Dentro de tal tradición apocalíptica se encuentran los adeptos del crucificado Nazareno. Ellos nunca se imaginaron la resurrección de Jesús como el milagro de una resurrección a esta vida, semejante a los tres casos de que informa la Biblia hebrea, sino siempre como una resurrección a la vida celestial y definitivamente transfigurada. Aquella primera comunidad cristiana estaba firmísimamente convencida de que el Crucificado no había caído en la nada, sino que dejando atrás la realidad provisional, perecedera, inestable, había entrado en la verdadera y eterna vida de Dios. Dios no había abandonado a aquel justo, le había hecho justicia a través de la muerte, le había «justificado», más aún, exaltado como a Hijo.
Pues ¿dónde está ahora el Resucitado? Ya hemos oído la respuesta a esta pregunta, que en aquel entonces era de una urgencia extraordinaria: los primeros cristianos la hallaron sobre todo en el pasaje de un salmo que ha penetrado en el credo: «
Está sentado a la derecha del Padre»
. Y en efecto: no hay frase de la Biblia hebrea que se cite, literalmente o con variaciones, tantas veces en el Nuevo Testamento como el versículo 1 del salmo 110: «Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha». Esto no implica una «comunidad de esencia», pero sí —lo más que podía decir un judío en tanto que monoteísta— una «
comunidad de trono
» del Jesús resucitado con Dios, su Padre, en el «trono de la gloria», en el «trono» del mismo Dios.
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. Y la imagen del «trono», tomada del mundo de la realeza, ha de ser entendida, evidentemente, como símbolo de dominación, de manera que el reino de Dios y el reino del Mesías se vuelven prácticamente idénticos. «Jesús es el Señor» (en hebreo, el
maran
; en griego, el
kyrios
): ésta es la más antigua profesión de fe —dirigida contra todos los otros señores de este mundo— de la comunidad cristiana.
Como hemos visto, el mensaje de la resurrección del Crucificado no ha sido trasmitido sin imágenes ni adornos legendarios, propios de su época, no ha sido trasmitido sin amplificaciones y configuraciones condicionadas por la situación. Y, sin embargo, lo que ese mensaje contiene es, en el fondo, sencillo, es algo que, a través de todas las discrepancias, o incluso contradicciones, de la tradición, aparece de modo inequívoco, desde un principio, en todos los testigos:
El Crucificado vive y reina para siempre en Dios, una exigencia y una esperanza para nosotros
. Los cristianos —ya procedan del judaísmo o, más tarde, del paganismo— de las comunidades del Nuevo Testamento están sostenidos, es más, fascinados y entusiasmados por la seguridad de que Aquel a quien se había dado muerte no había permanecido en la muerte sino que vivía, y de que quien le siguiera y le fuese fiel también viviría. La muerte no es la última palabra de Dios relativa al hombre. La vida nueva y eterna de Jesús es desafío y esperanza real para todos.
Con ello queda claro lo siguiente: ya desde el principio no fue un hecho histórico comprobado sino siempre una
convicción basada en la fe
la afirmación de que con la muerte de Jesús no había acabado todo, y de que Jesús no había permanecido en la muerte sino entrado en la vida eterna de Dios. Pero esa fe no le pide hoy en día a nadie que crea en una intervención «sobre-natural» de un
Deus ex machina
, contraria a las leyes de la naturaleza. Esa fe descansa en la convicción de una muerte «natural» y de una acogida en la verdadera, auténtica, divina realidad: entendida como el estado final del hombre, libre de todo sufrimiento. Del mismo modo que la exclamación de Jesús al morir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34), ya ha tomado un giro positivo en el evangelio de Lucas con la cita del salmo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Sal 31,6; Lc 23,46), y después en Juan: «Todo está consumado» (19,30).
Pero ya tenemos la objeción: «¿No quiere usted entonces entender literalmente el dogma relativo a Dios que da vida a los muertos? ¿No tiene que creer el cristiano en el regreso de un muerto a la vida, en una resurrección corporal en sentido fisiológico?». La pregunta del hombre de hoy está plenamente justificada, y tenemos que explicar directamente:
Ya ha quedado claro que los testimonios más antiguos del Nuevo Testamento, que son pocos, no entienden la resurrección de Jesús como una
vuelta a la vida terrenal
, o sea, que no la entienden analógicamente a las revivificaciones que tienen lugar en el Antiguo Testamento por obra de los profetas. No, si se tiene en cuenta el trasfondo judío de las expectativas apocalípticas, se trataba de la exaltación del ajusticiado y enterrado Nazareno
por Dios y a Dios
, a un Dios, a quien él mismo llamó
Abba
, Padre.
¿Qué significa entonces «resurrección»? Ahora puedo dar una respuesta abreviada a esa pregunta:
Dicho de otro modo: sólo la fe de los discípulos es —al igual que la muerte de Jesús— un hecho
histórico
(que se puede captar con medios históricos); la resurrección, por obra de Dios, a la vida eterna no es un hecho histórico, concreto e imaginable, menos aún biológico, y sin embargo se trata de un
suceso real
en la esfera de Dios. ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué significa en este caso «vida»? La mirada al cuadro de la Resurrección de Grünewald es una advertencia: el Resucitado no es un ser diferente, puramente celestial, sino que sigue siendo, todavía cuerpo pero al mismo tiempo espíritu, aquel hombre, Jesús de Nazaret, que fue crucificado. Y ese hombre no se convierte, por la resurrección, en un fluido impreciso, fundido con Dios y el universo, sino que, estando en la vida de Dios, continúa siendo ese él, determinado e inconfundible, que ya fuera: aunque, por otra parte, sin la limitación espacio-temporal de la forma terrenal. Por eso en Grünewald el rostro se va transformando en pura luz. Según los testimonios de la Escritura, la muerte y la resurrección no borran la identidad de la persona, sino que la conservan en una
forma irrepresentable, transfigurada, en una dimensión totalmente distinta.
¿Qué resulta de todo ello? Nosotros, hombres de hoy, formados en las ciencias de la naturaleza, necesitamos que se nos hable un lenguaje claro: para que se conserve la identidad personal,
Dios no necesita los restos mortales de la existencia terrena de Jesús
. Se trata de una resurrección a una forma de existencia completamente distinta. Quizá pueda compararse ésta con la de la mariposa que levanta las alas y deja atrás lo que fue el capullo de la oruga. Así como el mismo ser vivo abandona la antigua forma de existencia (oruga) y toma una forma inconcebiblemente nueva, totalmente liberada, ligera y aérea (mariposa), así podemos imaginarnos nuestro propio proceso de transformación por obra de Dios. Es una imagen. No tenemos por qué vincular la resurrección a ningún hecho fisiológico.
¿Pero a qué queda vinculada entonces la resurrección? Ni al substrato, que cambia desde un principio constantemente, ni a los elementos de ese cuerpo determinado, pero sí a la
identidad de esa persona inconfundible
. La corporeidad de la resurrección no exige —ni entonces ni ahora— que el cuerpo muerto vuelva a la vida. Pues Dios resucita a una forma nueva, ya no concebible, como dice paradójicamente Pablo, como
soma pneumatikón
, como «cuerpo neumático», como «corporeidad espiritual». Con esa expresión, realmente paradójica, Pablo quería decir las dos cosas a la vez:
continuidad
, pues «corporeidad» quiere decir identidad de la misma persona que existió hasta ahora y que no se deshace sin más, como si la historia vivida y sufrida hasta ahora hubiese perdido toda relevancia. Y también
discontinuidad
: pues «espiritualidad» no quiere decir que el antiguo cuerpo continúe existiendo o vuelva a la vida, sino que hay una nueva dimensión, la dimensión «infinito», que se impone al transformar después de la muerte todo lo finito.
«¿Pero por qué aceptar con tan poco espíritu crítico la idea de que sólo se vive una vida?», pregunta, hoy día al menos, quien está influido por la espiritualidad india. «¿No hay en otras religiones, como en las de la India, otras ideas totalmente distintas, que se enfrentan, como gran alternativa, a la creencia judeo-cristiano-islámica? ¿No hay varias vidas para el hombre, de tal manera que podamos ir mejorando de un nivel a otro hasta entrar en la realidad última y superior, ya se la denomine nirvana o comoquiera que sea?». ¿Por qué no creemos, no en la resurrección, sino en un re-nacimiento en esta misma vida, en una re-encarnación o transmigración del alma?
Hay muchas razones que explican por qué una
gran parte de la humanidad
cree,
desde hace siglos
, en la reencarnación o transmigración de las almas. En todas las religiones de origen indio —hindús, budistas, jamas— la reencarnación es un dogma que no se demuestra, sino que se acepta
a priori
. No sucede lo mismo con el tercer grupo de corrientes religiosas: los chinos rechazan en general la reeencarnación, y asimismo las religiones proféticas del primer grupo: judaísmo, cristianismo e Islam. Pero también la hallamos entre los antiguos griegos, entre los pitagóricos (influidos quizás por los indios), en Platón y los neoplatónicos, y en Virgilio. Sí, incluso en el clasicismo y romanticismo alemán tiene sus testigos de excepción esa doctrina de la reencarnación, aunque Kant, Lessing, Lavater, Herder, Goethe y Schopenhauer quizás sólo la hayan aceptado temporalmente.
No necesito abordar la doctrina de
Nietzsche
del
eterno retorno de lo mismo
—la he expuesto y discutido a fondo en otro lugar—; se trata de un mito sobre la humanidad, antiquísimo y también extraordinariamente ambivalente, con el que Nietzsche quiso —sin éxito, por otra parte— contrarrestar la amenaza del nihilismo generado por el ateísmo, y conseguir él una estabilidad propia. Tampoco quiero explicar por qué yo, personalmente, por mucho apego que tenga a la vida, no siento la menor inclinación a volver, después de la muerte, a esta vida terrenal, independientemente de la forma en que ello pudiere suceder. Sólo quiero exponer brevemente los motivos de por qué, pese a tantos sólidos argumentos en pro de una reencarnación en esta vida, tiene su sentido el creer en una resurrección a una vida definitiva, eterna.
Para ello parto de lo siguiente: así como, en un sentido estricto,
nadie ha demostrado hasta ahora
la realidad de la resurrección a una vida nueva y eterna, así tampoco ha demostrado nadie el hecho de que la vida terrena se repita. Hay, naturalmente, relatos de personas que se acuerdan de su vida anterior. Pero ninguno de esos relatos —en un principio casi siempre de niños procedentes de países donde se cree en la reencarnación— sobre los recuerdos de una vida anterior se han podido comprobar de forma que convenzan a la mayoría, y lo mismo puede decirse de la historia, escrita muchos siglos después de la muerte del Buda y a todas luces legendaria, de los recuerdos del Buda sobre las 100.000 vidas vividas anteriormente. Por eso, muchos antroposofistas ven en la doctrina de la reencarnación no tanto una teoría científica comprobada como una convicción religiosa no demostrable. Tampoco existen en el campo de la parapsicología —por no hablar del espiritismo y la teosofía— hechos científicamente incontrovertidos y de aceptación general, que hablen en pro de la fe en la reencarnación. Pero una cosa es segura: los
argumentos
a favor de la reencarnación —argumentos de orden retrospectivo, o sea, que miran hacia atrás, y de orden prospectivo, o sea, que miran hacia delante— tienen
no escasa importancia
. La mayor parte de ellos giran en torno a la cuestión filosófico-religiosa del orden moral universal, o sea, la torturante cuestión de la justicia en un mundo en que el destino de los hombres se presenta tan monstruosamente desigual y tan injustamente repartido. Por eso:
Pregunta primera,
en retrospectiva
: un orden universal verdaderamente moral ¿no presupone necesariamente la idea de que existe
una vida anterior a esta vida
? ¿Es posible explicar de modo satisfactorio la desigualdad de oportunidades entre los hombres, las desconcertantes diferencias en la predisposición moral y en los destinos individuales, si no se parte de la idea de que el propio hombre es el causante, mediante sus obras buenas o malas en anteriores vidas terrenas, de su destino actual? ¿No quedaría así explicado por qué a los buenos les suceden tantas veces cosas malas (por una culpa anterior) y a los malos cosas buenas (por buenas obras anteriores)? La doctrina de la reencarnación tiene, como se ve, su razón de ser, pues se basa en el karma (sánscrito: «hecho», «obra»), o sea, en el «efecto» de las obras buenas y malas que determinan el destino de cada individuo en la vida actual y en futuras reencarnaciones.