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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (59 page)

BOOK: Cortafuegos
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—Ya, ¿y qué significa eso?

—Que, por el momento, considero mi obligación proteger la identidad de la persona o personas que han proporcionado dicha información.

—¡Ya!, ¿y quién protege a mi hija? —gritó la mujer—. Ella está muerta. Y a ella nadie la defiende.

Wallander se dio cuenta de que la conversación se le escapaba de las manos y lamentó no haber dejado que Ann-Britt se hubiese hecho cargo del asunto. Erik Hokberg tranquilizó a su mujer, que había empezado a llorar. El inspector pensó que aquélla era una situación deplorable.

Transcurridos unos minutos, pudo retomar su interrogatorio.

—De modo que ella nunca mencionó el hecho de que la hubiesen violado.

—Jamás.

—¿Y ninguno de vosotros notó un comportamiento anormal por su parte?

—Era una joven difícil de comprender.

—¿En qué sentido?

—Era muy especial. Solía estar irritada, pero supongo que eso es normal en la adolescencia.

—¿Y lo pagaba con vosotros?

—Sobre todo con su hermano menor.

Wallander recordó la única conversación que él había mantenido ton Sonja Hokberg, y cómo la joven se quejó de que su hermano siempre anduviese metiéndose en sus cosas.

—Bien, ¿qué tal si nos retrotraemos a los años 1994 y 1995? —insistió Wallander—. Sonja estuvo en Inglaterra y regresó de su estancia en aquel país. ¿No notasteis nada extraño, repentino?

Erik Hokberg se levantó de la silla con tal violencia que ésta cayó al suelo.

—Sonja llegó a casa una noche sangrando por la boca y por la nariz, Fue en febrero de 1995. Le preguntamos qué había ocurrido, pero se negó a responder. Tenía la ropa sucia y estaba conmocionada. Jamás nos contó lo sucedido. Dijo que se había caído y se había lastimado. Pero ambos comprendimos que aquello no era cierto. Y ahora sé por qué. Lo que no comprendo es por qué íbamos a mantener algo así en secreto.

La enlutada mujer lloraba de nuevo. Intentaba decir algo, pero Wallander no entendió sus palabras. Erik Hokberg le hizo señas de que lo siguiese hasta su despacho.

—No te dirá nada más.

—De todos modos, las preguntas que me quedan por hacer también puedes contestarlas tú. —¿Sabéis quién la violó?

—No.

—Pero sospecháis de alguien, ¿no es así?

—Así es, pero no puedo darte nombres.

—¿Fue el mismo que la mató?

—De ninguna manera. Pero esto puede llevarnos a comprender lo ocurrido.

Erik Hokberg guardó silencio.

—Fue a finales de febrero —reiteró—. Un día en que todo aparecía nevado. Por la noche, la tierra estaba cubierta de un manto blanco. Y llegó a casa sangrando. A la mañana siguiente, los restos de sangre seguían plasmados en la nieve.

De repente, el hombre pareció experimentar la misma impotencia que la mujer que habían dejado llorando en la sala de estar.

—Quiero que atrapéis al que ha hecho esto. Una persona de esa calaña merece un castigo.

—Te garantizo que hacemos cuanto está en nuestra mano —aseguró Wallander—. Atraparemos al responsable, pero tenéis que ayudarnos.

—Compréndela, ha perdido a su hija —le recordó Hokberg—. ¿Cómo crees que va a sobrellevar la idea de que su niña hubiese sufrido una violación con anterioridad? Wallander asintió.

—De modo que a finales de febrero de 1995. ¿Recuerdas algún otro detalle? ¿Sabes si tenía novio por aquel entonces?

—Nosotros nunca sabíamos en qué andaba metida.

—¿No la traían nunca en coche? ¿No la viste nunca en compañía de ningún hombre?

Hokberg le lanzó una mirada acerada.

—¿Un hombre? Acabas de hablar de un «novio», ¿no?

—Sí, eso es.

—¿Quieres decir que fue un hombre mayor quien la violó?

—No te revelaré ningún nombre, ya te lo he advertido.

Hokberg alzó las manos en señal de rechazo.

—Pues ya te he dicho cuanto sé. Creo que debería ir junto a mi esposa.

—De acuerdo. Pero antes de irme, quisiera ver de nuevo la habitación de Sonja.

—Está como la viste la primera vez. No hemos cambiado nada.

Hókberg se marchó a la sala de estar y Wallander subió la escalera. Cuando entró en el dormitorio de la joven, experimentó la misma sensación que la vez anterior. Aquélla no era la habitación que uno esperaba de una joven casi adulta. Abrió la puerta del armario y allí estaba el póster, El abogado del diablo. «Pero ¿quién será el diablo?», se preguntó el inspector. Tynnes Falk se adoraba a sí mismo como a un dios. Y Sonja Hokberg tenía una fotografía del diablo en el interior de su armario, pero Wallander jamás había oído hablar de la existencia de sectas satánicas en Ystad.

Volvió a cerrar el armario. No había nada más que inspeccionar allí. Estaba ya a punto de irse cuando un muchacho apareció en el umbral de la puerta.

—¿Qué haces tú aquí? —inquirió el chico.

Wallander se presentó y el muchacho lo miró displicente.

—Pues si eres policía, ya podrías pillar al tipo que mató a mi hermana.

—Sí, estamos en ello —afirmó Wallander.

El joven no se inmutó y el inspector no podía determinar si estaba asustado o a la expectativa.

—Tú eres Emil, ¿no es así?

El chico no respondió.

—Querías mucho a tu hermana, ¿no?

—A veces.

—¡Vaya! ¿Sólo a veces?

—¿No te parece suficiente? ¿Tiene uno que querer a las personas siempre?

—No, no es necesario.

Wallander sonrió, pero el muchacho no correspondió.

—Yo sé de una vez en que seguro que pensaste que la querías mucho —comentó Wallander.

—¿Ah, sí? ¿Cuándo?

—Hace unos años, una noche en que llegó a casa sangrando.

El muchacho dio un respingo.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Soy policía —le recordó Wallander—. Es mi deber saber cosas. ¿Te contó ella alguna vez qué le había pasado?

—No, pero alguien le había pegado.

—¿Y tú cómo lo sabes, si no te lo contó?

—Eso es un secreto.

Wallander reflexionó mucho antes de proseguir pues sabía que si se precipitaba, el chico se cerraría al diálogo.

—Acabas de preguntar por qué no habíamos atrapado al asesino de tu hermana. Pero, para hacerlo, necesitamos ayuda. Y lo mejor que puedes hacer es explicarme cómo sabías tú que alguien la había golpeado.

—Hizo un dibujo.

—Ah, ¿es que dibujaba?

—Sí, se le daba muy bien. Pero no se lo enseñaba a nadie. Hacía los dibujos y luego los rompía. Pero yo entraba en su habitación a veces, cuando no estaba en casa.

—¿Y entonces encontraste algo?

—Sí, había dibujado lo que pasó.

—¿Te lo dijo ella?

—No, pero ¿por qué si no iba a dibujar a un tío pegándole en la cara?

—No tendrás el dibujo guardado en alguna parte, ¿verdad?

El chico no respondió sino que desapareció para volver unos minutos después con un dibujo a lápiz en la mano.

—Pero quiero que me lo devuelvas.

—Te prometo que así lo haré.

Wallander se colocó junto a la ventana para observar mejor y el dibujo provocó en él un inmediato malestar, pero constató que Sonja era, verdaderamente, muy buena con el lápiz. Así, era fácil reconocer su rostro, aunque lo que dominaba la imagen era el hombre que se alzaba ante ella, el puño contra su cara. Wallander observó el rostro del hombre persuadido de que, si estaba plasmado con la misma precisión con que Sonja se había autorretratado, no debía de resultar demasiado difícil identificarlo. Además, había algo en la muñeca derecha del hombre que llamó la atención del inspector. AÍ principio creyó que se trataba de una pulsera o algo similar. Pero después comprendió que era un tatuaje.

De repente, el inspector sintió que urgía desentrañar aquello.

—Hiciste bien en conservar el dibujo —le dijo al chico—. Y te prometo que te lo devolveré en perfecto estado.

El muchacho lo acompañó escaleras abajo. Wallander había doblado el dibujo con cuidado y lo llevaba guardado en el bolsillo. Desde la sala de estar, aún se oían los suspiros.

—¿Crees que mi madre estará siempre así? —preguntó el chico.

A Wallander se le hizo un nudo en la garganta.

—No, se le pasará algún día, pero le llevará tiempo.

Wallander no entró a despedirse de Hókberg y su mujer. Pasó una mano rauda por la cabeza del muchacho y se marchó, no sin antes cerrar la puerta con sigilo. El viento había arreciado y también había empezado a llover. Se marchó directamente a la comisaría, donde intentó localizar a Ann-Britt, cuyo despacho estaba vacío. El inspector intentó entonces dar con ella a través del móvil, pero la colega no respondía a las llamadas. Por fin, Irene lo informó de que la agente se había visto obligada a marcharse a casa a toda prisa, pues uno de los niños se había puesto enfermo. Wallander no se lo pensó ni un segundo. Volvió al coche y se puso en marcha hacia la casa de la calle de Rotfrukrgatan, donde sabía que vivía ella. La lluvia empezaba a caer con más intensidad y el inspector intentaba proteger el dibujo con los brazos cruzados sobre la cazadora mientras se dirigía a la puerta. Ann-Britt fue a abrir con una niña en brazos.

—No se me habría ocurrido venir a molestar… Pero es muy importante —se excusó Wallander.

—No te preocupes. Es sólo un poco de fiebre. Y mi bendita vecina no puede quedarse con ella hasta dentro de unas horas.

Wallander entró. Había pasado ya mucho tiempo desde la última vez que la visitó. Ya en la sala de estar, comprobó que las máscaras japonesas que, según recordaba, habían adornado una de las paredes habían desaparecido. Ella se dio cuenta y explicó:

—Se llevó los recuerdos de sus viajes.

—¿Sigue viviendo en la ciudad?

—No, se trasladó a Malmo.

—¿Te quedarás con la casa?

—Ya veremos si puedo pagarla.

La niña que tenía en brazos estaba medio dormida y Ann-Britt la tendió en el sofá con mucho mimo.

—Quería enseñarte un dibujo —aclaró Wallander—. Pero antes me gustaría hacerte una pregunta sobre Carl-Einar Lundberg. Ya sé que no lo has visto en persona, pero sí en fotografía. Además, has leído antiguos informes suyos, ¿no? Pues bien, ¿recuerdas si decía en alguna parte que tuviese un tatuaje en la muñeca derecha?

Ella respondió sin vacilar.

—Así es, una serpiente.

Wallander dio una palmada sobre el brazo del sofá de modo que la niña se despertó sobresaltada y rompió en un breve lloriqueo, que cesé enseguida, y se volvió a dormir. Por fin habían dado con una pista que parecía consistente. Desplegó el dibujo sobre la mesa para que lo viese su colega.

—¡Vaya! Ése es Carl-Einar Lundberg, sin lugar a dudas. Aunque nunca lo he visto en persona, lo reconozco por las fotografías. Pero ¿de dónde has sacado este dibujo? —inquirió Ann-Britt.

Wallander le habló de Emil y del hasta entonces desconocido talento de Sonja Hokberg para el dibujo.

—En fin, lo más probable es que jamás podamos llevarlo a juicio —lamentó Wallander abatido—. Pero tal vez eso no sea lo más importante en estos momentos. Sin embargo, hemos obtenido una prueba que sustenta tus sospechas. Tu hipótesis está fundamentada y ha dejado de ser provisional.

—Ya, bueno… A pesar de todo, me cuesta creer que ella quisiese matar al padre de su agresor.

—Puede haber más hechos ocultos. Pero ahora podemos presionar a Lundberg. Partiremos de la base de que materializó su venganza en el padre. Después de todo, es posible que Eva Persson haya dicho la verdad y que fuese Sonja quien golpeó y acuchilló al taxista. El que Eva Persson siga mostrándose tan fría es un misterio sobre el que tendremos que indagar más adelante.

Ambos reflexionaron sin decir palabra acerca del nuevo giro que había tomado el caso, hasta que Wallander rompió el silencio con un replanteamiento de los hechos:

—Alguien se puso nervioso ante la eventualidad de que Sonja Hokberg nos revelase algo que ella sabía. Es decir, que hay tres preguntas cuya respuesta es crucial para nosotros en estos momentos: qué era lo que sabía, de qué modo estaba ese conocimiento relacionado con la persona de Tynnes Falk y quién fue la persona que se puso nerviosa.

La niña que dormitaba en el sofá comenzó a quejarse entre sueños y Wallander se puso en pie.

—¿Has visto ya a Martinson? —inquirió Ann-Britt.

—No. Iba a verlo ahora. Y creo que seguiré tu consejo: no le diré nada por el momento.

El inspector salió de la casa presuroso.

Bajo la recia lluvia, llegó a la plaza de Runnerstroms Torg.

Una vez allí, permaneció largo rato sentado en el coche, haciendo acopio de todas sus fuerzas.

Hasta que, finalmente, subió, resuelto a hablar con Martinson.

32

Martinson recibió a Wallander con una de sus más amplias sonrisas.

—He estado llamándote. Aquí pasan cosas… —reveló el colega.

Presa de una gran tensión, Wallander había abierto la puerta del despacho en el que Martinson y Modin se afanaban visiblemente excitados sobre el ordenador de Falk. Lo que Wallander deseaba, en el fondo, era propinar a Martinson un buen puñetazo en la mandíbula antes de acusarlo abiertamente por su actitud falsa e intrigante. Pero Martinson le sonrió y orientó enseguida el interés de la conversación hacia las novedades que tenía que participarle, lo cual fue, según Wallander comprobó, un alivio para él mismo. En efecto, aquello le dio un respiro. Ya llegaría el momento adecuado para aclarar las cosas cuando, a solas él y Martinson, se viesen enfrentados al acuerdo que tarde o temprano, deberían alcanzar. Por otro lado, el inspector atisbo un rayo de esperanza, de posible declaración de inocencia del compañero, al ver su franca sonrisa. Así pues, cabía la posibilidad, pese a.£ todo, de que Ann-Britt hubiese malinterpretado la situación. Martinson podía haber tenido razones del todo legítimas para entrar en el despacho de Lisa Holgersson y el modo algo torpe de expresarse que a veces tenía el colega podía inducir a desagradables malentendidos.

Pero, en su fuero interno, el inspector sabía que todo aquello era falso. Ann-Britt no había exagerado lo más mínimo y le había dicho la verdad en un tono de sincera indignación que no dejaba lugar a dudas.

Al mismo tiempo, Wallander intuía que aquel respiro que la actitud de Martinson le brindaba no era sino la salida de emergencia que él necesitaba en aquel momento y que el enfrentamiento se presentaría como ineludible el día en que ya no se viesen en la necesidad de posponerlo más o, simplemente, cuando ya no pudiesen aguantar por más tiempo.

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