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Authors: Ann Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Crepúsculo en Oslo (19 page)

BOOK: Crepúsculo en Oslo
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Yngvar tendría que hablar con el médico que la atendió en el parto. O con la comadrona. Al principio apelarían al juramento hipocrático, pero al final se rendirían. Como tenían que hacer siempre en casos como éste.

Llevará tiempo, pensó Inger Johanne.

Si realmente había un descendiente vivo y adulto de Fiona Helle, se acercaban por primera vez a algo que se parecía a una pista. Era débil, claro, y quizá no condujera a ningún sitio. Ella o él no era el primer niño de la historia que había sido parido con vergüenza y que había sido adoptado con amor. Probablemente se tratara de un chico de veintitantos, bien adaptado; estudiante, quizás, o carpintero, con un Volvo y críos pequeños. No un asesino de sangre fría persiguiendo vengar un rechazo que quedaba un cuarto de siglo atrás en el tiempo.

Pero Fiona se había enfrentado a la muerte con la lengua dividida en dos.

El niño era la gran mentira de Fiona.

Vibeke Heinerback acabó clavada a la pared.

Dos mujeres. Dos casos.

Un hijo ilegítimo.

Inger Johanne se incorporó de pronto. Estaba a punto de dormirse cuando, como si se tratara de un rayo, la ráfaga de una idea la volvió a sacudir; era la conocida y desagradable sensación de que un pensamiento importante no encontraba asidero. Trajo a
Jack
aún más cerca y posó la cara sobre la piel del animal.

—¿Podríamos hablar ahora de otra cosa? —dijo cuando Yngvar volvió con una pila de leña.

Él dejó lo maderos resinosos en el suelo.

—Claro —dijo, y la besó en la cabeza—. Podemos hablar de lo que te dé la gana. Como que quiero comprarme un caballo nuevo, por ejemplo.

—¿Un caballo nuevo? Te lo he dicho mil veces: nada de caballos nuevos.

—Ya veremos —dijo Yngvar, que se rio y se encaminó a la cocina—. Kristiane me anima. Ragnhild también, seguramente. Y
Jack
. Somos cuatro contra una.

Inger Johanne quería corresponder a su risa, pero todavía le quedaba una inquietud en el cuerpo; los restos de una fugaz sensación de peligro.

—Olvídalo —dijo—. Que se te quite ese caballo de la cabeza.

C
apítulo 8

La tormenta se había calmado. El viento todavía soplaba ligeramente, pero, hacia el sur, la capa de nubes se había resquebrajado en jirones azul claro. La lluvia había aplastado y había podrido la nieve sucia de los jardines y las cunetas. Inger Johanne procuraba evitar los peores charcos maniobrando el cochecito por la estrecha acera de Maridalsveien. El tráfico pesado y los autobuses pasaban atronando. No estaba a gusto, así que cruzó la calle junto a Badebakken para llegar al río Aker.
Jack
pegaba tirones de la correa y quería olerlo todo.

La temperatura estaba empezando a bajar. Habían anunciado nieve para la noche. Inger Johanne se detuvo y se ajustó la bufanda antes de proseguir. Tenía frío en la nariz y moqueaba. Debería haberse puesto un gorro. En todo caso, Ragnhild estaba lo suficientemente abrigada metida en su saco de dormir forrado con piel de oveja y una manta de lana extra cubriéndolo todo. La carita apenas asomaba cuando Inger Johanne tiró ligeramente del borde del saco. El chupete vibraba y, por el movimiento de los delgados párpados, supo que Ragnhild estaba soñando.

Delante de la guardería junto a Heftveløkka se sentó en cuclillas. Soltó a
Jack
para que echara a correr y éste salió pitando hacia el río a ladrarles a los patos, que apenas le hacían caso. Se limitaron a paletear un par de veces en los canales abiertos en el hielo. El animal gruñía y ladraba, y probó a meter una pata en el agua.

—Cálmate —murmuró Inger Johanne, con miedo a despertar a Ragnhild.

El frío atravesaba la tela del abrigo, pero era un placer quedarse así sentada, ella sola, meciendo el cochecito con una mano, adelante y atrás, adelante y atrás. Era ya martes 17 de febrero y a las doce podría llamar. Faltaban ocho minutos, pudo constatar al sacar su teléfono móvil. La mejor amiga de Fiona Helle había dicho que a esa hora estaría de vuelta en la oficina. Dio la impresión de estar sorprendida, pero bien dispuesta. Inger Johanne no se había presentado como agente de policía. Pero lo vago de su formulación podría de todos modos haber dado a Sara Brubakk la sensación de que se trataba de un requerimiento de carácter oficial. No estaba bien.

Esto no era propio de ella. En realidad quería salirse de este caso, pensó, no quería profundizar más en él, y desde luego no con métodos al límite de lo aceptable.

Inger Johanne se sonó los mocos. Se estaba constipando, como era de esperar.

No había casi nadie en el sendero. Un hombre haciendo
footing
pasó resoplando envuelto en una nube de humedad. Saludó con la cabeza y sonrió, pero pegó un respingo cuando
Jack
salió disparado desde detrás de unos arbustos, y se lanzó a por sus talones.

—Póngale una correa al perro —berreó, y salió acelerando.

—Ven aquí,
Jack
.

Se dejó atar al cochecito meneando el rabo y se tumbó. Eran las doce, marcó el número.

—Aquí Inger Johanne Vik —empezó—. Hemos hablado esta mañana y…

—Sí, hola otra vez. Oye, ¿me permites que me siente? Acabo de entrar por la puerta y…

Arañazos. Ruidos. Un golpe.

—¿Hola?

—Sigo aquí —dijo Inger Johanne.

—Oye, ya me he acomodado. A ver, ¿de qué se trataba en realidad?

—Sólo tengo una pregunta, acerca de la época de bachillerato de Fiona Helle. De su juventud. Tú ibas a su clase, ¿verdad?

—Sí, como os dije cuando me interrogasteis, Fiona y yo fuimos juntas a clase desde el primer curso del colegio. Éramos inseparables. Siempre amigas. Ha sido todo tan horrible desde que…, hasta la semana pasada no he tenido fuerzas para venir al trabajo, la verdad. Me concedieron una baja, simple y llanamente. Mi jefe es tan…

—Entiendo —dijo Inger Johanne—. Y yo desde luego no voy a molestarte mucho rato. Sólo estoy intentando averiguar si Fiona alguna vez… faltó al colegio. Durante un periodo largo de tiempo, quiero decir.

—¿Faltar al colegio…?

—Sí. No un par de días por un constipado, quiero decir, sino por un periodo más largo…

—Bueno, estuvo en el balneario de Modum. En primero de bachillerato. Duró bastante tiempo.

—¿Cómo? —Inger Johanne ya no tenía frío. Se pasó el teléfono a la mano izquierda y preguntó—: ¿Qué has dicho?

—Fiona tuvo una especie de colapso nervioso, creo. No se habló de eso, de alguna manera, íbamos a empezar el colegio después de las vacaciones. Yo había estado en Francia con mi familia, recuerdo, todo el verano. Tenía muchas ganas de volver a ver a Fiona y… no vino. La habían ingresado.

—¿En el balneario de Modum?

—Síííí… ¿Sabes?, no estoy segura. Siempre he tenido la idea de que fue en el balneario de Modum, pero quizá sea porque era el único sitio que conocía donde ingresaban a gente por ese tipo de cosas. Nervios, quiero decir.

—¿Cómo sabes que eran nervios?

Silencio.

Nuevos arañazos, esta vez más suaves.

—Ahora que preguntas… —dijo Sara Brubakk lentamente—, la verdad es que no estoy muy segura de nada de todo esto. Aparte de que estuvo fuera, vamos. Mucho tiempo. Creo recordar que no volvió hasta después de las navidades. O…, ah, sí, volvió un poco antes. Montábamos un espectáculo en el colegio y siempre empezábamos los ensayos a principios de diciembre.

—¿Un espectáculo? ¿Justo después de un colapso nervioso?

Jack
gruñó profundamente a un pato macho y bravucón. Ahuecaba las alas intentando agarrar un pedazo de pan que estaba a un par de metros del hocico del perro.

—Quieto —dijo Inger Johanne.

—¿Cómo?

—Disculpa. Le hablaba al perro. Así que Fiona participó en… ¿Te contó por qué había estado fuera?

—Sí. Bueno, no… Oye, de esto hace ya mucho tiempo. —La voz había adquirido un matiz de disculpa. Al mismo tiempo que la mujer parecía sinceramente interesada en ayudar—. Como te he dicho, era mi mejor amiga. Hablábamos de todo, como hacen las buenas amigas. Pero recuerdo que yo estaba un poco dolida, porque Fiona no quería contarme nada sobre dónde había estado y sobre lo que le pasaba en realidad. De esto sí que estoy segura. Recuerdo que mi madre me dijo que la dejara estar. Que ése tipo de cosas no eran fáciles…, las enfermedades.

—Pero la historia de los nervios y el balneario de Modum pueden ser conclusiones que sacaras tú y no necesariamente algo que sepas o supieras —resumió Inger Johanne.

—Creo que sí, desgraciadamente.

—¿Me podrías decir algo de la impresión que daba cuando volvió?

—No… ¿Impresión? Bastante normal, en realidad. Como antes. No la había visto en… cinco meses, ¿son cinco? ¿Desde San Juan hasta noviembre? A esa edad se crece rápido. Pero nosotras éramos muy amigas. Lo seguimos siendo después, quiero decir.

Se acercaba una comitiva de niños de guardería. Caminando de la mano de dos en dos, se tambaleaban sendero arriba con sus monos demasiado grandes. Un crío que llevaba el gorro calado hasta los ojos y que tenía las narices llenas de mocos lloraba dolorosamente. Una mujer adulta lo cogió en brazos y gritó:

—Ya no queda mucho, niños. ¡Vamos!

—¿Podría haber estado embarazada? —lanzó Inger Johanne.

—¿Embarazada? ¿Embarazada, dices? —Sara Brubakk rompió a reír—. No, ¡eso puedes descartarlo! Por Dios, si con el tiempo se vio que tenía verdaderos problemas para tener hijos. Fiorella es una niña probeta, ya sabes.

Inger Johanne no lo sabía. En general había demasiadas cosas de la historia de Fiona Helle que no habían llegado a las carpetas de Kripos.

—No, no lo sabía.

—Además —agregó Sara Brubakk—, es cien por cien seguro que Fiona me hubiera contado algo así. Éramos casi como uña y carne. ¿Embarazada? No. Ni hablar.

—Pero tú no la viste durante cinco meses —objetó Inger Johanne.

—No. Pero ¿embarazada? Eso no.

—Está bien. Te lo agradezco mucho.

—¿Eso era todo?

—Por ahora sí. Gracias.

—¿Vais a conseguir resolver el caso? —Sara Brubakk parecía interesada en que así fuera.

—Por lo general lo hacemos —dijo Inger Johanne evasivamente—. Sólo que lleva su tiempo. Entiendo que pueda ser difícil para vosotros. Para la familia y el círculo de amistades.

—Sí. Pero llámame con lo que sea. Estoy deseando ayudar.

—Lo entiendo. Adiós.

La comitiva de niños se había adentrado entre los edificios de ladrillo de la calle Mor Gohjerta y había desaparecido. Los patos se habían tranquilizado. Se agrupaban sobre los témpanos de hielo, con las patas recogidas bajo sí y los picos reposando plácidamente contra las plumas del pecho.

Inger Johanne empezó a subir por la vera del río.
Jack
la seguía obedientemente.

«Durante mucho tiempo éste ha sido un caso sin secretos —pensó—. Un caso sorprendentemente carente de odio y secretos. Luego van apareciendo. Como hacen siempre, en todos los casos, después de todo asesinato. Mentiras. Medias verdades. Datos ocultos y olvidados, historias escondidas.»

Ragnhild se puso a llorar. Inger Johanne miró dentro del cochecito. Las encías sin dientes estaban al descubierto debido al furioso llanto. La madre lo cubrió con el chupete. Se hizo el silencio.

Llevaba mucho tiempo pensándolo: en ambos casos, tanto en el de Fiona como en el de Vibeke, había muchas menos contradicciones y conflictos subyacentes de lo normal.

Incrementó el ritmo. El viento era frío y duro. Pronto Ragnhild se despertaría de verdad. Tenían que llegar a casa.

«El rechazo materno ya ha creado asesinos antes de esto —pensó mientras se enfrentaba al borde de la acera de la calle Bergen—. Pero ¿por qué casi veintiséis años más tarde? ¿Será que el niño, el niño adulto, no se ha enterado de la verdad hasta ahora? ¿Puede el descubrimiento de una antigua traición ser la base de un odio como éste? ¿Puede impulsar un crimen como éste, un ajusticiamiento tan grotesco y tan simbólico? O…»

Se detuvo,
Jack
la miró con sorpresa, con la lengua colgando fuera de la boca sonriente. Pasó un autobús. El humo del tubo de escape obligó a Inger Johanne a toser y a volverse.

Quizá no hiciera tanto tiempo que lo había repudiado.

La idea se le había pasado por la cabeza la noche anterior, cuando Yngvar la advirtió en contra de las especulaciones ligeras. El niño de Fiona Helle podía haberse puesto en contacto con su madre biológica recientemente. Sería una ironía, pensó Inger Johanne, que la propia Fiona hubiera sido objeto de las añoranzas cuyo valor había explotado para construir su carrera.

No especular. Yngvar tiene razón. Esto era demasiado difuso. Y si realmente existiera el niño…

—¿Qué puede tener que ver una persona así con Vibeke Heinerback? —se preguntó a media voz meneando la cabeza.

Tenía que haber dos asesinos.

O quizá no.

Sí. Dos. O uno.

«Tengo que rendirme —pensó—. Esto es enfermizo. Poco profesional. Un perfilador tiene avanzados programas de ordenador. Trabaja en equipo. Tiene acceso a los archivos y a los últimos gritos en el conocimiento. Yo no soy una perfiladora. Soy una señora cualquiera de paseo con su bebé y su perrito bastardo. Pero hay algo, hay algo que…»

Entonces se puso a corretear. Ragnhild chillaba en el cochecito que vibraba y pegaba botes y casi vuelca cuando Inger Johanne, en el momento en que giraba la esquina de la calle Hauge, se resbaló sobre una zona con hielo.

Cuando por fin llegó a casa, cerró la puerta y echó la cadena de seguridad antes de quitarse el abrigo.

Trond Arnesen no conseguía dormirse. Eran las dos de la mañana del miércoles. Se había levantado varias veces para beber agua, tenía la boca como una lija y no sabía bien por qué. No había nada para ver en la televisión. Al menos nada que despertara su interés, o que por lo menos pudiera impedir que siguiera cavilando, que lo librara por unos minutos del molino de hierro que giraba y giraba impidiéndole dormir.

Se rindió. Se levantó por cuarta vez. Se vistió. Un paseo, pensó. Un poco de aire.

La nieve había caído sobre las ocho. Se había posado sobre el suelo como un ligero velo limpio, sobre las hojas putrefactas y la basura del invierno, sobre cunetas negruzcas y caminos enfangados. La gravilla crujía bajo sus pies y la cancela chilló cuando la abrió. Arbitrariamente, se puso a subir la cuesta, como si le atrajera la farola que había allí arriba.

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