más de lo que tú crees. A mí me prestaron gran atención cuando di la conferencia hace unos años.

—Pues yo pienso jubilarme —sentenció Nyberg—. Me dedicaré a tejer alfombras y a pasear por la montaña. Y eso es todo.

«¡Y un cuerno!», rechazó Wallander para sí, aunque, claro está, no dijo nada. Nyberg se levantó dando a entender que allí concluía la charla y fue a lavar el tazón. Lo último que Wallander oyó antes de salir del comedor fueron las maldiciones del técnico por el mal estado del estropajo.

Wallander reemprendió su interrumpido paseo. Era a Hanson a quien deseaba ver. La puerta del despacho del colega estaba entreabierta y Wallander vislumbró su figura: sentado ante su escritorio, se dedicaba a rellenar uno de los innumerables cupones de apuestas con los que siempre andaba enredado. En efecto, Hanson vivía en una espera cada vez más impaciente de que alguno de los complejos sistemas de acierto funcionase algún día convirtiéndolo en un hombre rico. El día que los caballos corriesen como él quería, sus sueños se verían colmados.

Wallander dio unos golpecitos en la puerta antes de empujarla con el pie y entrar en el despacho, lo que ofreció a Hanson la oportunidad de ocultar los cupones a tiempo.

—He visto tu nota.

—Ha aparecido la furgoneta Mercedes.

Wallander se apoyó en el dintel de la puerta mientras Hanson rebuscaba en su caótica y creciente montaña de papeles.

—Procedí tal y como me recomendaste. Volví a mirar en los regístros y ayer una pequeña empresa de alquiler de coches de Malmö denunció su sospecha de que una de sus furgonetas había sido robada una Mercedes de color azul oscuro. Tendrían que haberla devuelto miércoles pasado. La compañía se llama Biloch Lastvagnsservice. Tanto las oficinas como el parque móvil están en Frihamnen.

—¿Quién la había alquilado?

—Te gustará la respuesta: un hombre de aspecto asiático.

—A ver, se llamaba Fu Cheng y pagó con American Express, ¿me equivoco?

—Exacto.

Wallander asintió nervioso.

—Alguna dirección tuvo que dar, ¿no?

—Si, hotel Sant Jórgen, pero en la compañía la comprobaron, como es natural, en cuanto empezaron a sospechar que había algo raro. Y en el hotel les dijeron que nunca habían tenido un huésped con ese nombre.

Wallander frunció el entrecejo: allí había algo que no encajaba.

—¿No te parece curioso? No es verosímil que el individuo que se hace llamar Fu Cheng se arriesgue a que alguien compruebe si es o no cierto que se aloja donde ha dicho.

—Bueno, existe una explicación —aclaró Hanson—. En el hotel Sant Jórgen se había hospedado un ciudadano danés de nombre Andersen, pero de origen asiático. Una descripción comparativa realizada por teléfono indica que puede tratarse de la misma persona.

—¿Cómo pagó ese danés su habitación?

—Al contado.

Wallander reflexionó un instante.

—Lo normal, en cualquier caso, es que uno facilite la dirección del domicilio. ¿Qué anotó Andersen al inscribirse?

Hanson hojeó sus papeles y uno de los cupones de apuestas cayó al suelo sin que él lo notase siquiera, pero Wallander tampoco comentó nada.

—A ver, aquí lo tenemos. Andersen escribió una dirección de Vedbíek.

—¿Se ha comprobado ese dato?

—La compañía de alquiler de coches tenía gran interés; supongo que el vehículo es muy valioso. Pero resultó que no existía ningún cliente con ese nombre.

—Y ahí se acaba el rastro —sentenció Wallander.

—Y la furgoneta sigue sin aparecer.

—Bien, pues algo sabemos.

—Claro, pero la cuestión es cómo seguir adelante con el asunto de la furgoneta.

Wallander tomó una decisión sobre la marcha.

—Esperaremos. No malgastes tus tuerzas en eso: hay cosas más importantes que hacer.

Hanson hizo un molinete de desaliento al tiempo que señalaba el montón de papeles.

—¡No sé cómo voy a tener tiempo de ver todo esto! Pero Wallander no soportaba la idea de verse envuelto en otra de las recurrentes conversaciones sobre los menguados recursos policiales.

—Bien, hablaremos luego —atajó antes de salir raudo del despacho. Tras haber revisado algunos de los documentos que yacían sobre su escritorio, tomó la cazadora dispuesto a dirigirse a la plaza de Runnerstróms Torg para conocer a Andersson, el experto de la brigada de Estocolmo. Además, tenía curiosidad por saber cómo iría el encuentro entre él y Robert Modin.

Sin embargo, una vez en el coche, aguardó un instante antes de poner en marcha el motor. Con la mente distraída en los recuerdos de la noche anterior, se dijo que hacía mucho tiempo que no se sentía tan animado. Aún le costaba creer que aquello hubiese sucedido de verdad. Pero Elvira Lindfeldt existía en el mundo de los sentidos y no era sólo un espejismo.

De repente, no pudo controlar el impulso de llamarla. Sacó el móvil del bolsillo y marcó el número que había memorizado enseguida. Al tercer tono, ella respondió. Pese a que la mujer pareció alegrarse de oír su voz, a Wallander le dio la impresión de que su llamada era inoportuna. En realidad, no habría sabido decir cuál era el origen de aquella sensación, pero allí estaba, sin lugar a dudas. Una imprevista oleada de celos lo atravesó al punto, pero logró mantener el control e impedir que se dejase traslucir en su tono de voz.

—Hola, sólo llamaba para darte las gracias por la cena.

—Bueno, no hay de qué.

—¿Fue bien el viaje?

—Sí, sólo que estuve a punto de atropellar a una liebre.

—Ya. Yo estaba aquí sentado imaginando qué hace un sábado por la mañana, pero So más probable es que te haya importunado con mi llamada.

—No, en absoluto. Estaba limpiando.

—Bien, tal vez no sea el mejor momento, pero quería preguntarte si podemos vernos otra vez este fin de semana.

—A mí me iría mejor mañana. ¿Por qué no me llamas esta tarde y concretamos?

Wallander le prometió que así lo haría.

Una vez hubo colgado, se quedó allí, teléfono en mano. Estaba seguro de que había llamado en mal momento. Había algo distinto en su tono de voz. «Son figuraciones mías», se recriminó. «Ya cometí el 1 mismo error en otra ocasión, con Baiba. Incluso viajé hasta Riga sin avisar de antemano para comprobar si estaba en lo cierto, si había otro hombre en su vida. Pero no era así».

De modo que optó por confiar en ella y creer que, simplemente, tal y como le había dicho, estaba limpiando. Estaba seguro de que, cuando la llamase por la tarde, su voz sonaría diferente.

Bajó hacia la plaza de Runnerstróms Torg. El viento se había calmado casi por completo.

Acababa de entrar en la calle de Skansgatan cuando se vio obligado a frenar en seco y a girar con rapidez. En efecto, una mujer había resbalado de la acera y había caído en medio de la calzada, justo delante de su coche. El inspector logró detener el vehículo a tiempo, pero se estrelló contra una farola. Notó que empezaba a temblar. Abrió la puerta y salió del coche. Estaba seguro de que no la había atropellado, pero la muchacha había caído al suelo de todos modos. Cuando el inspector se inclinó para verla mejor, descubrió que era muy joven, apenas catorce o quince años. Y que estaba muy ebria, aunque fue incapaz de determinar si por consumo de alcohol o de drogas. Wallander intentó hablar con ella, pero no obtuvo más que algunos balbuceos ininteligibles por respuesta. Entretanto, otro coche se había detenido junto a ellos y el conductor se les acercaba presuroso para preguntar si había ocurrido un accidente.

—No —respondió Wallander—. Pero ayúdame, a ver si podemos ponerla en pie.

No lo lograron, pues las piernas no la sostenían.

—¿Está borracha? —preguntó el hombre, incrédulo y con disgusto.

—Si me ayudas a trasladarla a mi coche, la llevaré al hospital —repuso Wallander haciendo caso omiso de su pregunta.

Consiguieron acomodarla en el asiento trasero del automóvil de Wallander, adonde la trasladaron a rastras y a empellones. El inspector le dio las gracias al solícito ciudadano y se marchó rumbo al hospital. La chica lanzó un gemido antes de vomitar, cuando el propio Wallander también empezaba a sentirse algo mareado. Hacía ya tiempo que se había insensibilizado ante el espectáculo que podía ofrecer un niño j borracho, pero el estado de aquella muchacha era demasiado critico.

Giró hasta la entrada de urgencias y echó una ojeada por encima del hombro. Tanto su cazadora como el asiento trasero estaban llenos de vómito. Cuando detuvo el coche, la chica empezó a tironear de la manivela para abrir la puerta y salir.

—¡Quédate donde estás! —rugió Wallander—. Iré a buscar ayuda.

Cuando llegó a urgencias, una ambulancia aparcaba a su lado. Wallander reconoció al conductor, un hombre llamado Lagerbladh que llevaba muchos años trabajando allí. Se saludaron y Wallander le preguntó:

—¿Llevas a algún paciente o vas a buscar a alguien?

En ese momento, el compañero de Lagerbladh salió del vehículo y se les acercó. Wallander le hizo una seña a modo de saludo, pero no lo conocía.

—No, vamos a recoger —aclaró Lagerbladh.

—Pues antes tendréis que ayudarme —afirmó Wallander expeditivo.

Los dos hombres lo acompañaron hasta el coche. La chica había conseguido abrir la puerta, pero no había sido capaz de salir, de modo que la mitad de su cuerpo pendía fuera del coche. Wallander no había presenciado jamás un espectáculo semejante: el pelo sucio extendido sobre el asfalto empapado, la cazadora impregnada de vómito y los balbucientes esfuerzos de la chica por hacerse entender.

—¿Dónde la has encontrado? —quiso saber Lagerbladh.

—Por poco la atropello.

—Pues no suelen estar tan borrachos hasta más tarde.

—La verdad, yo no estaría tan seguro de que sea alcohol —señaló Wallander.

—Sí, puede tratarse de cualquier cosa. En esta ciudad puede uno encontrar lo que desee: heroína, cocaína, éxtasis…, lo que busques.

El colega de Lagerbladh había ido a buscar una camilla.

—Me parece que la conozco —comentó Lagerbladh—. A saber si no la he traído aquí en alguna ocasión.

Se inclinó y, sin la menor consideración, le arrancó la chaqueta. La muchacha dejó oír una débil protesta. Tras rebuscar un buen rato, Lagerbladh halló un documento de identidad.

—«Sofía Svensson» —leyó en voz alta—. Pues el nombre no me dice nada, pero la he visto antes. Tiene catorce años.

«La misma edad que Eva Persson», pensó enseguida Wallander. «¿Adónde vamos a ir a parar?».

El compañero de Lagerbladh llegó con la camilla, donde tendieron a la joven. Hecho esto, el conductor de la ambulancia echó al asiento trasero un vistazo que acompañó de una elocuente mueca.

—No te será fácil limpiar eso —auguró.

—Llámame —pidió Wallander—. Quiero saber cómo evoluciona qué ha tomado.

Lagerbladh prometió mantenerlo informado y los dos hombres des aparecieron con la camilla. La lluvia había arreciado. Wallander clavó la mirada en el asiento trasero. Después, alcanzó a ver cómo se cerraban las puertas de entrada a urgencias. Un repentino e intenso cansancio hizo presa en él. «Estoy asistiendo al espectáculo de la destrucción de una sociedad», sentenció para sí. «Hubo un tiempo en que Ystad era un ciudad de provincias, rodeada de fértiles campos de cultivo. Una ciudad portuaria cuyos transbordadores nos mantenían unidos al continente, aunque no demasiado cercanos a él. Malmo quedaba entonces muy lejos y los horrores que sucedían allí resultaban impensables aquí. Pero esa época ha llegado a su fin. Ya apenas hay diferencias. Ystad no está en el sur, sino en el corazón de Suecia. Y llegará el día en que se encuentre en el centro del mundo. De hecho, Erik Hokberg puede negociar con países remotos desde su despacho y sus ordenadores.

»Y, al igual que en cualquier metrópoli, una adolescente de catorce años va dando tumbos por las calles tan ebria o drogada que no puede tenerse en pie un sábado por la mañana. Creo que no tengo ni idea de qué es lo que estoy presenciando, en realidad. Lo que sí sé es que éste es un país marcado por el desarraigo y herido por su propia vulnerabilidad. De hecho, si sobreviene un corte en el suministro, todo se detiene. Y esta vulnerabilidad ha penetrado en lo más hondo del ser humano, de cada individuo. Eso es precisamente lo que representa Sofía Svensson. Tanto como Eva Persson, desde luego. Y, por otra parte, también Sonja Hokberg. La cuestión es qué puedo hacer yo, aparte de llevarlas en mi asiento trasero, el real o el imaginario, hasta el hospital o la comisaría».

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