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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (27 page)

BOOK: Creación
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Envié un mensajero a Susa, informando sobre mi embajada hasta aquel momento. Luego hice los arreglos pertinentes para la próxima etapa de mi viaje: el cruce del río Yamuna y el descenso por el Ganges hasta Varanasi. Me sentía preocupado: si el Ganges se había desbordado, deberíamos seguir por tierra, o quizás esperar en Mathura hasta el final de la estación lluviosa. Resultó que tanto el Yamuna como el Ganges estaban desbordados, y fue preciso esperar. Las lluvias seguían cayendo incesantemente, y yo me sentía cada vez más deprimido. Al mismo tiempo, Caraka florecía bajo la lluvia. La lluvia es la vida para esta gente.

En Mathura conocí a la figura más odiada, y al mismo tiempo más venerada, de toda la India.

Le había pedido al gobernador que me mostrara los diversos templos y establecimientos religiosos de la ciudad. Él se mostró complaciente, hasta el punto de fingir que sabía quién era Zoroastro. Gracias a sus esfuerzos, pasé varios días corriendo de un templo a otro. No sé por qué me tomé esa molestia. Los dioses arios son siempre los mismos, se llamen como se llamen. Un dios del fuego, Agni, y un dios de las tormentas, Indra. Y las tan populares diosas madres, cuyos idolátricos santuarios tanto complacían a Atosa. Y así sucesivamente.

Una mañana, temprano, Caraka y yo, provistos de parasoles para protegernos de la lluvia, salimos a pasear por los bazares. Ante una mesa donde había cestos de mimbre con serpientes, un hombre anciano me detuvo. No traía un parasol, sino un báculo de madera. Aunque estaba empapado, no se preocupaba por el agua que caía por sus ojos negros y por su nariz. Durante un instante nos miramos.

Advertí que su barba era blanca, no estaba teñida. Finalmente, le pregunte:

—¿Deseas una limosna?

El hombre movió la cabeza.

—Ven conmigo —dijo.

Su acento era el de un ario de la casta superior. Mientras atravesaba el mercado no se volvió: suponía evidentemente que le obedecíamos. Así era. Y, por una vez, la gente no nos miraba a nosotros sino a él. Algunos hacían señales contra el mal de ojo y otros besaban el ruedo de su vestidura mojada. Él los ignoraba a todos.

—Un santón —dijo Caraka, con su habitual sagacidad.

Le seguimos por estrechas callejuelas atestadas, hasta una gran casa cuadrada construida alrededor de un patio: una galería de madera protegía una serie de grandes agujeros. Cada uno de éstos era la entrada a la celda de un monje. Fue ése el primero de los muchos monasterios que había de ver en la India.

El anciano nos condujo a una gran habitación vacía. Se sentó en cuclillas y nos indicó que le imitáramos. El suelo estaba desagradablemente húmedo, como toda la India en esta terrible estación.

—Soy Gosala —dijo el anciano—. Vosotros venís de Persia. Me han dicho que vuestro Gran Rey desea conocer nuestra sabiduría. Eso es bueno. Pero debo advertiros que en esta tierra hay muchos farsantes que pretenden ser iluminados o cruzadores de ríos. Debéis estar en guardia, y transmitir sólo la verdad al Gran Rey.

—¿Y qué es la verdad, Gosala? —Me abstuve de decírselo yo.

—Puedo decirte qué no es verdad.

Comprendí que me hallaba ante un maestro consumado. No hace falta decir que yo no tenía idea de quién era Gosala. Si lo hubiese sabido, habría podido aprender más de ese único encuentro.

—Los jain creen que uno puede tornarse sagrado o acercarse a la santidad si se abstiene de matar criaturas, de decir mentiras y de perseguir el placer.

Recibimos la lista habitual de lo que no se debe hacer. Esta lista es común a todas las religiones que se proponen purificar el alma o, más simplemente, al hombre. Las dos cosas no son la misma, gracias a la dualidad esencial de la creación. El alma proviene directamente del Sabio Señor. La carne es materia. Aunque la primera se establece en la segunda, no son iguales. La primera es eterna; la segunda, transitoria.

—Pero tú, Gosala, eres un jain.

Caraka sabia exactamente quién era Gosala.

—Soy un jain. Pero me he alejado de ése que se llama a sí mismo Mahavira. Se dice que es el vigésimo cuarto cruzador del río. No lo es.

—¿Lo eres tú? —Caraka estaba auténticamente interesado.

—No lo sé. No me importa. Yo amaba a Mahavira. Éramos como hermanos. Éramos como uno. Observábamos juntos los votos. Reafirmábamos la antigua sabiduría. Pero luego empecé a estudiar cosas que los hombres han olvidado, y nos vimos obligados a alejarnos. Porque ahora sé exactamente qué es verdad, y debo decir la verdad a quien quiera escuchar.

—Acabas de decir que sólo nos dirías lo que no es verdad. —Le recordé rápidamente su gambito de apertura.

—La afirmación surge de la negativa —respondió pacientemente—. No es verdad que una criatura viviente pueda acercarse a la santidad o al nirvana mediante la sola observancia de todos los votos. La verdad —Gosala me dirigió una severa mirada—… La verdad es que cada uno de nosotros es inicialmente un átomo, una mónada vital. Cada una de estas mónadas está obligada a sufrir una serie de ochenta y cuatro mil renacimientos, a partir del átomo original, atravesando cada uno de los elementos, el aire, el fuego, el agua y la tierra, y pasando luego a ciclos más complejos como las rocas, las plantas, y las criaturas de todas las clases. Una vez cumplida la serie de ochenta y cuatro mil encarnaciones, la mónada vital es liberada y desaparece.

Debo haber mostrado inusitada estupidez, porque de repente, como para complacer a un niño, Gosala se puso en pie. Cogió de su cinturón un ovillo de hilo y lo sostuvo en la mano.

—Piensa que este hilo es el curso completo de una mónada vital. Mira cómo se eleva.

Gosala arrojó el ovillo hacia el cielorraso reteniendo el cabo. El hilo se desenrolló completamente en el aire, y luego cayó al suelo.

—Ahora se ha acabado. Y ésta —continuó Gosala— es la historia de toda nuestra existencia. Pasamos de átomo a fuego, a tierra, a roca, a hierba, a insecto, a reptil, a hombre, a dios y… a nada. Finalmente, todas esas máscaras que nos hemos visto obligados a ponernos y quitarnos pierden toda importancia, puesto que nada hay que enmascarar. Esa es la verdad de nuestra condición. Pero mi antiguo hermano Mahavira os dirá que este proceso se puede apresurar llevando una vida virtuosa, y cumpliendo los cinco votos. Es mentira. Cada uno de nosotros debe soportar el ciclo entero del comienzo al fin. No hay salida.

—Pero, Gosala, ¿cómo sabes que eso es verdad?

—He pasado mi vida estudiando la sagrada sabiduría. Todo nos ha sido revelado a lo largo de los siglos. El proceso es tan evidente como ese hilo en el suelo. Nadie puede apresurar ni alterar su destino.

—Pero Mahavira enseña la justicia. ¿No es bueno eso?

Caraka estaba tan equivocado como yo acerca de la inalterable frialdad de Gosala.

—Mahavira se encuentra en esa etapa de su desarrollo. —Gosala era amable—. Es evidente que se acerca al final de su propio hilo. Después de todo, algunos hombres están más próximos al nirvana. Pero que hagan el bien o el mal es absolutamente indistinto. Simplemente existen. Hacen lo que se supone que deben hacer, sufren lo que deben sufrir, y llegan al fin cuando es el momento, y no antes.

—Y entonces, ¿por qué enseñas? —Cogí el extremo más próximo del hilo, buscando, ¿qué? ¿consuelo?— ¿Por qué te afanas en decirme lo que es verdad y lo que no es verdad?

—Estoy cerca del fin, hijo. Es mi obligación. Y es también la prueba de que me acerco al fin. No tengo opción en esto. Estoy obligado —sonrió— a jugar con el hilo.

—¿Conoces a Zoroastro?

Gosala asintió.

—Según me han dicho, debe de haber sido muy joven.

El anciano retorció su ropa mojada. Empecé a sentirme mojado, de sólo mirarlo.

—Es un signo de extrema juventud preocuparse por los correctos procedimientos religiosos, como también inventar cielos, infiernos y días del juicio. No quiero ser descortés. Hace miles de años, también yo atravesé ese estado. Es inevitable, ¿comprendes?

Inevitable.

Ése era el glacial mensaje de Gosala, y jamás lo he olvidado. En toda mi larga vida, no he encontrado jamás una imagen del mundo más implacable que la suya. Aunque era censurado en la India entera, una cantidad muy grande de personas le veía como a alguien muy próximo a la salida y creía en cada una de sus palabras. Naturalmente, yo no le creía.

Un motivo, en términos prácticos, era el siguiente: si prevalecía la imagen de Gosala, la de una creación inexorable e inmutable, el resultado sería el derrumbe completo de la sociedad humana. Si el bien y el mal eran simplemente las características del sitio ocupado por una criatura a lo largo de ese hilo que se desenrollaba, entonces no era indispensable una acción justa, por ejemplo, en el comienzo del hilo. Sin acciones justas no puede haber ninguna clase de civilización, menos aún puede tener lugar la salvación cuando la Verdad derrota a la Mentira. Sin embargo, es curioso que no haya transcurrido un solo día de mi vida en que no pensara en Gosala y en su hilo.

3

Como en la India hay tantos ríos, y faltan puentes apropiados, las barcas son absolutamente necesarias. No lo comprendí verdaderamente hasta que tuvimos que atravesar el crecido Yamuna. Cuando nos poníamos a merced de un par de viles barqueros, recordé de repente que los veinticuatro supuestos salvadores de los jain reciben el nombre de cruzadores de ríos. Los jain ven este mundo como un rápido río. Nacemos en una de sus orillas, que es la vida cotidiana. Pero si obedecemos al cruzador de ríos, podemos pasar a la orilla opuesta, y obtener consuelo para el dolor, y aun la liberación final. Esa barca espiritual es el emblema de la purificación.

La mundanal barca de Mathura, demostró no ser otra cosa que una gran balsa que dos salvadores muy poco robustos impulsaban con pértigas. No he estudiado lo suficiente la religión jain para saber si enriquece su metáfora náutica con los infortunados que se ahogan, como estuvo a punto de ocurrirnos a nosotros durante el cruce a la ribera opuesta. Pero sobrevivimos a las revueltas aguas amarillentas como si nos hubiésemos purificado debidamente.

Luego nos dirigimos hacia el Ganges por tierra. Varias barcas de fondo plano nos aguardaban allí para llevarnos, unas doscientas millas río abajo, hasta la antigua y sagrada ciudad de Varanasi, que se encuentra en el reino de Koshala pero no lejos de la frontera de Magadha.

El viaje entre los dos ríos se desarrolló sin novedad. El terreno es llano. La jungla original ha sido talada en gran parte para sembrar arroz. Durante el último siglo, la población de la llanura del Ganges se ha duplicado con creces, debido a la facilidad del cultivo del arroz. Las lluvias monzónicas alimentan ese grano tan ávido de agua, y cuando acaban, el terreno liso permite a los campesinos regar sus campos sin dificultad alguna con las aguas siempre rápidas, profundas y sorprendentemente frías, del Ganges.

Los caminos eran tan malos como me habían advertido. En campo abierto seguíamos huellas de espeso fango. En la floresta estábamos a merced de guías, a quienes pagábamos por jornada. Por ese motivo, pasamos más días de los necesarios en esa cálida barbarie verde donde las serpientes se deslizan entre la maleza y mosquitos de tamaño fantástico se alimentan de la sangre de los viajeros. Aunque el vestido persa cubre toda la superficie del cuerpo, con excepción del rostro y las puntas de los dedos, la trompa del mosquito de la India puede atravesar un turbante de tres capas.

La gente de las aldeas era tímida pero amable. Según Caraka, los campesinos son de origen pre-ario, y los invasores arios residen en las ciudades. Sólo por excepción se mezclan.

—Aquí ocurre lo mismo —dijo Caraka— que en el sur dravidiano.

—Pero me has dicho que no hay arios en el sur.

Caraka se encogió de hombros.

—Puede ser. —Caraka padecía de la congénita imprecisión india—. Pero la gente del campo y la gente de la ciudad son muy distintas. Los campesinos jamás quieren abandonar su tierra y sus animales.

—Salvo cuando lo hacen —señalé.

Muchos cuentos populares indios se refieren a un jovencito de la aldea que va a una gran ciudad, se hace amigo de un mago, se casa con la hija del rey y se unge con ghee, o manteca clarificada, una sustancia nauseabunda que encanta a los ricos. Periódicamente, los sacerdotes de los templos bañan las imágenes de sus dioses en ese viscoso líquido maloliente.

Varanasi es una ciudad inmensa construida sobre la margen sur del Ganges. Sus pobladores se complacen en afirmar que es la ciudad habitada más antigua del mundo. Como el mundo es muy grande y muy antiguo, no veo cómo pueden estar seguros. Pero comprendo el sentimiento. También los babilonios se jactan de la antigüedad de su capital. En Babilonia, sin embargo, hay muchos registros escritos de épocas anteriores, en tanto que en ninguna ciudad de la India se hallan muchas escrituras. Como los persas, han preferido, al menos hasta hace poco, la tradición oral.

Durante más de mil años, los conquistadores arios han recitado sus himnos y canciones de origen supuestamente divino, conocidos como vedas. La lengua de los vedas es muy antigua y nada parecida a los dialectos modernos. Es posible presumir que sea la misma lengua aria que hablaban los primitivos persas, y muchas narraciones se asemejan a los cuentos persas que todavía recitan los ancianos en el mercado. Hablan de héroes y monstruos similares, de guerras complicadas y apariciones repentinas de las deidades. Curiosamente, la deidad más evocada es Agni, el dios del fuego.

En toda la India los brahmanes conservan cuidadosamente esos himnos. Entre los brahmanes es corriente un alto grado de especialización: unos son conocidos por su dominio de los vedas que se refieren, por ejemplo, al dios Mitra o al héroe semidivino Rama; otros se ocupan de que los sacrificios se cumplan como corresponde, y así sucesivamente.

Aunque los brahmanes conforman la casta más alta de los arios, los guerreros tienden a burlarse de ellos, y aún sus inferiores se mofan abiertamente de ellos en canciones y representaciones teatrales. Se dice que los brahmanes son haraganes, impíos y corrompidos. ¡Qué familiar era para mí todo esto! Así consideran los persas a los Magos. Y, sin embargo, muchas personas toman muy en serio a los dioses a los que los brahmanes sirven. Agni, Mitra, Indra tienen sus adoradores, en particular entre las castas menos refinadas.

No creo que nadie en el mundo comprenda todas las complejidades de las religiones superpuestas de la India. Cuando Zoroastro enfrentó una confusión similar de deidades, se limitó a denunciarlos a todos como demonios, y a arrojarlos al fuego sagrado. Infortunadamente, continúan reapareciendo, como humo.

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