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Authors: Ann Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Crepúsculo en Oslo (22 page)

BOOK: Crepúsculo en Oslo
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A él no le pasaba lo mismo. La gente se le pegaba. Su jefe le había dicho que se lo tomara con calma. «Pasar el luto», fue la expresión que usó cuando le puso el brazo por encima del hombro y se ofreció a llevarlo a casa en coche. A Trond, al haber aceptado la oferta, le resultaba difícil no invitarlo a entrar. Tenía alrededor de cincuenta años, con el pelo peinado sobre la calva y una nariz respingona y curiosa en medio de la cara completamente redonda. El jefe había lanzado miradas furtivas en todas las direcciones, como si estuviera recogiendo trazas con las que construir las historias que contaría al volver al trabajo. Al final se sació y se fue.

Habían encontrado muerto a otro famoso.

Trond dejó el periódico a un lado y salió a la cocina. Tenía en la nevera todo lo que necesitaba para el fin de semana. Su madre había insistido en hacerle la compra. Abrió una cerveza. Aún no era la una del mediodía, pero ya había cerrado la puerta con llave, había sacado las pilas del teléfono fijo y había apagado el móvil. Quería estar solo, hasta el lunes. La idea le infundía ánimos. Por primera vez desde que mataran a Vibeke sentía una especie de calma.

La hora y media secreta estaba casi olvidada. Se bebió medio bote de un trago antes de sentarse en un sillón con la prensa del día.

Incluso el periódico
Aftenposten
había girado contra el viento. Gran parte de la primera página y dos páginas del interior enteras estaban dedicadas a un asesino que, a juzgar por los sórdidos comentarios del periódico, era una máquina de matar sin parangón en la historia criminal de Noruega. Lo habían dibujado especulativamente como una oscura silueta que ocupaba seis columnas del periódico. Era evidente que se imaginaban a un hombre con rasgos fuertes y pelo rebelde. Sobre su pecho, habían colocado un montaje de fotografías de Fiona Helle, Vibeke Heinerback y Vegard Krogh. Ya no se hablaba de un misógino rechazado por su madre. Ahora se inclinaban por un hombre laborioso y malogrado. En una gran entrevista a tres psicólogos famosos y a un policía retirado de Bergen, se podía leer entre líneas que el asesino probablemente fuera uno de los concursantes descalificados de Robinson, de los cantantes fracasados del concurso
Idal
o de los finalistas perdedores de
Eurovisión
. Probablemente el brutal autor de los hechos había tenido sus quince minutos de gloria y no había podido soportar el síndrome de abstinencia que surgió cuando de pronto se apagaron los focos. Eso pensaban los expertos.

Vegard Krogh era descrito como un brillante talento, un artista inconformista.

Lo encontraron con un bolígrafo introducido en el ojo.

Trond se rio hasta que se le desbordó la cerveza.

Vegard Krogh pertenecía a la mierda más grande del mundo.

El tipo despreciaba a Vibeke y a todo lo que ella representaba. Eso le pasaba a mucha gente, pero Vegard Krogh no se había conformado con un desacuerdo corriente. Tras una de las diatribas de Vibeke contra la incapacidad del arte para adaptarse al mercado, Vegard se había acercado a ellos en la Casa del Artista. Era viernes, era tarde y todo el mundo estaba allí. Primero la había provocado en voz alta en busca de pelea. Cuando Vibeke le dio la espalda, formando con el dedo meñique un pequeño órgano sexual hacia el resto de los que estaban en la mesa, le había echado la cerveza sobre la cabeza. Siguió un enorme jaleo. Trond quería denunciar lo ocurrido a la policía.

—Eso solo va a conseguir que se crezca —había dicho Vibeke en aquella ocasión—. Quiere atención y yo no pienso tomarme la molestia de dársela.

Desde entonces no habían visto ni sabido nada de Vegard Krogh, aparte de algún que otro venenoso comentario suelto en los artículos que le mandaban a Vibeke del Observen. A ella le daba exactamente lo mismo, pero Trond siempre se ponía furioso con sus infames escritos. Cuando el tipo tuvo una breve, aparición en Entretenimiento absoluto, Trond dejó de ver TV2.

Un gilipollas de la peor calaña, pensó.

Lo que más deseaba en el mundo Vegard Krogh era ser famoso y por fin parecía haberlo conseguido.

Trond se bebió el resto de la cerveza y fue a buscar otra.

Iba a pasarse todo el fin de semana solo y había decidido beber hasta emborracharse. Quizá se diera un baño y viera una película. Se tragaría un par de pastillas para dormir del armario de medicinas de Vibeke y dormiría medio día.

La hora y media secreta estaba casi olvidada.

—Un boli —dijo Sigmund Berli dócilmente.

—Mont Blanc —dijo el patólogo—. El modelo se llama «Boheme». Adecuado, por lo que he leído en los periódicos. No quería extraerlo hasta que lo vierais.

—¿Cómo está…? —Yngvar se interrumpió a sí mismo y se inclinó sobre el cadáver. Entrecerró los ojos al mirar la cara destapada.

La boca estaba medio abierta. Tenía arañazos en la nariz. El ojo intacto miraba fijamente hacia algún punto del techo. Del otro asomaba un bolígrafo rechoncho. Al rodear el banco de acero, Yngvar se dio cuenta de que el instrumento para escribir había sido introducido por el rabillo del ojo. Profundamente, supuso, sólo asomaban cinco o seis centímetros del bolígrafo negro, estaba colocado de tal modo que formaba, con el pómulo, un ángulo perfecto de noventa grados. Una pequeña piedra de adorno, colocada en el extremo del enganche, brillaba en un color rojo rubí bajo la desagradable luz de la sala.

—Así que lo que es el globo ocular no está perforado —dijo Yngvar a modo de pregunta, y se acercó aún más.

La pupila derecha del muerto parecía terriblemente viva, en su bizquear hacia el cuerpo extraño en el rabillo del ojo. Daba la impresión de que Vegard Krogh había tenido tiempo de enterarse de que su bolígrafo preferido iba de camino a su cerebro.

—Bueno —dijo el patólogo—. Lo más probable es que el globo ocular esté roto, obviamente. Pero él…, el autor de los hechos no le ha taladrado el boli en el propio ojo.

—Pero pudo haberlo intentado —dijo Yngvar.

—Sí. El boli puede haberse deslizado por el ojo. Por aquí…

El patólogo usaba un lápiz con una luz roja que hizo bailar sobre rabillo del ojo del difunto.

—Obviamente es más fácil entrar.

—Interesante —murmuró Yngvar.

Sigmund Berli no dijo nada. Había dado dos imperceptibles pasos alejándose del banco de acero.

—Sí —admitió escuetamente el patólogo.

—Así que ya estaba muerto cuando sucedió esto —dijo Yngvar.

—Sí —dijo el patólogo—. Probablemente. Lo que lo mató fue el golpe en la nuca. Como he dicho, he esperado para hacer la revisión en detalle, tengo entendido que queríais verlo antes. De todos modos se nota bastante que le pegaron aquí…

El punto rojo vibró sobre la sien izquierda de Vegard Krogh. El pelo estaba apelmazado y oscuro.

—Desmayado por el golpe, es lo más admisible. Después está el golpe de la nuca… —el patólogo se rascó la mejilla y se sentó en cuclillas, de modo que puso la cara a la altura de la cabeza del cadáver—, que fue lo que lo mató. Es un poco difícil enseñarlo sin darle la vuelta, y no quiero volverlo hasta que saque el boli y…

—No pasa nada —dijo Yngvar—. Puedo esperar hasta el informe definitivo. Así que un golpe en la nuca. Después de que se desmayara por el golpe en la sien izquierda. ¿Con qué?

—Algo pesado. Algo metálico, probablemente. Yo apuesto a que fue con un tubo. Cuando lo investiguemos mejor, probablemente encontremos partículas en las heridas que nos proporcionen una información más precisa.

—Entonces sabemos que lo más probable es que estemos hablando de un asesino diestro —dijo Yngvar—. Cosa que tampoco nos ayuda mucho.

—¿Diestro?

—La sien izquierda —explicó Yngvar, ausente—. Golpe con la mano derecha.

—Sólo en caso de que estuvieran el uno frente al otro —dijo Sigmund, que estaba comiéndose un caramelo y se había alejado hasta la puerta—. Si el autor llegó por detrás, podría haber…

—Estaban cara a cara —lo interrumpió Yngvar—. Ésa es, por lo menos, la conclusión a la que han llegado los que estudiaron el lugar de los hechos. Por las huellas. Gracias por la ayuda.

Le tendió la mano al patólogo, que se la estrechó y después se sentó tras el escritorio del rincón.

—Por nada, es mi trabajo.

—¿Qué es lo que te ha pasado? —dijo Yngvar, riéndose de Sigmund cuando la puerta de la sala de autopsias se cerró tras ellos—. ¡Tú sueles aguantar cosas peores que éstas!

—Joder. ¡Un puto boli en el ojo!

—No sé qué es peor —dijo Yngvar buscando su bloc de notas en el bolsillo del abrigo—. Un boli en el ojo, la lengua en una preciosa rosa o el Corán medio metido en el chichi.

—El boli en el ojo —musitó Sigmund—. Un puto bolígrafo de pijos clavado en el cerebro es lo peor que he visto yo.

Un hombre que pasaba casualmente se paró un momento ante la suntuosa casa al fondo del Quadratur. Tenía prisa. Si no llegaba a tiempo al autobús, tendría que esperar una hora entera al siguiente. Pero de todos modos se detuvo. Alguien estaba aplaudiendo allí dentro. El aplauso era tan intenso que le daba la sensación de sentir las vibraciones en el suelo, como si el entusiasmo tras los sólidos muros fuera tan grande como para poner todo Oslo en movimiento. El hombre levantó la vista. Llevaba cinco años pasando por este sitio los cinco días a la semana, al ir y al volver del trabajo; casi dos mil quinientas veces había pasado por delante del edificio, que durante mucho tiempo estuvo tan destrozado que los vecinos habían exigido que fuera derribado.

A lo largo de las cuatro estaciones del año había visto cómo la casa adquiría una vida nueva. El invierno pasado la habían arropado con andamios de acero y revestimiento de plástico, que temblaba y ondeaba con los golpes de viento provenientes del fiordo. A lo largo de la primavera el edificio fue reducido a una fachada sin nada en su interior, como un decorado de Hollywood. Antes de que el invierno hubiera pasado del todo, el enorme espacio vacío de cuatro plantas de altura volvió a convertirse en una casa, con suntuosas escaleras y suelos de madera noble, hermosas puertas y ventanas cuidadosamente restauradas con vidrieras en el primer piso. Durante el otoño, se oían maldiciones y palabrotas en polaco y en danés en los andamios y en los agujeros aún abiertos de la casa; veinticuatro horas al día. Los periódicos hablaban de reventón del presupuesto, retrasos y peleas sobre el modo de usar del dinero.

Alrededor de Navidad, por fin inauguraron los nuevos locales del partido. Según el plan previsto y organizando el estreno de una obra de teatro navideña para niños en la fastuosa y cara sala de fiestas.

El hombre recorrió la fachada con la mirada.

Le proporcionaba una inexplicable alegría pasar delante de este fabuloso edificio. Los colores eran reproducción exacta de los elegidos a finales del siglo XIX, cuando fue construido como residencia y oficinas del contratista más rico de la ciudad. Al morir su nieto, anciano y sin hijos, en 1998, el partido recibió la residencia en donación. Puesto que apenas tenían medios ni para pagar los impuestos del Ayuntamiento, la casa quedó abandonada hasta que otro neoliberal, agradecido por la característica política de impuestos del partido, donó una suma desorbitada que hizo posible que crearan los locales de organización política más elegantes de Escandinavia.

Las aclamaciones no conocían fin.

El hombre tuvo que sonreír. Se ajustó mejor el abrigo y salió brincando hacia el autobús.

Si en vez de hacer eso hubiera subido las escaleras de piedra y se hubiera acercado a la enorme y pesada puerta de roble, la habría encontrado abierta. De haber entrado en el hall, probablemente habría disfrutado viendo el suelo. Tablas de madera maciza, adaptadas a mano, salían formando una espiral de una vitrina en medio de la habitación, en la que la consigna del partido estaba incrustada en oro de ley tras el cristal: «Persona - Mercado - Moral».

Puesto que el hombre que estaba subiéndose al autobús tres manzanas más allá era un convencido socialdemócrata, probablemente se hubiese irritado por la banalidad del mensaje. Pero de todos modos la belleza del cuarto, con su cúpula decorada a mano y las arañas de cristal y plata, probablemente le hubieran hecho forzar las escaleras lentamente. Las gruesas alfombras se habrían doblegado bajo sus pies como la hierba de verano. Quizá permitiera que el eterno aplauso lo tentara a entrar en la sala de fiestas. Tras las puertas dobles al fondo del ancho pasillo, al otro lado de la habitación, detrás de una tribuna, habría visto a Rudolf Fjord con los brazos en alto y seguro de su victoria.

El hombre que iba montado en el autobús pensando en cómo decirle a su compañera que se había olvidado de pasar por el Monopolio Estatal de Alcohol probablemente se hubiera sorprendido ante el enorme júbilo que se atrevía a mostrar este congreso nacional extraordinario transcurrido tan poco tiempo desde el asesinato de su joven líder.

Un nuevo líder del partido acababa de ser elegido.

Si este hombre, que ahora apoyaba la frente contra la ventanilla del autobús pensando en cuál de sus amigos podía tener en casa tres botellas de vino tinto para prestarle, hubiera en cambio subido a lo largo de las filas de bancos de la sala de fiestas, habría visto lo que hasta ese momento sólo había notado Rudolf Fjord.

Entre todos los delegados, que aullaban, aplaudían y silbaban, había una que ni sonreía ni reía. Sus manos entrechocaban lentamente y en silencio, en una protesta muda y elocuente.

La mujer era Kari Mundal. El hombre del autobús habría visto que le daba la espalda a la tribuna y salía tranquila y calladamente de la sala de fiestas antes de que a Rudolf Fjord le hubiera dado tiempo a dar las gracias por tan formidable muestra de confianza.

Un observador agudo se hubiera percatado de todo esto.

Sin embargo, el hombre que pasaba casualmente había querido llegar a tiempo al autobús. Ahora estaba sentado durmiendo, con la cabeza sobre el hombro de un desconocido.

Era la una de la mañana de la noche del sábado. Kristiane estaba de vuelta. Estaba excitada, como siempre que se alejaba de su madre, y no se durmió hasta medianoche. Yngvar se había metido en la cama al mismo tiempo que la niña. Ni siquiera intentó convencer a Inger Johanne de que lo acompañara. Apenas habían cruzado palabra, con todo el ajetreo. Isak se había quedado con ellos hasta bien tarde.

Inger Johanne sabía que tenía que intentar no irritarse con él. Al mismo tiempo reconocía que nunca lo iba a conseguir. Lo que más la irritaba era el que Isak lo diera por supuesto; aquella desenfadada suposición de que siempre les venía bien que se quedara, de que nunca tenían nada mejor que hacer que servirle comida y darle charla cada vez que entregaba a Kristiane. Incluso ahora, transcurrido sólo un mes desde el parto, corría por la casa montando un escándalo y jugando a Superman con Kristiane a la espalda, sin pensar ni por un momento en que Ragnhild estaba durmiendo.

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