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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (75 page)

BOOK: Creación
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—Entonces, sólo interpreta lo que conviene a las situaciones presentes —respondí. A Fan Ch'ih eso no le parecía mal.

Cuando le conté la broma de Confucio acerca de la concha de tortuga, frunció el ceño.

—Eso no es correcto.

—¿Por qué?

—El arte de la adivinación procede de los antepasados. Ellos nos han dado el
Libro de las Mutaciones
, que el maestro venera.

—Sin embargo, sonreía.

Fan Ch'ih no estaba contento.

—No es un secreto que el maestro se interesa menos de lo debido por la adivinación. A decir verdad, ha llegado a decir que el hombre construye su destino cuando cumple las leyes del cielo.

—Y no cree que el cielo exista.

—Si piensas eso —respondió Fan Ch'ih escandalizado—, no has comprendido a Confucio. Naturalmente, eres un bárbaro. —Sonrió—. Sirves a un dios que ha creado el mal como un pretexto para torturar a sus otras creaciones.

No dignifiqué tal blasfemia con una respuesta.

Por lo que sé, Confucio era el único catayano a quien no le importaban los fantasmas, los demonios ni el mundo de los espíritus. Casi se podía pensar que no creía en ellos. En varias oportunidades le hice preguntas sobre ello, pero jamás recibí una respuesta satisfactoria.

Recuerdo que, mientras trataba de desprender la anguila del anzuelo, pregunté:

—¿Y los muertos? ¿Adónde van? ¿Son juzgados? ¿Vuelven a aparecer? ¿Nacen de nuevo? —Los movimientos del animal me impedían arrancar de su boca el anzuelo—. ¿No hay cierto mérito en obrar bien? ¿No merece eso una recompensa del cielo? Y si no es así, entonces…

—Convendría que me permitieras desprender esa anguila —dijo el maestro. Con un solo gesto diestro, lo hizo y la metió en el cesto. Luego se secó las manos en la hierba—. ¿Cuánto sabes de la vida? —pregunto.

—No sé si comprendo bien lo que quieres decir. Conozco mi propia vida. He viajado a países lejanos y conocido toda clase de personas…

—Pero no a todas las razas ni a todos los hombres, ¿verdad?

—Por supuesto que no.

—Entonces, huésped de honor, si todavía no lo sabes todo de la vida, ¿cómo puedes comprender la muerte?

—Y tú, maestro, ¿comprendes la vida?

—No, desde luego. Sé unas pocas cosas. Me encanta aprender. He tratado de comprender este mundo. Escucho a todos. Pongo a un lado lo que parece dudoso y soy cauteloso con el resto.

—¿No crees en la revelación divina?

—¿Por ejemplo?

Le hablé de la ocasión en que yo había oído la voz del Sabio Señor. Describí también la visión de Pitágoras, la iluminación del Buda, las experiencias ultraterrenas de nuestros propios Magos —inducidas, naturalmente, por el haoma; pero aun así verdaderas visiones— y el anciano escuchó atentamente. Sonreía, o esa era la impresión que daba. Las puntas de sus dientes estaban constantemente a la vista. Quizá fuera ése el motivo por el cual su expresión habitual era de amable diversión.

Cuando terminé, Confucio recogió el sedal y guardó ordenadamente su equipo de pesca. Hice lo mismo, con menos orden. Por un instante, pensé que había olvidado de qué estábamos hablando. Lo ayudé a ponerse de pie, porque sus articulaciones eran débiles, y él dijo con tono despreocupado:

—He oído muchas historias como ésas. Antes me impresionaban inmensamente. Tanto, que finalmente decidí entregarme a la meditación. Pasé un día entero sin probar alimento, y una noche sin dormir, intensamente concentrado. ¿Y qué crees que ocurrió?

Por primera vez me hablaba de modo informal. Yo había sido aceptado.

—No lo sé, maestro.

—Nada. Absolutamente nada. Mi mente estaba totalmente en blanco. No veía nada. No comprendía nada. Por eso, ahora creo mejor estudiar las cosas reales del mundo real.

Anduvimos lentamente por entre los árboles situados justamente detrás de los altares. Las personas que pasaban reconocían y saludaban a Confucio; él respondía con benevolencia, cortesía y distancia.

Un caballero apareció de pronto junto a los altares.

—¡Maestro! —dijo con fervor.

—Tzu-Kung. —El maestro respondió con mera corrección a su efusividad.

—Traigo una gran noticia.

—Dime.

—¿Recuerdas que te pregunté si había un precepto según el cual se pudiera y se debiera actuar durante todo el día y todos los días?

Confucio asintió.

—Sí, recuerdo. Te dije: «Nunca hagas a los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti».

—Eso fue hace más de un mes. Ahora, maestro, gracias a ti, puedes creerlo, tampoco deseo yo hacerle a nadie lo que no deseo que me hagan.

—Querido mío —dijo Confucio, palmeando el brazo de Tzu-Kung—, todavía no has llegado exactamente a ese punto.

5

Presenté mi informe al barón K'ang. No sé qué impresión le causó el relato de mi primera conversación con Confucio. Escuchó con gravedad. Luego me pidió que tratara de recordar todo lo que se había dicho acerca del antiguo guardián de Pi. Parecía más interesado por él que por el duque de Key.

Finalmente, me atreví a decir que me parecía sumamente improbable que un hombre como Confucio intentara derrocar un gobierno. El barón K'ang movió la cabeza.

—No conoces a ese gran hombre tan bien como nosotros. Desaprueba el actual gobierno. Ya has oído lo que dijo acerca de mi venerado padre, el primer ministro hereditario: «Si es posible soportar a este hombre, todo se puede soportar…» Pronunció abiertamente estas palabras, antes de su primer exilio.

—¿Por qué tu padre no lo condenó a muerte?

El barón hizo con una mano el gesto de arrojar algo.

—Aceptamos su mal genio porque es Confucio. Y también porque él conoce los caminos del cielo. Debemos honrar al sabio. Y también vigilarlo atentamente.

—¿A los setenta años, barón?

—Oh, sí. Los anales del Reino Medio hablan de muchos ancianos malvados que intentaron destrozar el estado.

Luego, el barón dijo que debía enseñar a los artesanos del estado a fundir el hierro. También debía ver a Confucio tan frecuentemente como me fuera posible, e informar con regularidad. El barón me concedió derecho de acceso diario a su presencia, lo cual significaba que podía acudir a la corte cuando lo deseara. Por alguna razón, jamás fui invitado a las reuniones de las familias Meng o Shu. Pero siempre fui bien recibido en la corte ducal.

Me dieron también un salario modesto, una casa agradable, aunque glacial, cerca de la fundición, dos criados y dos concubinas. Las mujeres de Catay son, con gran ventaja, las más hermosas del mundo, y las más sutiles cuando se trata de dar placer a los hombres. Llegué a querer extraordinariamente a aquellas dos muchachas. Cuando Fan Ch'ih le habló a Confucio de mi concupiscencia, el maestro rió y dijo:

—Toda mi vida he buscado un hombre cuyo deseo de elevar su fuerza moral fuese tan fuerte como su impulso sexual. Pensé que tal vez nuestro bárbaro lo fuese. Ahora debo seguir buscando.

En general, Confucio no reía mucho. Al menos, en la época en que yo lo conocí. Muy poco después de su retorno, las cosas empezaron a marchar mal. Yo estaba en la corte el día en que el duque Ai anuncio:

—Mi querido primo, el duque de Key, ha sido asesinado.

A pesar del protocolo, se oyó en la habitación un sofocado grito de sorpresa. Aunque el primer caballero no abrió la boca, no se movió ni hizo el menor gesto incorrecto, se puso muy pálido.

Al parecer, una de las familias de barones de Key había decidido apoderarse del poder, del mismo modo en que la familia Chi había derrocado a los duques de Lu. El amigo y protector de Confucio había sido asesinado ante las puertas del templo de sus propios antepasados. Cuando el duque Ai terminó de hablar, Confucio pidió permiso para dirigirse al trono en su carácter de primer caballero.

Cuando se le concedió el permiso, dijo:

—Pido excusas por no lavar primeramente mi cabeza y mis miembros, como debe hacer quien suplica. Pero jamás creí posible encontrarme en una situación comparable a la de este día terrible. —Aunque la voz del anciano se quebraba continuamente por la tensión, hizo un elocuente discurso afirmando que el asesinato de un monarca legítimo era una afrenta al cielo que debía ser castigada—. En verdad, si este crimen no es vengado de inmediato, quizá todas las naciones se enajenen la simpatía del cielo.

La respuesta del duque fue digna.

—Comparto el horror del primer caballero ante el asesinato de mi primo. Haré lo que pueda para vengarlo. —El duque parecía adecuadamente indignado, como corresponde a un hombre sin poder—. Sugiero ahora que se lleve este asunto ante el consejo de los Tres.

Confucio acudió directamente a presencia del barón K'ang, quien dijo sin ambages que nadie, en Lu, podía hacer nada respecto de un crimen cometido en Key.

Confucio estaba furioso, pero nada podía hacer.

Aquella noche, Fan Ch'ih vino a mi casa, cerca de la fundición. Mientras las dos muchachas nos servían tortas de arroz fritas —en esos días de posguerra todos vivíamos frugalmente—, Fan Ch'ih me dijo:

—Esperábamos esto desde el final de la guerra.

—¿El asesinato del duque?

Fan Ch'ih asintió.

—Quería restaurar el poder del duque Ai. Pero al perder la guerra, perdió también el apoyo de sus propios barones. Y éstos, con cierta ayuda externa, lo mataron.

—¿Ayuda externa?

Recordé inmediatamente lo que había dicho el barón K'ang acerca de ciertos hechos que se avecinaban.

Fan Ch'ih llevó un dedo a sus labios. Indiqué a las muchachas, con un gesto, que se retiraran. Cuando estuvimos a solas, Fan Ch'ih dijo que el barón K'ang había conspirado con los barones de Key para matar al duque. Eso explicaba la ansiedad del barón por saber qué podía hacer o querer hacer Confucio y —lo que era más importante— en qué medida podía influir sobre Fan Ch'ih y Jan Ch'iu la predecible furia de Confucio por el asesinato de un príncipe que era también su amigo personal. El temor constante del barón K'ang era la traición, lo cual no era en modo alguno absurdo. Ciertamente, tenía todas las razones para sentir temor. Durante su vida, un siervo de Chi había llegado a ser el dictador de Lu; el guardián de su propio castillo se había rebelado, y el duque de Key había invadido su reino. ¿Quién podía censurar al barón por ser suspicaz?

—He procurado tranquilizar al barón —dije—, pero no creo que me tome muy en serio.

—Tal vez sí —respondió—. Tú vienes de afuera.

—¿Cuándo crees que podré estar… adentro?

Si bien mi vida en esa tierra encantadora, aunque más bien peligrosa, era agradable, la soledad me abrumaba con frecuencia. Todavía recuerdo vívidamente la sensación de suprema extrañeza que me dominó una mañana de otoño. Una de las muchachas me había pedido que fuera temprano al mercado a buscar un par de costosos faisanes. Recuerdo cuán fría era aquella madrugada. Recuerdo que aún flotaba en el aire la niebla de la noche. Recuerdo que el mercado era —es— una permanente felicidad. Durante la noche, los carros y las carretas entraban en la ciudad cargados de productos. Luego, las hortalizas y las raíces comestibles eran ordenadas exquisitamente, no de acuerdo con el precio, sino con el color, el tamaño y la belleza. En peceras redondas había peces de mar y de río, vivos, y también pulpos, langostinos y cangrejos. También era posible encontrar alimentos raros y caros: patas de oso, gelatinosos nidos de ave, aletas de tiburón, hígados de pavo real, huevos enterrados desde los tiempos del Emperador Amarillo.

La compra y la venta alcanzaban su punto máximo cuando salía el sol y la niebla empezaba a disiparse. Era una escena maravillosa, que solía encantarme. Pero precisamente aquella mañana, frente a una hilera de jaulas de mimbre con faisanes del color del bronce, la soledad cayó bruscamente sobre mí. Nunca me he sentido más alejado del mundo real. Yo estaba allí, rodeado por gentes de una raza extraña, cuya lengua apenas comprendía, y cuya cultura estaba muy lejos de todo lo que había conocido. Si realmente existe un Hades, o el hogar ario de los padres, estoy seguro de que uno debe sentirse en ese limbo como me sentía yo mientras miraba los faisanes con los ojos nublados por las lágrimas. Recordé un pasaje de Homero: el fantasma de Aquiles llora su antigua vida en el mundo, bajo el sol que jamás volverá a ver. En ese momento, hubiera preferido ser un pastor en las sierras de Susa y no el hijo del cielo. Aunque esos momentos de debilidad eran raros, eran terriblemente dolorosos cuando surgían. Todavía sueño a veces que estoy rodeado de gentes amarillas en un mercado. Cuando intento escapar, las jaulas de faisanes me cortan el paso.

Fan Ch'ih intentaba consolarme.

—Iremos juntos. Pronto. Al barón le agrada la idea. Y es natural. Después de todo, he encontrado, según creo, la ruta original de la seda a la India. Podríamos partir mañana, sólo que…

—¿No hay dinero?

Fan Ch'ih asintió.

—Es todavía peor de lo que piensas. El tesoro de Chi está prácticamente exhausto. El tesoro ducal ha estado siempre vacío.

—¿Y las familias Meng y Shu?

—También ellas sufren la escasez. La cosecha del año pasado fue mala. La guerra fue desastrosamente cara, y sólo conquistamos Lang, la ciudad más pobre de Key.

—Me has dicho que no hay aquí banqueros. Pero sin duda habrá ricos mercaderes dispuestos a prestar dinero al estado.

—No. Nuestros ricos fingen ser pobres. Y nadie presta dinero porque… bueno, aquí la vida es más bien incierta.

No más incierta que en cualquier otro lugar, pensé. Pero era cierto que los complejos procedimientos bancarios eran posibles en Babilonia, e incluso en Magadha, debido a sus períodos relativamente largos de paz y estabilidad. El Reino Medio estaba demasiado fragmentado para que se pudiera establecer un sistema desarrollado de préstamos y créditos.

—Mañana —Fan Ch'ih parecía descontento, aunque estaba frente al plato de las cuatro estaciones, que a las muchachas les había llevado cuatro días preparar, y que a cualquiera le agradaría contemplar y saborear durante otros cuatro días—, el barón K'ang anunciará los nuevos impuestos. Se le cobrarán a todo el mundo. Nadie quedará exento. Sólo de esa manera podremos arrancar dinero a los ricos.

—Y arruinar a todo el mundo.

Me alarmé. Pocos meses antes se había cobrado el impuesto de guerra, para angustia de todos los ciudadanos. En ese momento, Confucio había advertido al gobierno que el impuesto era excesivo.

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