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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (58 page)

BOOK: Cortafuegos
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Wallander reflexionó un instante.

—¿No te habrías dejado abierta alguna ventana? ¿No había rasguños en la puerta?

—No, ya he mirado.

—¿Y no hay nadie más que tenga llave?

La mujer se demoró en responder.

—Bueno, sí y no —simplificó—. En realidad, Tynnes tenía unas llaves de reserva.

—¿Y eso por qué?

—Por si sucedía algo, no sé. Por si yo estaba fuera y necesitaba algún material… Pero nunca las usó.

Wallander asintió consciente de la causa de su agitación. En efecto, alguien había entrado en su apartamento abriendo la puerta con la llave. Y la única persona que tenía llave estaba muerta.

—¿Sabes dónde las guardaba?

—Cuando se las di, dijo que las guardaría en el apartamento de la calle de Apelbergsgatan.

Wallander asintió de nuevo ante el recuerdo del hombre que le disparó para luego desaparecer sin dejar rastro.

Ahora ya podía responder a la pregunta de qué era lo que buscaba aquel hombre en el apartamento.

Ni más ni menos que las llaves del apartamento de Siv Eriksson.

31

Por primera vez desde el inicio de la investigación, Wallander creyó ver una clara conexión entre los diversos acontecimientos. Tras haber inspeccionado la puerta y las ventanas del apartamento, quedó convencido de que Siv Eriksson tenía razón. La persona que había vaciado el ordenador había tenido que utilizar una llave para entrar. Pero, además, había otra conclusión que se atrevió a sacar sin reservas. Siv Eriksson había estado sometida a algún tipo de vigilancia, ya que la persona que tuvo acceso a aquellas llaves había esperado el momento oportuno para utilizarlas. Y aquí también intuía Wallander la intervención de aquella sombra que pasó veloz ante él tras el disparo en el apartamento de Falk. Sin embargo, pensó igualmente en lo que Ann-Britt le había dicho acerca de su falta de precaución. Y el temor lo invadió de nuevo.

Regresaron a la sala de estar, ella aún en visible estado de agitación, encendiendo y apagando sus cigarrillos sin cesar. Wallander optó por esperar antes de llamar a Nyberg ya que había algo que deseaba tener aclarado cuando llegase el técnico. Se sentó en el sofá, frente a ella.

—¿Tienes alguna idea de quién puede haber hecho esto?

—No. Es absolutamente inexplicable.

—Supongo que tus ordenadores son caros, pero el ladrón no se ha molestado en llevárselos. Lo único que parecía interesarle era el contenido.

—Sí, lo han borrado todo —repitió ella—. Todo. La base de mi subsistencia. Como te dije, tenía copia de todo en otro disco duro, pero ése también ha desaparecido.

—¿No tenías ninguna clave de acceso para evitar que pudiese suceder algo así?

—¡Pues claro que la tenía!

—Es decir, que el ladrón debía de conocerla, ¿no?

—Bueno, debe de haberla sorteado de alguna manera.

—Lo que significa que no se trata de un simple ladronzuelo, sino de alguien que entiende de ordenadores.

Ella empezaba a seguir su razonamiento y a comprender adonde quería llegar.

—La verdad es que no había caído en la cuenta. Estaba tan nerviosa…

—Claro, es normal. ¿Cuál era tu código de acceso?

—«Galleta». Era como me llamaban cuando era pequeña.

—¿Y quién lo conocía?

—Nadie.

—¿Ni siquiera Tynnes Falk?

—No.

—¿Estás totalmente segura?

—Sí.

—¿Lo tenías anotado en algún sitio?

Ella hizo memoria antes de responder.

—No, no lo tenía escrito en ningún papel. Estoy segura.

Wallander sospechaba que aquello podía resultar decisivo y siguió preguntando con cautela.

—¿Quiénes sabían cómo te llamaban de niña?

—Mi madre, claro. Pero está tan mayor…

—¿Alguien más?

—Bueno, tengo una amiga que vive en Austria. Ella lo sabe.

—¿Te escribías con ella?

—Sí. Pero durante los últimos años casi siempre nos comunicábamos por correo electrónico.

—¿Y solías firmar con tu apodo?

—Así es.

Wallander reflexionó un instante.

—Yo no sé cómo funcionan estas cosas —admitió—. Pero supongo que esos mensajes se almacenan en tu ordenador, ¿no es así?

—Exacto.

—O sea, que alguien que haya tenido acceso al ordenador ha podido ver las cartas y, en consecuencia, tu apodo, e intuir que ese era tu código, ¿no es así?

—¡Eso es imposible! Es imprescindible tener el código para poder acceder a las cartas, nunca al revés.

—A eso precisamente me refiero —aclaró Wallander—. SÍ esa persona no habrá accedido a tu ordenador para vaciarlo de su contenido.

Ella negó con un gesto vehemente.

—¿Por qué haría alguien algo así?

—Tú eres la única que puede responder a esa pregunta; la única capaz de comprender la importancia de una pregunta crucial: ¿qué era lo que tenias en el ordenador que pudiera despertar tanto interés?

—Yo no trabajaba con proyectos secretos.

—Es muy importante que medites bien la respuesta.

—No es preciso que me recuerdes algo que ya sé. Wallander aguardaba paciente mientras ella se esforzaba cuanto podía por recordar.

—No, no tenía nada —reiteró.

—¿Crees que podía haber allí algo que fuese importante sin que tu lo supieras?

—¿Como qué?

—Eso sólo puedes decirlo tú. Ella respondió tajante:

—Siempre he tenido a gala mantener un orden absoluto en mi vida —aseguró—. Y eso incluía mi ordenador. Lo limpiaba a menudo y nunca tenía proyectos demasiado complicados. Ya te lo dije.

Wallander meditó aún unos minutos antes de proseguir.

—Bien, hablemos de Tynnes Falk. A veces trabajabais juntos. ¿Jamás utilizó tu ordenador?

—¿Por qué había de hacerlo?

—Es una pregunta necesaria. ¿Pudo suceder que lo hicieran sin que tú lo supieses? Después de todo, tenía las llaves, ¿no?

—Yo lo habría notado.

—¿Cómo?

—De muchas maneras. No sé hasta qué punto me entenderás si me explico en términos técnicos.

—No mucho. Pero ya sabemos que Falle sabia mucho. Tú misma lo dijiste. De modo que debe de ser posible que utilizase tu equino sin dejar ningún rastro. Se trata de quién es el más habilidoso, ¿no?, si el que sabe piratear o el que sabe hacerlo sin que se note.

—En cualquier caso, no alcanzo a comprender por qué haría tal cosa.

—Supón que quisiese ocultar algo. El cuco pone sus huevos en los nidos ajenos.

—Pero ¿por qué?

—Eso es algo que ignoramos. Pero alguien puede haber creído que lo hizo. Y ahora que está muerto, deseaba comprobar que no había en tu ordenador nada que tú pudieses descubrir tarde o temprano.

—¿Quién haría algo así?

—Sí, yo también me hago esa pregunta.

«Tiene que haber sucedido de este modo», se dijo Wallander. «No se me ocurre otra explicación plausible. Falk está muerto. Y por alguna razón muy concreta están haciendo limpieza en tomo a su persona y a su actividad. Se trata de ocultar algo a cualquier precio, está claro».

Repitió mentalmente aquellas palabras, «se trata de ocultar algo a cualquier precio». Aquélla era la principal incógnita. Si lograban despejarla, todo se resolvería.

Wallander intuía que el tiempo apremiaba.

—¿Habló Falk contigo en alguna ocasión del número veinte? —inquirió.

—¿¡Cómo!? ¿Del número veinte? ¿Por qué?

—Limítate a responder, por favor.

—Pues no, que yo recuerde.

Wallander marcó el número de Nyberg, pero no obtuvo respuesta, de modo que llamó a Irene y le pidió que intentase localizarlo.

Siv Eríksson lo acompañó al vestíbulo.

—Vendrá un técnico —anunció el inspector—. Te agradecería que no tocases nada. Puede que encuentren alguna huella.

—No sé qué voy a hacer —se lamentó abatida—. Lo han borrado todo. El trabajo de toda mi vida ha desaparecido en una noche.

Wallander no sabía cómo consolarla. En cambio, sí que rememoró una vez más las palabras de Erik Hokberg sobre la vulnerabilidad de la sociedad.

—¿Sabes sí Tynnes Falk era creyente? —preguntó.

El asombro de la mujer era evidente.

—Jamás dijo nada que indicase tal cosa.

No le quedaban ya más preguntas que formular, así que se despidió no sin antes prometerle que la llamaría de nuevo a lo largo del día. Ya en la calle, quedó un momento pensativo. Lo que más necesitaba en aquellos momentos era hablar con Martinson. Y se le planteaba la cuestión de si debía seguir el consejo de Ann-Britt o si, por el contrario, no sería más conveniente abordar el asunto con él de inmediato. Por un instante, experimentó una sensación de profundo cansancio por todo aquello. La decepción había sido tan grande y tan inesperada… Seguía costándole creer que fuese cierto, pero, en el fondo, él sabía que así era.

No habían dado aún las once de la mañana y decidió posponer el encuentro con Martinson. En el mejor de los casos, su ánimo se calmaría y su juicio mejoraría si dejaba pasar unas horas. Iría, en primer lugar, a visitar a la familia Hókberg. Al mismo tiempo, recordó algo que había echado en el olvido y que estaba en cierto modo relacionado con su última visita a los Hókberg. De modo que aparcó el coche ante el videoclub que había encontrado cerrado el domingo anterior y donde, en esta ocasión, logró alquilar la película de Al Pacino que deseaba ver. Hecho esto, prosiguió rumbo a la casa de los Hókberg, aparcó y, justo cuando se disponía a llamar al timbre, se abrió la puerta de la calle.

—Te vi llegar —aclaró Erik Hókberg—. También te vi antes, hace una hora más o menos, pero no entraste en el jardín.

—Es cierto. Sucedió algo inesperado que tuve que solucionar.

Entraron en la casa. No se oía el menor ruido.

—En realidad, yo quería hablar con tu mujer.

—Está arriba, descansando. O llorando. Tal vez ambas cosas.

Wallander se percató de que Erik Hókberg presentaba un aspecto de profundo agotamiento, la piel sin brillo y los ojos enrojecidos.

—El chico ha vuelto a ir a la escuela. Creo que es lo mejor para él.

—Seguimos sin saber quién asesinó a Sonja —admitió Wallander—. Pero tenemos esperanzas fundadas de poder atraparlo.

—¿Sabes? Yo pensaba que me oponía a la pena de muerte —aseguró Erik Hokberg—. Pero ahora…, no estoy tan seguro. Me has de prometer que no tendré a mano al que lo hizo. Te aseguro que no sé cómo respondería.

Wallander se mostró comprensivo con aquellas palabras y el hombre desapareció escaleras arriba. El inspector paseaba por la sala de estar mientras aguardaba. El silencio era como una losa. Transcurrieron quince minutos hasta que volvió a oír pasos en la escalera, pero era Erik Hókberg, que venía solo.

—Está agotada, pero bajará en un momento —explicó.

—Siento no poder retrasar esta entrevista —se disculpó Wallander.

—Sí, los dos somos conscientes de ello.

Esperaron en silencio hasta que, de repente, ella apareció, descalza y vestida de negro. Comparada con el marido, era menuda. Wallander le estrechó la mano y le presentó sus condolencias. Ella fue a sentarse con paso vacilante. Al inspector le recordó vagamente a Anette Fredman
[16]
. No en vano, también ella había perdido a un hijo y, al observarla, el inspector se preguntó cuántas veces no se había visto él en una situación similar: la de tener que hacer preguntas que reavivarían una dolorosa herida.

Aunque en realidad aquella situación era peor que otras, no sólo por el hecho de que Sonja Hókberg estuviese muerta, sino porque.

Además, se vela obligado a hacer preguntas sobre un suceso violento del que la joven parecía haber sido víctima hacía ya unos años.

Se concentró para encontrar el modo más adecuado de abrir la entrevista.

—Para que podamos atrapar al criminal que le quitó la vida a Sonja hemos de indagar en su pasado. Y hay un suceso sobre el que necesito conocer más datos. Lo más probable es que vosotros seáis los únicos que podáis dar cuenta de lo que ocurrió realmente.

Tanto Hokberg como su mujer lo observaban con atención.

—Retrocedamos unos tres años en el tiempo, digamos a 1994 o 1995 —propuso Wallander—. ¿Recordáis que le hubiese ocurrido algo anormal por aquella época?

La mujer enlutada hablaba en un susurro tan imperceptible que Wallander se vio obligado a inclinarse hacia delante para oír lo que decía.

—¿Algo como qué?

—Me refiero a si, en alguna ocasión, llegó a casa con aspecto de haber sufrido un accidente, con contusiones o algo así.

—Bueno, se fracturó un pie una vez.

—Se torció el tobillo, no hubo fractura —precisó Hokberg.

—Me refiero más bien a si apareció con contusiones en la cara o en otras partes del cuerpo —insistió Wallander.

La respuesta de Ruth Hokberg fue rauda e inesperada.

—Mi hija jamás se paseó desnuda por la casa.

—Ya, bien. Tal vez llegó conmocionada o asustada.

—Ella tenía un humor muy variable.

—Es decir, que no recordáis nada especial.

—No comprendo por qué nos haces estas preguntas.

—Tiene que hacerlas —aclaró Erik Hokberg—. Es su trabajo.

Wallander agradeció en silencio su intervención.

—No recuerdo que llegase nunca a casa llena de moratones.

Wallander comprendió que no podía seguir dando rodeos, de modo que fue derecho al grano.

—Se nos ha informado de que Sonja fue violada en aquella época, aunque nunca presentó ninguna denuncia.

La mujer dio un respingo en la silla, visiblemente sobresaltada.

—Eso no es cierto.

—¿Ella nunca le habló del tema?

—¿De que la hubiesen violado? Jamás.

De repente, la mujer, impotente, estalló en una risotada.

—¿Quién ha dicho algo semejante? Eso es falso. Una mentira y nada más.

Pese a todo, Wallander experimentó la sensación de que sí sabía alguna cosa o quizá lo había intuido cuando sucedió. Sus objeciones eran demasiado terminantes.

—Ya, el caso es que hay muchos indicios de que, efe aquella violación se produjo.

—¿Y quién lo dice? ¿Quién se atreve Sonja?

—Lo lamento, pero no puedo revelar la fuente de información.

—¿Por qué no?

Erik Hokberg lanzó la pregunta como una daga. Wallander creyó percibir cierto tono de agresividad contenida que emergió de forma repentina.

—Por razones técnicas de la investigación.

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